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Mi casa

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La casa de la calle 28 era modesta y larga. Había ido creciendo con la familia. Al principio fue una construcción sólida en uno de los dos lotes del terreno: tenía un estilo más “moderno” que la de 49, si cabe la expresión. Una pared bajita ocupaba los catorce metros del frente y tras ella estaba de un lado un jardincito y del otro un lote entero de árboles y flores. Sobre el jardincito estaba el frente de la casa propiamente dicha: una fachada rectangular y desabrida. De no haber sido por el livingcito, el interior hubiese sido igual al de 49: dos piezas a los costados y una cocina grande al fondo; Tras el lìving, la tradicional galería, dando a una de las piezas y a la cocina. Junto a la cocina había también un cuartito que habrá nacido con la idea de llegar a ser un baño, pero se necesitaron más piezas porque se casó mi tío y el baño terminó al fondo de todo, al costado de un patio descubierto. Pegado al baño, cerrando el terreno, había un galpón grande, donde él tenía su banco de carpintero. Y al costado del galpón, el infaltable gallinero.

Cuando llegamos la familia de mi tío ya vivía en esa casa, ocupando dos piezas, un living y una cocina, adosados a la construcción principal. Media familia Tocho estaba allí: los abuelos, dos hijos, una nuera y seis nietos. No vivíamos hacinados, pero la privacidad no sobraba, ni había espacio para el lujo. Al principio compartíamos todos el mismo televisor, hasta que nos adaptaron a 220 el que trajimos de Venezuela.

Pero si estoy hablando de la casa no es tanto por hablar de la casa en sí, sino de ese lote que tenía al lado. Poco tiempo después de haber llegado nosotros, a mi abuelo le cortaron una pierna, engangrenada por la nicotina de los cigarrillos. Impedido de caminar grandes distancias y de andar en colectivo, se abocó por entero a una de sus grandes pasiones de toda la vida: las plantas.

Caminaba en las muletas hasta el lugar donde quería trabajar, se sentaba en una banqueta y de allí descendía hasta el piso. Arrastrándose se desplazaba luego por los caminitos que él mismo había construido. Delimitados por ladrillos de canto, el abuelo tenía el lote organizado por canteros, con pasillos principales y secundarios. Allí cultivaba flores y árboles frutales adelante y atrás una huerta de hortalizas. Las flores eran la envidia de las vecinas, los frutales rebosaban en verano y la quinta a veces nos daba de comer. Pobre abuelo, no le ayudaba nadie; nosotros siempre poníamos mala cara cuando nos pedía que le alcanzáramos algo y él puteaba como loco. Pero era feliz con sus plantas y sus cuadernos. Escribía un poco con Virome azul y otro poco con roja, los guardaba en unas alforjas pegadas a su silla, En uno anotaba todo el fixture del fútbol de los domingos, partido por partido, con resultados y goleadores. En el otro había coleccionado como dos mil chistes, la mayoría verdes; esos eran los que les contaba a las vecinas y los muchachos del barrio cuando pasaban por la puerta.

Viéndolo sufrir los domingos, cuando escuchaba los partidos en la portátil, y oyéndolo hablar con idolatría de la delantera de los profesores del 31, que antes de hacer un gol se pasaban los cinco la pelota, y de figuras como Sbarra, Ogando, Negri, Infante o Pellegrina, nos terminamos haciendo hinchas de Estudiantes. No nos quedó más remedio, en la familia todos eran “pinchas” fanáticos.

Por algo habrá sido

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