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TIERRA DE CAUDILLOS

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La tierra al oeste de Pamplona, la naciente Castilla, también se fue configurando bajo la forma condal. Sin embargo, ahí el control directo de la tierra no se hizo con castra, sino con burgos. Mientras que en las tierras del norte del Duero, hacia el occidente, los castros se dispersan y se multiplican en unidades fiscales de tierra cada vez menores, hacia el solar castellano las necesidades de una guerra continua imponen una evolución condal unificada, capaz de articular la defensa de las líneas de burgos, sus repliegues, sus movimientos, sus ayudas. La sociedad leonesa y gallega se hace señorial hacia occidente, pero se militariza de forma intensa hacia las fuentes del Ebro. Impedir que la Tierra de Lara, Burgos, Álava y la Rioja se ordenaran de forma sólida y estable le costó mucho dinero al poder andalusí. Ese era el principal objetivo de las incursiones musulmanas de los veranos. Los cronistas musulmanes dicen que el olor de la tierra quemada, del humo y de la ceniza les era más grato que el ámbar y el almizcle. Sin embargo, las raíces de aquella tierra de castillos siguieron vivas. Sus habitantes se encerraban en los escarpados burgos que no podían ser conquistados más que con dedicación y esfuerzo de semanas. Con una retaguardia montañosa tan fuerte, los pobladores resistieron. Podían replegarse y hostigar a la retaguardia del ejército musulmán de regreso, al paso por barrancos y hondonadas. Las plazas fuertes de todas las tierras de San Esteban de Gormaz, de Sepúlveda, de Medinaceli y del sur del Duero, la Extremadura medieval, tan pronto la unidad del ejército de Almanzor se resquebrajó, pasaron a ser ocupadas intactas por los cristianos. Pero entonces tuvo lugar algo nuevo, de lo que el Poema de Fernán González da testimonio.

Conscientes por la guerra de la necesidad de dotar a todas esas tierras de un mando propio, que escapara de las veleidades de los condes leoneses y gallegos, los líderes de las familias castellanas organizaron un poder fuerte, que unas veces se inclinaba hacia León, y otras, hacia Pamplona. Pero eran ellos mismos, y ahí reside la visibilidad mítica del más célebre de sus condes, Fernán González. Mientras que en el occidente leonés los condes proliferan con los vizcondes y los señores de castros, en el oriente castellano los condados iniciales tienden a unificarse en uno, Castilla, cuyo jefe hacia finales de siglo X se llamará dux. La gente de la tierra, la que habla en el Poema de Fernán González, le llama cabdiello.

A pesar de todas las alternancias, los condes castellanos vieron que era preferible vincularse a Pamplona, primero porque era más rica y segundo porque tenía mejores relaciones con Córdoba. Desde luego, así pasó en tiempos de Fernán González. Pero con la muerte del hijo de Almanzor, al-Malik, dejó de existir una inteligencia capaz de pensar en la totalidad de la tierra de al-Ándalus. Entonces, los poderes se entregaron a la dispersión y configuraron el sistema más plural, complejo y extraño de relaciones políticas. Cuando la oleada almorávide pasó, las aristocracias urbanas andalusíes se hicieron fuertes en el gobierno de las ciudades y se proclamaron señores de ellas. Se trata del conocido sistema de los reinos de taifas. Esta palabra, taifa, designa la formación de un grupo o bando, por lo general vinculado por la sangre, dominante en un núcleo urbano capaz de controlar el territorio de alrededor. Todos los distritos urbanos de cierta entidad, desde Zaragoza hasta Almería, se declararon taifas en manos de familias notables, muchas de ellas conscientes de la procedencia de linajes godos islamizados, otras con linajes eslavos o bereberes de los jefes de la guarnición califal, que habían mantenido la fidelidad de la tropa.

Entonces se generaron las relaciones de poder más informes, luchando cada uno por aumentar su influencia tanto como pudieran. Incapaces de estabilizar el dominio general sobre lo que iba más allá de su distrito, permitieron a los condes norteños una capacidad de movimientos decisiva. Estos condes tenían tropas dispuestas y capaces de ser usadas para decidir en los frecuentes conflictos provocados por las relaciones entre las taifas. El inicio del sistema de taifas no fue aprovechado por ningún poder central cristiano. Coincidió con la dispersión de los poderes condales y aumentó la incapacidad de los reyes de León para imponer un sistema de gobierno eficaz. En estas condiciones, el conde más fuerte, el dux de Castilla, era el que mejores oportunidades tenía de moverse en una fronda compleja. Pero no hay que olvidar otra realidad: el conde de Barcelona, emancipado de sus dependencias francas, también tenía un amplio margen de maniobra.

No hay idea alguna de Reconquista en esta época. En ningún sitio aparece la idea de cruzada ni de guerra santa. Ahí se comercia y se lucha, y la guerra es una forma de actividad económica. Cada centro de poder gana tierras, ciudades, impuestos, botín y riqueza, y nadie sueña en componer un poder unitario. La unidad es la tierra en disputa, el terreno de juego en el que todos los actores se mueven sin inhibiciones. Hay unidad porque las actuaciones son comprendidas por todos y no se excluye a nadie, cristiano o musulmán, si es útil en un caso dado, pero nadie anticipa el paso siguiente. Tras cada actuación, todos los escenarios siguen abiertos. Aunque cada uno quiere aumentar su poder tanto como sea posible, nadie quiere que surja un poder unitario como el de Almanzor, capaz de cobrar impuestos a todas las ciudades.

Si puede darse un sentido a lo que significó el inicio del siglo XI, cabe decir que nadie quería volver al siglo X, con ese orgulloso poder califal cordobés. Cuando los jinetes almorávides de Yusuf ibn Tasufin asomaron por el Estrecho en el 1086, casi todos los que poblaban las tierras de la vieja Hispania o de al-Ándalus los vieron como enemigos. Espléndidos en sus ligeras monturas, no tenían rival cuando todavía no se disponía de la caballería pesada. Afortunadamente para todos, como había sucedido ya en el 1029, pronto se replegaban con el botín, su única idea real. Incapaces de gobernar de forma estable, a su paso debilitaron la sociedad andalusí. Para la sociedad cristiana eran una catástrofe pasajera más. Todos tenían una larga práctica de sufrimiento y resistencia y sabían esperar. Los primeros que deseaban que la furia almorávide pasara pronto eran los señores de las taifas.

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