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La Chona

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La Chona no es, todavía hoy, una vecina; la Chona es, ella misma, el barrio. Un elemento tan inherente a su existencia como las mismas calles, como los árboles y las casas. Aún más, tal vez sin los árboles, sin las casas y hasta sin las calles el barrio podría subsistir igual; pero no podría subsistir sin la Chona. Ella encarnó siempre el prototipo de la vecina indispensable; prácticamente no había casa por la que no pasara con cualquier excusa. Así se enteraba de vida y milagros de todos los vecinos, cuyos avatares pasaban automáticamente a convertirse en tema de murmuración general. Todos se enteraban de que fulana se había peleado con el marido, de que la hija de zutano parecía que estaba embarazada, de que mengano andaba en malas compañías, de que la señora de perengano parecía que lo engañaba con el carnicero de la otra cuadra, de que a don José lo estaban por operar de la próstata. Algunos la acusaban de chusma, pero quien más quien menos todos debieron recurrir a ella. Su generosidad rayaba en el heroísmo: estaba siempre lista también para dar una mano cuando había que llamar a un médico de urgencia; o conseguirle a la vecina de la esquina el botón para terminar el vestido de la sobrina; o averiguarle a don Pedro el precio del maíz en la pastería o para ponerle las ventosas a algún enfermo o para cualquier gauchada, sin calcular costos ni conveniencias. Como esa tarde, ya en mis tiempos de militante, cuando se dio cuenta de que me seguían y me abrió la puerta de su casa para salvarme la vida.

Por algo habrá sido

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