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Oficios de verano

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Otro de los oficios fugaces de aquellos veranos fue la limpieza de las piletas del club Universitario. Ese trabajo lo había conseguido alguno de los Raules y fuimos a hacerlo con ellos y con Alfredo bajo la supervisión técnica del Negro Claro, un morocho simpático, bastante más grande que nosotros. Él necesitaba ayuda una vez por semana y de madrugada. Lo exótico del horario tenía una justificación muy simple: a oscuras totalmente era imposible porque no se veía nada y más tarde, con la pileta llena de gente, tampoco se podía. Había que aprovechar entonces las primeras luces del amanecer y terminar antes del mediodía. A esa altura del año, a las cinco de la mañana ya comienza a despuntar una tenue claridad violácea; por un rato el tiempo se estaciona en la indecisa frontera entre la noche y el día. Aunque hacía frío, el entusiasmo por poder ganar un poco de plata y el aspecto espectral del agua convertían el trabajo en un placer extraño, en una sensación parecida a ver amanecer sobre el mar.

Uno de esos días me encontré inesperadamente con Claudia y con Liliana, que iban a pasar el día en el club. Ese encuentro lejos de las aulas de la escuela sirvió para acrecentar una amistad que venía construyéndose desde los primeros años del colegio, a pesar de los cortocircuitos permanentes que se daban entre los varones y las mujeres. Respecto a Liliana, debo confesarlo, tenía un interés que iba más allá del simple compañerismo. Ese día, la presión de la malla negra, de una sola pieza, le marcaba unas nalgas y unos pechos generosos, promotores de un deseo febril que me preocupaba por ocultar. Pero nunca me animé a intentarlo, no sabía como hacer para acercarme a una mujer de una manera que no fuese intempestiva. Además de provocarme fantasías eróticas, Liliana me despertaba una enorme ternura. No puedo decir que estaba enamorado de ella, porque la sensualidad y la ternura corrían por carriles separados. Como mujer me atraían su cuerpo y su cara. Como compañero de escuela, en cambio, sentía por Liliana esa misma mezcla de complicidad y paternalismo que sentía por Joaquín. Éramos cómplices en la cofradía virtual que congregaba tácitamente a quienes teníamos un dolor que nos hacía sentir diferentes a los demás. Con Liliana teníamos dos coincidencias: nos faltaba un padre y nos sobraba la escasez. El padre de ella había fallecido cuando estábamos en segundo año y desde entonces, o quizás desde antes, la abundancia venía escaseando en su casa. Alguna vez la había visto llorar por un aplazo en una mesa de diciembre y me dieron ganas de besarla.

En esos jardines de Universitario, en los carnavales de ese mismo año, Julio se puso de novio con Silvia, así empezó a alejarse lentamente de nosotros, para quedarse al lado de ella hasta ahora. Hoy, más de treinta años después, forman una pareja y una familia admirable.

Por algo habrá sido

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