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COVADONGA

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Ante el avance de los musulmanes, los godos resistentes se dispersaron y muchos debieron huir hacia el norte. Pequeños grupos de godos fieles a Rodrigo llegaron en su huida a través de Toledo hasta la cornisa cantábrica y pirenaica. Algunos regresaron a Amaya y Astorga, lugares fuertes. Puede que Pelayo dirigiera uno de esos grupos y que viajara hacia el norte porque su zona de influencia familiar fuese Astorga. Tariq, el general musulmán, llegaba a estas zonas en el 713 para ultimar su conquista. Al parecer, hacia esa fecha, y ante Tariq, Pelayo se había integrado en las estructuras de poder musulmán y se le debió reconocer el gobierno de las tierras que se ordenaban desde Astorga. En este mismo sentido, se debió pactar un estatuto de gobierno en Orihuela, en Mérida, en Sevilla, en Córdoba, en Zaragoza, donde su conde Casius mantuvo la ciudad bajo su control, se convirtió al islam y dio origen al linaje de los Banu Qasi. No hay constancia de que los otros godos replegados en el norte se convirtieran al islam. Los Banu Qasi, por el contrario, se cruzaron con matrimonios árabes ya en la segunda generación.

Hacia el 714, el caudillo Musa se embarcó para entregar la nueva tierra de al-Ándalus a su califa. Un historiador árabe fiable, Ibn al-Qutiyya, descendiente de godos witizianos, en el siglo XII, recuerda que con él marcharon «cuatrocientos hijos de reyes» godos, dispuestos a jurar fidelidad al califa Suleymán. Se trataba de legalizar lo que había sido una campaña no oficial de conquista y de garantizar los patrimonios de los aliados godos. En efecto, Hispania no había sido tomada bajo declaración de yihad o guerra santa. Todavía en la fase expansiva del islam, el califa aceptó los pactos, no sin resistencia. Pero su sucesor, Umar, cambió la política. Insensible a las realidades occidentales, deseaba abandonar Hispania y concentrarse en el asedio de Bizancio. En todo caso, Umar acusó a Musa de no respetar la reserva de la quinta parte de las tierras fiscales debidas al poder califal, no vio bien la conquista pactada y endureció las condiciones acordadas en la capitulación. Esto afectaba sobre todo a los estatutos de los propietarios godos, todavía cristianos pero protegidos, y de los propios conquistadores bereberes. Este cambio generó malestar por doquier. Según todas las fuentes, hasta alrededor del 718 la imposición fiscal había sido moderada, los obispos urbanos ofrecían el censo de los dhimmíes o cristianos protegidos y servían de intermediarios con las autoridades islámicas. Con Umar, y todavía más con el nuevo califa Yazid II al-Malik [720-724], las cosas fueron a peor y se impuso la doctrina de que las tierras de al-Ándalus eran infieles, por lo que todos sus propietarios debían pagar como tales.

Cuando el califa exigió que los andalusíes fueran tratados como conversos o infieles protegidos, elevó el impuesto al 30 por ciento. Lo más probable es que en algún momento del reinado de Umar se quisieran hacer efectivos los nuevos tributos. Se sabe que Pelayo, antes de su rebelión, viajó a Córdoba, donde quizá se enteró de que los impuestos se habían incrementado. Si esto fue o no suficiente para provocar la rebelión, no se sabe. En todo caso, hacia el 718 es probable que tuviera lugar una rebelión. En ese caso, es fácil que Pelayo huyese desde Córdoba hasta Astorga y que, presionado, fuera retrocediendo desde su ciudad hasta el refugio en las paredes de los Picos de Europa. Perseguidos por un destacamento de los jinetes islámicos, quizá muchos se reunieran en las cuevas más inaccesibles y sagradas. Una de ellas pudo ser Covadonga.

De atender a las fuentes musulmanas y asturianas más antiguas, la escena no deja lugar a dudas. Fue un momento de ruptura de estatutos, pero todavía se le ofreció a Pelayo una oportunidad de pacto. Los actores de esta escena se conocen bien. Ante Pelayo se sitúa un general, Alqama, socio de Tariq, el vencedor de Guadalete. Con ellos va ni más ni menos que un obispo católico, don Oppas, hijo de Witiza, uno más del nutrido grupo de los que habían abierto las puertas de las ciudades al islam. No es un sometido, sino un aliado cristiano de los musulmanes. Este don Oppas se dirige a Pelayo, a quien con seguridad conoce, y le exige que cumpla los compromisos pactados. Una crónica lo llama confrater de Pelayo. El obispo, por su parte, promete que se atendrá a su parte del trato, la entrega a Pelayo de sus tierras. Este es el sentido de la exhortación del obispo que nos describen las crónicas. Pertrechado con un puñado de fideles, quizás acorralado y sin salida, Pelayo hace caso omiso de la exhortación del obispo. Escondidos entre los bosques que rodean Covadonga, los astures observan la escena.

Se ve que Oppas quiere salvar un pacto que Pelayo pone en peligro. Esta es la prehistoria del encuentro. Un noble godo que ha pactado su estatuto lo rompe. Si se tiene en cuenta que las tierras en aquellos parajes son inhóspitas y los astures rebeldes, su situación es desesperada. En el cálculo que debió de hacer Pelayo, elige ganarse la confianza de los hombres de la tierra e indisponerse frente a un poder imprevisible. Esta apuesta por los hombres de la tierra es la decisiva. En todo caso, el gesto de resistencia de Pelayo le debió de valer la confianza de la gente astur y le aseguró algún tipo de jefatura sobre ellos. Alguna crónica posterior dice que lo nombraron rey en una reunión o concilium. Fue una primera unión entre grupos tribales astures, jefes godos y emigrantes del sur. Las fuentes hablarán de «cristianos y astures». Esta alianza con los astures enemigos era un escándalo para los obispos cristianos como Oppas, para los godos islamizados y para los jefes islámicos.

Ahora se puede entrar en la escena bélica. En la deliberación de Oppas con Pelayo, se debe de producir un ataque por sorpresa y Alqama muere. Tras unas escaramuzas, los caballeros musulmanes, ya sin jefe, se impacientan. Dada la verticalidad del blanco, las flechas de los musulmanes no llegan a su meta, sino que caen de nuevo sobre ellos. Los caballeros islámicos no se sienten seguros. Grupos de astures merodean ocultos en los bosques y de forma oportunista atacan a la tropa islámica. Inquietos, sus jefes se dirigen al obispo y le exigen abandonar el campo. ¿Qué importancia tienen estos ladrones? «Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?», escribieron las fuentes musulmanas. Eran «unas gentes que iban desnudas como bestias».

Y en realidad eran insignificantes. Los cristianos cultos de Toledo, por su parte, no tenían noticias de ellos. Para los cristianos anteriores al año 750, tampoco hay poderes hispanos cristianos. Solo hay francos, bizantinos y musulmanes. Astures y vascones no cuentan. Todas ellas eran realidades lejanas para un mozárabe. Jamás se le habría pasado por la cabeza a un toledano que las fuerzas arcaicas que habían resistido todo lo que significaba Hispania desde los romanos, ahora la representaran. Hispania eran ellos, los habitantes cristianos de al-Ándalus.

Sin embargo, los pocos godos de las montañas norteñas, desde la Galicia occidental hasta las tierras vascas, portaban una idea de poder. Con mayor o menor fortuna, esos nobles godos, como Pedro, duque de Cantabria, o el propio Pelayo, transmitieron una forma de liderazgo a las tribus norteñas. Lo hicieron mediante pactos familiares que vincularon las castas destacadas indígenas a los nobles godos con aspiraciones gubernativas. Fue un nuevo sistema de integración familiar. En el caso del norte de la muy romanizada Tarraconense, sus nobles godos se refugiaron más allá de los Pirineos y entraron en contacto con los poderes francos de la Galia del sur.

Para la óptica musulmana, lo importante era controlar los pasos hacia el norte franco por la costa catalana y los valles vascos. Su aspiración era dominar la parte sur de la Galia. La mayoría de los nobles godos supervivientes estaban con ellos y mantenían la influencia social en tierras y ciudades. La cornisa cantábrica quedaba lejos del paso por el Bidasoa y era despreciable porque solo llevaba a un mar oscuro y agitado. No iba a ninguna parte. El interés musulmán era adentrarse en las ricas tierras de la Aquitania y de la Galia romana. Y eso es lo que hicieron. Hacia el 722 llegaron a Burdeos. Buscaban el mítico tesoro de la iglesia de San Martín de Tours. Solo en el 732 fueron detenidos en Poitiers, por una alianza de aquitanos y francos, en una batalla en la que las fuentes hispanas hablan de un enfrentamiento entre «europenses» y semitas.

Las crónicas musulmanas confirman que sus autoridades se habían hecho con Álava y Pamplona hacia el 738, y reconocen que «no quedaba una alquería sin conquistar, excepto la Peña». Todavía nos dicen que allí seguía «Pelayo, con trescientos hombres», un poder del que se confiesa que «no pueden hacer gran cosa». A las autoridades musulmanas se les presentaba el mismo problema que ya había tenido Octavio César Augusto siete siglos antes, o Rodrigo, siete años atrás; pero ahora aquellos dirigentes tribales podían reunirse en concilium, una forma más abierta de organización. En todo caso, esos hombres no eran hispani. Para los andalusíes y para los astures, este gentilicio se reservaba para los mozárabes. Sin embargo, en ese concilium se acogía a esos hispani, vinieran de donde vinieran. Esta novedad fue suficiente y resultó formidable. Alentó la emigración, aumentó el número de refugiados y atrajo a gente al pequeño núcleo de las cuevas norteñas.

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