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Son como un sapo los ojos de la india argentina

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La rueda delantera patinó al frenar, el colectivo hizo unos metros más y se detuvo. Recuerdo mis mocasines de gamuza, mis medias blancas y mi vaquero negro de corderoy bajando los escalones del colectivo en una tarde de invierno, atormentada por la humedad. Tenía más pinta de guitarrista de rock and roll o de escritor existencialista que de enfermero. Sentí que acababa de poner el pié en el país de la tristeza. La lluvia había dejado una pátina de barro pegajosa embadurnando el pasillo del colectivo, los adoquines de la calle y los senderos del hospital. Las paredes transpiraban una neblina melancólica que se metía en las salas inmensas, se desparramaba por los pasillos, lagrimeaba sobre los fierros descascarados de las camas, embebía los colchones y las frazadas percudidos de mierda y orín, calaba los huesos y perforaba el alma. Todo estaba húmedo. El día era un llanto.

El hospital estaba dividido en dos partes, separadas por una calle que agonizaba en el yuyal de la pampa. De un lado estaban las mujeres y del otro los varones, como ahora. Cuando crucé la calle y entré en Melchor Romero hubiera jurado que el infierno era exactamente así: una sensación de tristeza húmeda y pegajosa envolviendo al mundo. Era como entrar a otro mundo debajo del mundo, aplastado por el miedo y por el olvido

Siempre son tristes los manicomios, pero cuando llueve y hace frío son terribles. La ciénaga humana donde los de afuera vuelcan todas sus miserias, sus traiciones y sus abandonos, sus abyecciones y sus mezquindades, se inunda de un fango implacable que enchastra la ropa de los locos y el corazón de la tarde.

Caminaban libres, mendigando un cigarrillo, una moneda o una sonrisa. Reclamaban deudas impagas de afecto y promesas de libertad incumplidas, con monosílabos que se les caían balbuceando de las bocas babeantes. No miraban con tristeza ni con rabia, sino con una especie de resignación espantosa y penetrante. Con la desesperante resignación de quien ya no tiene ninguna esperanza

Entrar ahí era empezar a transitar la región de la impotencia. La revolución socialista, la expropiación de los medios de producción, el poder popular, ¿servirían también para darle cordura a los locos y felicidad a los tristes? ¿Pasará la revolución por Romero, no quedará demasiado a trasmano en los mapas de la gran marcha de la liberación nacional?, ¿y si se olvidan o toman un camino equivocado?

Ese año yo recién estaba empezando a entender, muy precariamente, de qué se trataba el socialismo, la liberación nacional, el proletariado, la plusvalía y un montón de palabras que aparecían de repente en el lenguaje cotidiano, como diría el Negro Bossio. Pero si me hubiesen dicho que la revolución era necesaria única y exclusivamente para cambiar todo en Melchor Romero, yo lo hubiese aceptado. Yo algo conocía de la miseria y eso sólo ya me bastaba para condolerme y hacerme pensar en la necesidad de un cambio de fondo, pero Romero era algo más que la miseria. Era la miseria agravada por la soledad y la locura. El loco, aunque viva con otros mil o dos mil locos juntos, casi todo el tiempo está solo, tiene su propio mundo, al que se puede entrar usando contraseñas que muy pocos conocen, a veces nadie.

Del lado de los varones, el hospital era un racimo de pabellones entre jardines lúgubres y calles desparejas. Los pabellones eran edificios chatos y amplios. Con techos de tejas y arcadas coloniales por las que se entraba a unos salones enormes y fríos. A derecha e izquierda se alineaban decenas de camastros de hierro, dejando en el medio un ancho pasillo. Pregunté por el primo de mi vieja, y me mandaron a una sala que estaba bien adentro del hospital; tuve que atravesar unos cuantos senderos y pasar por delante de varias construcciones. Allí, en los paredones descascarados, con tizón negro, vi varias veces escrita la misma frase:”son como un sapo los ojos de la india argentina”. Al lado de la frase casi siempre había un dibujo de algo que no alcanzaba a distinguirse bien si intentaba ser el ojo, si intentaba ser la india o si intentaba ser el sapo, pero resumía, de alguna manera, las tres cosas.

Yo era un pibe que buscaba trabajo, de lo que fuera, y podía ser eso. Podía ser. “En el hospital funciona un club para los internados, un lugar que se creó para que puedan hacer actividades culturales, para que tengan una forma de entretenerse y se puedan ir preparando para cuando salgan, los que están en condiciones de salir. Si él empieza a ir ahí a colaborar, a lo mejor después consigue entrar como empleado”. La vieja estaba desesperada por conseguirme un laburo y un día se encontró con un primo casi desconocido que trabajaba como enfermero en Romero, aprovechó y le pidió a ver si no me podía conseguir algo. Él me llevó hasta el club, una especie de casilla Tarzán pero muy amplia, en la que había un par de salas con libros y elementos para pintar y dibujar. No me prometieron nada, pero me preguntaron qué podía hacer y a esa altura lo único que se me ocurrió que yo podía hacer era dirigirlos para hacer ejercicios y jugar al fútbol. Les pareció bien y arreglamos para arrancar otro día. Esa misma tarde conocí a Alfredo, un sicólogo de barba negra rala y pelo largo con el que me tomé el colectivo de vuelta. Me había llamado la atención un hombre que había conocido en el club, me había impresionado por dos cosas: no tenía el aspecto de la mayoría de los otros enfermos, sino más bien el de un empleado que va todos los días a su trabajo, vestido modesta pero pulcramente, y tenía la cabeza deformada debajo de la nuca por una protuberancia enorme. “Ese hombre, me dijo, tiene una inteligencia extraordinaria y sabe muchísimo, en realidad no debería estar acá, pero la lesión le afectó el cerebro. Es una herida de guerra, lo hirieron en la Guerra Civil Española y le quedó una esquirla incrustada”. El viaje con Alfredo fue muy corto, se bajó en La Granja, a un par de kilómetros de Romero:

- No sé si vamos a durar mucho; a nosotros, los del club, los directores del hospital no nos quieren, dicen que lo que hacemos es subversivo, alcanzó a decirme.

- Y tienen razón, le contesté cuando se estaba por bajar. No tuvo tiempo de que le completara la respuesta y lo dejé pensando. A esa altura yo ya empezaba a pensar que trabajar con los locos era una forma de cambiar el mundo.

La tarde que me presenté a iniciar mi trabajo había un sol tibio y claro. En la sala de mi pariente pude reclutar alrededor de una docena de pacientes para iniciar mi experiencia como terapeuta deportivo. Uno de ellos era un gordito panzón y narigón, con cara de ratón y piernas largas, decía constantemente algo así como “Ta gueto” y eso aparentemente tenía un significado distinto para cada ocasión, según me lo traducían los demás. Ese era el más inquieto y el más emprendedor, aunque su coordinación de movimientos estaba lejos de ser la mejor. El resto eran en su mayoría adultos de edades indescifrables, que podrían variar entre los treinta y los cincuenta, algunos físicamente estaban bastante bien y ejecutaron sin muchos problemas los primeros ejercicios que les propuse. Arrancamos trotando un rato en la cancha de fútbol y después hicimos una serie de ejercicios para culminar con una especie de salto al rango: unos se ponían en cuatro patas y otros los saltaban y les pasaban por abajo, alternativamente. Los que iban terminando el recorrido se ponían en cuatro patas al final y así continuaba la ronda. En un momento de pronto veo que uno de los locos queda planchado en el piso, duro, con los ojos desorbitados. “! Cagué, pensé, lo único que me falta es que el primer día de trabajo se me muera un loco”. Pero fue como una epidemia, enseguida se fueron cayendo otros y yo desesperado, sin saber qué hacer. Estaba solo con mis diecisiete años y una docena de locos que se me iban muriendo adentro de la cancha. Pero los otros locos no se desesperaron, eran locos pero no boludos. “No te asustes, es epilepsia”, me dijeron y, mientras algunos fueron a buscar a los enfermeros, otros me ayudaron a socorrer a los desmayados. Poco a poco fueron recuperando la “normalidad”; al rato ya, la tragedia inminente no era más que una anécdota jocosa en mi cortísima carrera laboral. Tan corta que por razones administrativas y no sé cuanto más, me dijeron que no había ninguna posibilidad de entrar a trabajar allí y no tenía sentido que siguiera yendo.

Por algo habrá sido

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