Читать книгу Por algo habrá sido - Jorge Pastor Asuaje - Страница 56

Zamba p’a ti

Оглавление

Mi conexión principal con la música, sin embargo, seguía pasando por Alfredo. Apasionado por la batería, tenía como ídolo a Mingo Martino, el jazzista cuarentón que estaba siempre con su orquesta en los bailes de Universitario, y no tardó en convertirse en un buen baterista. Pero claro, un baterista no pude ponerse a tocar “La cucaracha”, ni “Para Elisa”, ni “Pájaro Campana”, la batería es un instrumento jodido para ser solista, no es como la guitarra o el piano, ni siquiera como el violín o el bandoneón. Pero había dos guitarristas y un bajista que andaban buscando un baterista para formar un conjunto y se enganchó con ellos.

El cuarteto de Alfredo comenzó a ensayar intensamente, yo me convertí en su principal espectador, en hincha acérrimo y en letrista potencial, porque les había gustado la idea de que escribiera canciones para ellos. Así fue surgiendo mi amistad con los “Raules”, los guitarristas del grupo. Raúl R., la segunda guitarra, era una bestia descomunal, de casi dos metros y más de cien kilos. En cualquier lugar llamaba la atención por su tamaño, sobresalía notoriamente de la media normal. Esa altura no lo hacía sentir superior, sino todo lo contrario; le creaba un complejo terrible. Eso lo descubrí en las vacaciones de invierno en Tandil. Fuimos los dos solos y salimos a dar vueltas por la ciudad, para tratar de levantarnos alguna mina; cada vez que nos acercábamos a alguna yo no tenia mejor idea que joder con su altura. Me puse muy pesado con ese tema (he descubierto que a veces soy un tipo bastante jodido con los defectos ajenos) y Raúl se calentó feo conmigo. Pero después se amargó mucho y se fue a tomar un café solo. Ahí me di cuenta de cuanto le jodía esa estatura que otros mirábamos con envidia. A pesar de su tamaño, Raúl no era un duro, sino un tipo bonachón y generoso. Al llegar el verano nos consiguió un trabajo en una droguería. Ordenando medicamentos durante varias noches pudimos ahorrar dinero para irnos de vacaciones.

El otro Raúl era un virtuoso de la guitarra, que me maravillaba por su capacidad para interpretar a Jimmi Hendrix y, en especial, a Santana. Era el momento en que estaba de moda Santana con su célebre Samba p´a ti.

La introducción de “Samba p’a ti”, tiene un arpegio inconfundible. No era tan difícil, pero pocos podían tocarlo bien, y Raúl lo tocaba a la perfección. Iba al Nacional, como el otro Raúl, y confesaba haber sido hasta no hacía mucho “un boludo atómico”, al que sólo le interesaba hacer facha en el centro y entrar a los bailes del Jockey. Raúl tal vez hubiese conseguido algún éxito como rockero, pero unos años después resolvió que en su vida había cosas más importantes que aspirar a ser un John Lennon o un Mick Jaegger. Para ese entonces ya nos veíamos muy circunstancialmente, aun así la relación establecida entre nosotros perduraba, aunque ya nos unía otro interés, más allá de la música.

Yo sabía que Raúl que había empezado a estudiar ecología y estaba militando en política, pero no sabía en qué organización militaba. La última vez me lo encontré en el colectivo, el golpe de estado tenía apenas un par de meses y el miedo mío una eternidad. Era otoño, la tarde recién había nacido, un sol tímido entibiaba el preámbulo de la amargura. A esa hora, a esa altura del año, los colectivos por el Belgrano se iban llenando con una carga variada de estudiantes, docentes, empleados y jubilados yendo a estudiar, a trabajar, a hacer trámites, a matar el aburrimiento en la casa de algún pariente o a las primeras funciones del cine continuado. Yo venía de City Bell, a los primeros controles de la tarde, estaba sentado en los asientos del fondo de todo, en el medio, porque desde ahí tenía más panorama para observar los movimientos en el colectivo y decidirme a bajar si veía algo raro. En Gonnet subió Raúl y se sentó al lado mío. Cuando uno está viviendo en la clandestinidad no es mucho lo que puede hablar, excepto que esté dispuesto a mentir. “Estoy viviendo en tal lado, estoy trabajando en tal otro”, esas trivialidades que forman parte de las charlas normales entre personas que hace mucho que no se ven, en ese caso no tienen lugar. Raúl* sabía que yo estaba en una situación de seguridad delicada y yo sabía que él tenía una militancia comprometida, y no nos hicimos ese tipo de preguntas. Casi a entredientes iniciamos una conversación política que amenazaba con profundizarse cuando al llegar a la caminera el colectivo se detuvo adosándose a una fila que esperaba a ser revisada por los policías del destacamento. Entonces nos sentimos unidos como nunca lo habíamos estado: por unos cuantos minutos, que parecieron interminables, compartimos el miedo. Casi en silencio, en un colectivo repleto donde era peligroso hablar de ciertas cosas, esperamos que llegara el momento en el que podría decidirse nuestra vida o nuestra muerte. Alguno de los dos podía llegar a no pasar el control, o tal vez ninguno de los dos. No lo sabíamos, todo iba a depender de la sagacidad o de la buena voluntad del policía o del militar que nos revisara, o quizás de algún imponderable que no podíamos prever. Cuando le llegó el turno a nuestro colectivo nos dimos cuenta que el control era selectivo, revisaban a unos sí y a otros no. A nuestro colectivo lo hicieron seguir. Respiramos aliviados y seguimos conversando unas cuadras más, todavía conmovidos por el miedo. Después cada uno se bajó en un lugar distinto y nunca más volvimos a vernos.

Yo supe de él recién tres años después, por los diarios y por los comentarios de los exilados. Junto con su hermano estaba en la larga lista de desaparecidos cuyas madres buscaban denodadamente, sacudiendo la conciencia del mundo. Y la suya, quizás, sea la más emblemática de todas.

* Raúl es Raúl Bonafini

Por algo habrá sido

Подняться наверх