Читать книгу Historia del poder político en España - José Luis Villacañas Berlanga - Страница 17
3 EL TAJO UNA SOCIEDAD PRIMARIA
ОглавлениеEl estado de dispersión en que Almanzor había dejado a los núcleos cristianos era provisional. Un proceso de integración era necesario y dependería de las fuerzas y las capacidades de cada actor. Hasta la fecha, las relaciones entre la tierra condal y los castra y burgos, los núcleos defensivos y poblacionales, eran discontinuas y desarticuladas. Por lo general, el conde dominaba sobre un conjunto de castra, y eso significaba que formaba su hueste con su gente. «Imperante», forma en que algún conde se titulaba, quiere decir que conduce la hueste. Por lo general, esto significa que organiza sus azes, unidades militares, cada una con su insignia, un emblema que con frecuencia dibuja una caldera y algún signo adicional en su centro, lo que indica que alrededor de esa marmita se reúnen los que comen juntos en la campaña. Esta es la comunión real que conocen estos hombres. Los condes hacen de la guerra una actividad lucrativa. Así, las huestes condales están en todos los bandos posibles, alquilándose como mercenarios según la ocasión. Con el rey, frente al rey, enrolados en las tropas musulmanas, siempre renuentes a usar contingentes bereberes, aparecen por doquier y operan sin sentido de fidelidad sacramentada.
Esta forma de organizarse de los condes produjo en los reyes leoneses una debilidad extrema. En realidad, los condes gallegos o leoneses son actores políticos que, cuando no alquilan sus tropas al soberano de Córdoba, luchan por los intereses propios frente al rey o frente a otros pares. Esta flexibilidad subyace al tiempo de Almanzor. Nadie se engañaba: la fidelidad jurada no existía, no había causa común que defender ni vínculo sagrado que respetar. Todos los pactos se rompían cuando no se garantizaban las pagas o el botín, cuando la caldera se quedaba vacía o cuando meramente se calculaba que iba a ser así. En suma, la hueste condal era bastante parecida a una hueste mercenaria. Incluso con su propio rey debía pactarse el botín y las prestaciones económicas, y ningún juramento de honor ataba la hueste a su capitán. Por mucho que, a la muerte de Almanzor, los monarcas leoneses comenzaran a renovar el viejo sentido del crimen de lesa majestad, previsto por el Fuero Juzgo de los godos para los traidores, nadie hacía mucho caso de estas innovaciones.
Al contrario, la evolución histórica iba en otra línea. Hacia el 1009, el conde castellano Sancho García entró en la mismísima Córdoba y logró algo formidable: un pacto o tratado con los poderes andalusíes por el que recibía la cesión de todas las fortalezas desde el alto Duero hasta Sepúlveda, pasando por Peñafiel, todas aquellas plazas conquistadas por Almanzor. Eran más de doscientos burgos que extendían el poder castellano hasta Berlanga del Duero. Por su parte, Ramon Borrell, conde de Barcelona en el 1010, entraba de nuevo en Córdoba para impedir que los bereberes se hicieran con ella, pero ahora como aliado del reyezuelo taifa de Tortosa. De este modo, Barcelona proyectó su influencia sobre el sur islámico. Hacia el 1050, el proceso de disolución del califato estaba ultimado, pero el paisaje político no era estable.