Читать книгу Historia del poder político en España - José Luis Villacañas Berlanga - Страница 11
2 LA CONSOLIDACIÓN ISLÁMICA UN EMIGRANTE
ОглавлениеFue entonces cuando los sucesos que llevaron a la caída del califato omeya de Damasco trajeron a al-Ándalus a un personaje central: Abderramán I el Emigrante (731-788). Su huida tuvo lugar en el 755. Se puede decir que si hubo conquista de Hispania, en el sentido de campaña militar capaz de tomar palmo a palmo la tierra, esa fue la que llevó a cabo el Emigrante. Las luchas de Abderramán para hacerse con el control de las tierras andalusíes, al frente de sus ejércitos mercenarios, no conocieron tregua. Su sistema no era muy innovador. Alzó un ejército profesional pagado con los impuestos que debía de extraer de todo al-Ándalus. Su hueste estaba formada por reclutas de todas partes, desarraigados y vinculados solo al nuevo emir, un ejército capaz de extraer de la recaudación fiscal su propio sustento. Esas campañas impidieron que se prestara atención al norte del Duero.
El peligro para este nuevo personaje provenía del reino de los francos y por eso las nuevas élites andalusíes estudiaron el terreno con esta perspectiva. Así se organizó una red tupida de ciudades de frontera cuya línea pasaba por Pamplona, Huesca, Monzón, Fraga, Lleida y Zaragoza. Luego, desde allí, se llegaba a Barcelona, y por los pasos de levante, hacia Francia. Estas ciudades defendían la línea del Ebro y se entregaron a descendientes de familias ducales godas. Dada la pobreza fiscal de las tierras despobladas de occidente, la frontera retrocedía por ahí hasta Medinaceli, y desde allí hasta Toledo y Mérida. La misión de esta línea era servir de límite de exclusión contra los harbíes o cristianos no sometidos, que recibieron el nombre de «gallegos», cuyas ciudades eran Zamora y Oviedo, una forma de insultarlos. La finalidad era mantener libres los pasos desde Pamplona hasta Gascuña. Los francos no solo eran un poder a respetar, sino una posibilidad de botín y de comercio.
El caso es que los núcleos cristianos astures vieron surgir al norte y al sur dos poderes fuertes que apenas reparaban en ellos. Solo Pamplona vinculaba las ciudades de la frontera del Ebro con las ricas tierras de Aquitania. Este hecho determinó la historia durante tres siglos. Los musulmanes y los francos eran por aquel entonces los verdaderos protagonistas de la historia. Los hispani y cristianos en tierra liberada solo disponían de poderes frágiles y dependientes. Sin embargo, algo había cambiado con la nueva dominación musulmana liderada por el Emigrante. Mucho más interesado por someter las ciudades de al-Ándalus a su poder que por dominar el norte cristiano rebelde, Abderramán esquivó las montañas norteñas para someter las ciudades a su nueva gobernación y quebrar la resistencia de los antiguos gobernantes. Su régimen quedó estabilizado hacia el año 780. Se maldijo a los abasíes de Damasco desde todas las mezquitas andalusíes y, al declararse independiente, Córdoba ya no podía contar con la fuerza expansiva del islam en su retaguardia. Esta declaración de independencia obligó a al-Ándalus a definir su geoestrategia propia. Consciente de que no tenía poder suficiente para amenazar a los francos, comprendió que necesitaba de forma urgente estabilizar la línea de ciudades al sur de los Pirineos para limitar cualquier posible invasión.
En esta lucha, los francos impusieron su lógica. Urgidos por los problemas con los lombardos y sajones, el occidente hispano era para los francos un problema secundario, aunque debían tomar medidas para que no se convirtiera en un foco de conflicto. Así que instalaron a la poca nobleza goda resistente en la zona pirenaica oriental para estabilizar la frontera, avisar de ataques musulmanes y asentar emigraciones de hispani. Preferían tener la frontera al sur de los Pirineos que al norte. En la parte occidental, el núcleo de poder de los cántabros, astures, godos e hispani se convirtió en el poder auxiliar, algo así como otra vanguardia franca ultrapirenaica.
Por ello, los focos de tensión entre poderes cristianos y musulmanes estuvieron muy localizados. No eran Cangas o Pravia donde los astures tenían sus campamentos. No estaban en el occidente gallego, que no servía de paso a ningún sitio. Se encontraban en los pasos que podían comunicar al-Ándalus con las tierras de los francos, por el Bidasoa o por la costa catalana. Y para controlar los pasos lo mejor eran las ciudades. Pero las ciudades no se forman de la noche a la mañana cuando los pobladores se organizan como tribus extendidas por valles, como en la tierra de los vascones. Hacia el poniente de Pamplona, en el alto Ebro, en la tierra de Álava, se abría un territorio llano y sin ciudades que permitía alcanzar los pasos de Bayona con cierta facilidad, esquivando el obstáculo de Pamplona. Este hecho determinó que los musulmanes fundaran el castillo de Nájera para controlar todo ese territorio, más cerca de la frontera de los cántabros y en el límite de las tierras propiamente vascas.
Esta situación geográfica forjó la lógica de las cosas. Los francos temían otra invasión de Aquitania como la del 732. Bien organizados en su línea de ciudades al sur de los Pirineos, los musulmanes podían esperar la ocasión propicia para lanzarse hacia el norte. Dos poderes que se temen y se observan suelen comportarse de la misma manera. Carlos I el Grande, también llamado Carlomagno, que llegó al poder en el año 768, también estaba dispuesto a aprovechar las oportunidades que le brindara la debilidad del poder musulmán. Este tenía un talón de Aquiles: la frágil unidad que Abderramán I había conseguido a sangre y fuego de todas sus ciudades, a las que había tenido que conquistar una a una, con duras condiciones fiscales. Cuando en el 778 se rebeló el valí musulmán de Barcelona, Carlos atravesó los Pirineos y rindió Pamplona. Este hecho puso en alerta al valí Husayn de Zaragoza, que resistió. Carlos sitió la ciudad, pero su ejército era de choque, diseñado para la guerra con los sajones, y no pudo sostener una larga campaña de asedio, que daba a sus lejanos enemigos de Centroeuropa una nueva oportunidad de alzarse. Así que levantó el sitio de Zaragoza. Incapaz de mantener Pamplona, la arrasó y se volvió a Aquitania por Valcarlos o por Roncesvalles. A su regreso, los vascones atacaron la retaguardia del ejército franco, con toda su impedimenta. Demasiado pesado para defenderse en una tierra abrupta y hostil, todo el cuerpo del ejército franco quedó destruido. Los enemigos desaparecieron en los bosques con abundantes despojos. El primer acto de la epopeya europea tenía lugar en los valles de los Pirineos, y Roldán, el jefe franco de la Marca de Bretaña, caía víctima de las rocas y las flechas vasconas y no de las huestes musulmanas. Todas las fuentes hablan de un inmenso botín y de una afrenta sin venganza, pues el enemigo era invisible.
Los francos no podrían vencer en un territorio cuyos pobladores no hacían frente a sus grandes ejércitos recubiertos de hierro. Esas tierras debían ser sometidas de otra manera. Desde ese momento cambió la percepción franca sobre los núcleos del poder astur y cántabro. Su trabajo ahora consistía en neutralizar a los vascones para generar un muro de contención al oeste de Pamplona que no dejara las manos libres a los musulmanes para penetrar en el norte de los Pirineos, y que organizara y pacificara a los vascones tal y como se había hecho en cierto modo con los cántabros y astures.
Y esta fue la tarea que Alfonso II (c. 760-842) emprendió con la ayuda franca. Tras Roncesvalles, Alfonso se declaró «hombre» de Carlomagno, esto es, vasallo del rey franco. En los años 795, 797 y 798, que se sepa, Alfonso tuvo que enviar al rey de Aquitania, hijo de Carlomagno, parte del botín de sus incursiones por las tierras de al-Ándalus. Los francos habían fracasado en dominar Zaragoza y Pamplona, y eso otorgó a Alfonso II un lugar político definido. No habría una Marca Hispánica occidental, sino algo parecido a un rey astur. La experiencia de Roncesvalles y el reconocimiento de Alfonso II determinaron que Carlomagno concentrara sus esfuerzos en los territorios del Pirineo oriental, menos integrados en el emirato cordobés, sin pobladores díscolos como los vascones y con más presencia goda. Y así, en el año 785, Carlomagno aceptó la rendición de Girona. Poco después de la muerte de Abderramán I, hacia el 797, el nuevo valí de Barcelona viajó hasta Aquisgrán para solicitar de nuevo ayuda al soberano franco contra el emirato de Córdoba, ya bajo Al-Hakam I, a cambio de ofrecer la ciudad como aliada de Carlomagno. Consciente de las indecisiones de estos poderes de frontera, Carlomagno tomó la ciudad y dejó ver su ideal geoestratégico: establecer la frontera en el Ebro y controlar toda la Hispania Citerior. Sin embargo, la incursión sobre Tortosa fracasó y se tuvo que dejar la frontera en el río Llobregat.
Los nobles godos orientales que no se habían integrado en el poder musulmán, reunidos en la Septimania, fieles a los francos, ejercieron su poder como delegados de los reyes carolingios en la Marca. El territorio que se extendía al norte de Barcelona quedó dividido en condados, respetando las demarcaciones ya previas, ordenando las poblaciones tribales bajo el control de una autoridad central o comite dependiente del rey franco. Es necesario observar la coincidencia del condado, e incluso las subdivisiones en pagi, con demarcaciones tribales. Sin embargo, más decisiva fue esta división misma en unidades administrativas claras bajo la doble dirección de condes y obispos, al modo franco.1 Mientras que en el alto Ebro y en las tierras de la Bardulia y Álava no había unidades de tierra identificables, la Marca Hispánica configuró núcleos políticos que dominaban una tierra definida, organizada, estabilizada, con poblaciones diferenciadas. Importante fue la dependencia eclesiástica de la vieja capital goda de Narbona. Y más importante todavía, que la Marca Hispánica no tuviera una autoridad unitaria, un marqués, un gobernador general con poder sobre todos los condados. De este modo, sin autoridad política ni eclesial unitaria, la Marca Hispánica fue una solución de urgencia, funcional para el Imperio carolingio y flexible para la estructura de poblaciones tribales pirenaicas y para ciudades como Girona y Barcelona. De este modo, aunque los musulmanes presionaran a Girona hacia el 828, la tierra ya no fue recuperada por el poder islámico. Es muy significativo que los diplomas de los reyes francos hacia el 844 hablen de «gothos sive hispanos» para referirse a los habitantes de Barcelona. Posiblemente de Gotholandia proceda la denominación de Cataluña. Nada parecido habría podido hacerse en las tierras de los vascos.
1. Tenemos los condados de Conflent, Cerdaña, Rosellón, Vallespir, Peralada, Ampurdán, Besalú, Osona, Sobrarbe, Ribagorza y Barcelona.
LA CENTRALIDAD DE PAMPLONA
Para comprender la situación de la frontera pirenaica nos queda reconocer que los musulmanes mantuvieron su dominio en un sitio tan al norte como Boltaña, en el Sobrarbe. Estos territorios de los Pirineos centrales no se estabilizaron como los condados orientales. Por lo demás, la tierra de Ainsa y los valles limítrofes eran controlados desde Huesca, una gran ciudad musulmana. Para entender esta evolución del Pirineo central es sumamente importante comprender lo que sucedió en Pamplona después de ser arrasada por Carlomagno. Pamplona había sido uno de los condados que se había opuesto a la elección de Rodrigo como rey, y su gobernante godo se entregó por pacto al nuevo poder para ser reconocido como conde (qumis), señor o incluso príncipe de los vascones (amir de los bashkunish, según dicen las fuentes árabes). Configuró así un protectorado tributario, aunque a veces tuvo que imponerse de forma violenta sobre los pobladores de la zona. Tras la destrucción de Carlomagno, la inestabilidad de la ciudad fue constante. Durante diez años hubo un control franco, que no perduró más allá del 816. Luego, se volvió al estatuto pactado desde la invasión musulmana, y eso es lo que logró Íñigo Arista (o Eneko Aritza).
Entonces se proyectó sobre ella la influencia de la nobleza goda islamizada bien instalada en la ribera del Ebro, desde Tarazona hasta Calahorra, el clan de los Banu Qasi, uno de cuyos miembros medió en los pactos de Pamplona con el dominio islámico y usó de esa influencia para imponerse en la línea de ciudades de frontera hasta Zaragoza. Así que desde el 850 hasta el 900, Pamplona fue un poder semicristianizado sometido al islam, con influencia sobre la ribera del Ebro y con la aspiración de vincularse a los linajes principales de las tribus vasconas. Que era un territorio que se mantenía en parte cristiano se sabe por la estancia de Eulogio de Córdoba en los valles de Salazar y del Roncal hacia el 848. Un sistema de rehenes, que se instalaban en Córdoba, permitía no solo garantizar el pago de tributos, sino también mezclar las sangres pamplonesas y andalusíes, sobre todo mediante entrega de hijas nobles a los herederos de los emires cordobeses. Así evolucionaba Navarra cuando llegaba al final de su reinado la figura de Alfonso II. En un momento en que la posibilidad expansiva del islam hacia Aquitania no era muy alta, Pamplona se convirtió en una ciudad de frontera en la que se podía comerciar bien entre el norte cristiano y el sur islámico. Esto le dio su importancia y su centralidad.