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Selección Natural

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Las primeras referencias sobre la calidad futbolística de mis compañeros de división se pusieron en evidencia al término de las esas clases, era el momento que estábamos esperando para irnos a jugar al fútbol. Esa era la primera “selección natural”, ahí empecé a darme cuenta que a algunos el fútbol no les interesaba para nada y que a otros no les interesaba tanto como para tener que andar corriendo. La entrada era, recuerdo, a las doce y cuarenta y cinco minutos y a Educación Física entrábamos a las nueve menos cuarto, así que había poco tiempo para, después de la clase, jugar, bañarse, ir a la casa en colectivo, almorzar y volver a la escuela. Pero a mi no me importaba, yo quería jugar igual y eran varios también los que se quedaban. Los suficientes como para armar un equipo de siete. No teníamos un buen arquero, pero lo teníamos a Joaquín de defensor, con el Tortuga o con Carlitos; al Pato en el medio y a Jorge adelante, con Omar y conmigo. Aunque esa formación podía llegar a alterarse si Carlitos y Jorge tenían que jugar al rugby. Al Gordo mucho no le gustaba jugar al fútbol, quizás porque se sentía más cómodo en la pesca; con la caña en la mano su peso no era una desventaja ostensible, como en la cancha. Sin embargo, tan mal no lo hacía. El Pato y Omar, no tardé en descubrirlo, eran decididamente buenos. Con estilos muy distintos: Omar era un talentoso, frío, pero genial por momentos, y pronto llegamos a formar una pareja brillante en la delantera de la división. El Pato era un batallador que manejaba bien la pelota, tipo Pachamé; le gustaba pisarla y por eso le habían puesto “El Pato” en su barrio, donde alguien alguna vez dijo que se parecía al Pato Pastoriza.

A los pocos meses de empezar las clases llegó el momento esperado: el campeonato interno de fútbol entre las once divisiones de primer año.

Hasta entonces habíamos jugado solamente entre nosotros y había que ver si podíamos formar realmente un buen equipo. Pero el debut fue rutilante: aplastamos a nuestros rivales con una diferencia abrumadora y con Omar nos entendimos como si hubiéramos jugado toda la vida juntos. Dimos espectáculo. En uno de esos primeros partidos, no sé si fue eso u otro, el carácter de Joaquín iba a aparecer en toda su dimensión. Si bien él había dicho que era número cinco, como dos demostró ser una fiera. A pesar de ser petisito tenía una fortaleza tremenda y era implacable persiguiendo a los delanteros y rechazando. En ese partido no había tenido mucho trabajo, íbamos ganando once a dos pero el igual se enojaba porque decía que lo dejábamos solo en la defensa. En uno de sus escasos ataques, nuestros rivales nos hacen un gol. Joaquín se puso a llorar de calentura y se fue de la cancha, puteándonos por la falta de entrega al equipo. Al rato ya estaba de nuevo jugando, con una bronca bárbara y corriendo como si estuviésemos jugando la final del mundo, empeñado en hacer un gol.

A pesar de la cohesión que habíamos alcanzado adentro de la cancha, afuera las relaciones todavía no eran muy fluidas. El más dado era Manuco, el primero de la fila, por estatura; era alegre y ocurrente y aunque su familia estaba en muy buena posición, se relacionaba con todos sin importarle las diferencias sociales. Los demás, cada uno tenía algún motivo para no estar completamente integrado: Joaquín encerrado en su soledad de provinciano recién llegado; el Tortuga(que todavía no era el Tortuga) con una parquedad a veces hasta agresiva; el Pato y Omar con su laconismo; el Gordo con sus complejos; Daniel con su obsesión por los tractores; Claudio con sus prejuicios de clase; Rubén(con acento en la e, no como el Ruben de mi barrio) con sus prejuicios políticos de izquierda; Carlitos preocupado en hacer facha y Jorge por el rugby. Las mujeres, por su lado, estaban subdivididas entre ellas, y yo, con mis contradicciones, flotaba entre todos.

Ese primer año fue suficiente para definir personalidades y entrever afinidades. Aunque me daba vergüenza invitar a los compañeros de estudio a mi casa, porque el baño estaba en el fondo, a Joaquín lo invite igual; jugamos un rato al fútbol y comimos ciruelas. Estábamos en primavera. Joaquín era tímido y retraído pero muy amable. A mis abuelos les cayó muy bien, porque además estaba viviendo en la casa de un viejo conocido de ellos, en el barrio del Regimiento 7.

Cuando estaban por terminar las clases, Daniel nos invitó a todos los varones a su casa en el campo, allá en Bavio. Nos quedó el culo roto de montar a la Virreina, una yegua vieja, bautizada con el nombre de una pura sangre que estaba ganando todas las carreras en Palermo y San Isidro. Recorrimos la chacra y salimos a cazar pajaritos con la gomera. El único que cazó algo fue Rubén. Tenía una fuerza descomunal en los brazos y le dio de lleno en el medio del pecho a una torcacita. Le incrustó la piedra hasta el corazón.

Volvimos en el último tren de la tarde, a esa hora Bartolomé Bavio parecía un pueblo del Lejano Oeste en la antesala de un duelo. El sol se desparramaba vigoroso por las calles anchas y desiertas, sobre los techos de las casas mustias y en el corazón de los patios. La vida aún no había despertado de la siesta. Como nuestra adolescencia.

Por algo habrá sido

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