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No sólo de futbol vive el hombre

Boleros de Javier Solís

Con Alfredo nos habíamos hecho muy amigos al salir de la primaria, nos preparamos juntos para el examen de ingreso y nos unía una pasión común: Estudiantes. Alfredo no era precisamente un pibe de barrio; vivía en una hermosa casa a pocos metros del Parque Saavedra, una de esas casas de principios de siglo, con entrada imperial, ventanas de medio punto y mármol en el frente. Único hijo varón de un contador próspero, con dos hermanas mayores, era el mimado de un hogar confortable donde estaba todo lo esencial y algo más. A pesar de tener el parque tan cerca no era de ir a jugar con los pibes del barrio, para la familia era “Alfredito” y preferían para él pasatiempos más seguros. Su posición social y hasta su ubicación geográfica le abrían las puertas a usos y costumbres de la clase media platense que para los demás nos estaban vedadas.

A Alfredo jugar al fútbol le gustaba razonablemente, y aunque no lo hacía nada mal, no se desesperaba por patear una pelota. Pero justo ese año, el 68, el de nuestro ingreso al secundario, fue el de la gran campaña de Estudiantes en la Copa Libertadores y mucha gente acomodada de la ciudad, profesionales, comerciantes exitosos, funcionarios, se prendieron como espectadores y la siguieron como turistas. Al padre de Alfredo se le despertó un fanatismo tremendo y empezó a ir a todos los partidos y a todas las canchas. Y eso significó para mí la posibilidad de ir a la cancha acompañados por un mayor, para que la vieja se quedara tranquila.

Esas coincidencias incrementaron mi amistad con Alfredo que durante un verano estuvo centrada en un ataque agudo de Metegol. Nos lo pasamos buscando metegoles por toda la ciudad con la misma ansiedad que un timbero buscaba garitos o un burrero buscaba una fija. Alfredo había dado bien el ingreso al Liceo y yo al Nacional. Nos habíamos preparado con otro compañero de clase, quien fracasó en su intento por entrar al l Comercial y se retrajo de cualquier tipo de diversión. A media cuadra de la casa de él, había un almacén de los antiguos, de esos con persianas largas y ventanas altísimas, de ladrillos sin revocar. La hija del almacenero nos preparó con un rigor espartano y los resultados fuero más que satisfactorios

En la primaria Alfredo había hecho varios malones en su casa y creo que fue allí donde me animé a dar los primeros pasos de baile. Con paciencia y generosidad sus hermanas me ayudaron a iniciarme en algo para lo que me sentía naturalmente inhibido. Todo lo que estuviera relacionado con la sexualidad era traumático para mí, y el baile era la forma de estar más cerca de una mujer, sobre todo cuando en el tocadiscos sonaban los boleros de Los Panchos, de Altemar Dutra o de Javier Solís. La separación de mis padres y la actitud de mi madre ante todo lo que tuviera que ver con la pareja, ese resentimiento que sin querer nos transmitía, me hacía actuar de una manera muy contradictoria con las mujeres. Yo quería acercarme, pero tenía miedo a ser rechazado, y para disimular mis temores adoptaba actitudes de rechazo o de desprecio.

Los bailes

En los dos últimos años de la primaria hubo varios malones, se empezaba siempre bailando las pegadizas melodías de Palito Ortega y se terminaba con las canciones melosas de Raphael. Había una en particular “Laura”, que a mí me gustaba mucho. Pero éramos chicos todavía para ir a los bailes. Ese año en carnavales las hermanas de Alfredo nos llevaron a Universitario y, a pesar de mis temores, me encantó. Mirá vos, un club que no tenía equipo de fútbol, ¿y que otro sentido podía tener la existencia de un club sino el fútbol? ¡Las cosas que uno empezaba a descubrir! Pero la verdad que me gustó, con sus jardines, con su casona y sobre todo con unas mujeres que, sin ser más lindas ni más feas que las de Estudiantes, Gimnasia, o el Deportivo La Plata, se parecían más a eso en lo que se estaba convirtiendo uno: un chico de clase media acomodada. Acomodada nada más que por ir al Nacional, porque por lo demás la situación económica no había mejorado en absoluto. Pero uno se iba dando cuenta de que ir al Nacional daba cierto prestigio, que hacía que lo miraran de otra manera. Eso era ostensible sobre todo cuando uno sacaba a bailar a una chica o cuando lo presentaban en otro lado. Ser del Nacional daba un crédito ante la audiencia femenina que yo, lamentablemente, nunca supe explotar.

“La negrada”.

Cuando salió la propuesta de ir a los bailes yo lo comenté con mi prima Mirta, que me ofreció llevarnos al Deportivo La Plata. En la pileta del Nacional se lo dije una tarde a Alfredo y él me preguntó preocupado:

- ¿Estás seguro que ahí no habrá mucha negrada, porque mis hermanas dicen que al Deportivo La Plata va mucha negrada?

- No, si ahí va siempre mi prima, le contesté yo para tranquilizarlo, sin darme cuenta que para la escala social de la familia de Alfredo, mi prima era parte de la negrada. Y si no fuera porque era amigo de Alfredo, yo también estaría en esa categoría.

Sin darme cuenta, estaba haciendo mi iniciación cultural en la clase media.

Pero más allá de la cuestión social, con Alfredo la amistad se fue haciendo cada vez más fuerte, Los dos éramos un desastre con las mujeres, él era extremadamente tímido y yo era más audaz, pero desubicado. A través suyo me hice amigo de sus compañeros de división del Liceo; tanto o menos cancheros que nosotros, a pesar de estar en un colegio donde más del setenta por ciento de los alumnos eran mujeres.

Por algo habrá sido

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