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UNA REVOLUCIÓN CULTURAL

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En este mar fluido de relaciones políticas, una constelación se dibuja en el horizonte. Es la de Alfonso VI (1047-1109), el protagonista de una historia casi bíblica. A la muerte de Fernando I, en el 1065, su primogénito, Sancho, se deja llevar por la pasión del poder y emprende una campaña para recuperar el dominio del padre. Su hermano menor, Alfonso, que ha cooperado con Sancho para eliminar a García y repartirse las tierras gallegas, es rasurado y condenado a la vida de monje en Sahagún, al modo de los godos. Sin embargo, escapa y se convierte en un paria intrigante en la ciudad que tenía que pagarle tributo, Toledo. Para los fieles hidalgos de Castilla como Rodrigo Díaz de Vivar, es un sospechoso. Todos recelan de su oportunismo de resentido. Mientras su hermano se hace con todo y sitia la lejana Zamora, nuestro héroe se refugia en un Toledo musulmán, un tanto alarmado y angustiado. Conviene hacerse una idea de la realidad de esa ciudad central, nudo de las relaciones comerciales entre el norte y el sur, el este y el oeste, la urbe diseñada sobre una idea peninsular, la capital visigótica. Ella, que desde los pasos de Despeñaperros pone en relación la Bética con la línea de ciudades prepirenaicas por la ruta hacia Zaragoza, vive tiempos de incertidumbre. El azar quiso que Alfonso conociera esas inquietudes de la taifa de Toledo desde dentro y que pudiera forjar las suficientes relaciones para darle a la ciudad garantías de estabilidad y de futuro.

Esa inquietud estaba relacionada con la inseguridad y la desconfianza de lo que sucedía en Badajoz —demasiado lejana de su centro protector, la Galicia sin rey— y de la solución que buscaban las élites de esta ciudad para separarse de los pagos de tributos a los cristianos, en un momento en que estos combatían entre sí. Como siempre, se trataba de llamar a los almorávides. Al final, Toledo comprendió que podría seguir como estaba más fácilmente bajo los poderes cristianos que bajo el control de los almorávides que se cernían sobre el Estrecho, dispuestos a dominar de nuevo al-Ándalus con un poder férreo y unitario. Así se llegó a un acuerdo en el 1085. Toledo pasaba a estar protegido por Alfonso, a quien al fin y al cabo pagaba tributos, y el dirigente de la ciudad, el nieto de su amigo Al-Mamún de Toledo, fue desplazado al gobierno de Valencia, parte de la taifa toledana en aquel tiempo. Toda la frontera de taifas centrales se recompuso. Toledo no fue conquistado. De la misma manera que habían pasado a control musulmán por negociación, ahora pasaban por pacto a control de Alfonso, y sin parias. Toledo se convirtió en la reunión de cuatro comunidades, con su propia ley: la mozárabe, la musulmana, la judía y la nueva de los castellanos.

Sin un cambio real, de ser dueño de parias, Alfonso pasó a ser el señor de la ciudad. Como señor cristiano se asomó al Tajo mucho antes de que nadie se asomara al Ebro medio. Toledo se sometió a los reyes del norte antes que Jaca o Huesca. Se puede suponer que no significó una toma de tierras. Muchas ciudades y castillos entre el Duero y el Tajo seguían bajo sus antiguos señores. Nadie tenía poder para alterar las poblaciones o intervenir en una colonización. El Toledo cristiano fue un oasis.

El talento diplomático de Alfonso merece un reconocimiento. Su inteligencia le hizo ver que los cristianos hispanos eran menos odiosos para muchos andalusíes que los almorávides. Sin embargo, no se puede evitar identificar una indecisión en su vida. Siguiendo la estela de su padre, deseó vincularse a los prestigiosos modelos aristocráticos europeos, y las negociaciones matrimoniales dejaron claro su interés por fortalecer esos vínculos. Sus aspiraciones iban desde emparentar con el rey Guillermo el Normando, con cuya hija deseó casarse, hasta desposarse con Inés de Aquitania. A la muerte de Inés, Alfonso se dirigió a Borgoña para encontrar esposa, iniciando con ello una relación internacional fecunda y duradera. Así, el rey casó en el 1079 con la princesa Constanza, bisnieta del rey Hugo Capeto. Desde ese momento, la suerte de Hispania no puede entenderse sin esta relación internacional, que tendrá repercusiones revolucionarias. La hija de este matrimonio, Urraca, volvió a casar con un noble borgoñón, Raimundo. Como se verá, la nobleza de Flandes y de Borgoña no iban a dejar escapar un vínculo internacional tan decisivo, que obtenía importantes beneficios del comercio entre el mundo musulmán y el mundo europeo. Pero al mismo tiempo, frente a las aspiraciones de Gregorio VII, que pretendía la jurisdicción sobre la Península —cosa que logró con Sancho Ramírez de Aragón (1043-1094), que viajará a Roma y le prestará juramento—, Alfonso VI se proclamó «imperator totius Hispaniae». Sin embargo, esta superioridad sobre «todas las naciones de Hispania» no impide que fortalezca las relaciones con Cluny.

Esta alianza implicó una presión fuerte e intensa para europeizar los dominios de Alfonso. La liturgia goda o mozárabe, que había sobrevivido bajo dominio musulmán, era un obstáculo demasiado fuerte para que las princesas borgoñonas se sintieran en casa. Los obispos mozárabes eran para ellas extraños, poco latinizados, y difícilmente podían confiar en ellos para sus atenciones espirituales y sacramentales, altamente ritualizadas. Desde el punto de vista cultural, una ciudad como Toledo, muy islamizada, con una intensa comunidad judía, le era enojosa a esas princesas acostumbradas a la liturgia romana, según la forma de Cluny, con su nueva comprensión de la música y de la participación del coro en la liturgia. La presión por dotar a las nuevas sedes con obispos francos fue muy intensa. Estos, a su vez, desearon atenerse a su propio sentido litúrgico, la clave más profunda de su sentido de lo sagrado. Los libros y objetos de culto mozárabes comenzaron a ser despreciados e incluso quemados. Las nuevas fundaciones de monasterios al estilo de Cluny, completamente ajenas a la multitud de fundaciones realizadas al estilo mozárabe, se impusieron. El derecho canónigo comenzó a cambiar y con él las formas en que se mantenía el régimen de la tierra de los lugares sacros y las rentas debidas a las iglesias. El feudalismo eclesiástico comenzó a generalizarse. Era la vida entera del pueblo hispano la que debía cambiar con aquella decisión por Europa, que hacía fluir el oro de Hispania hacia la lejana tierra de Borgoña a cambio de sus princesas, estilo y prestigio.

Los cristianos mozárabes no quedaron contentos. Las reacciones populares a ese catolicismo nuevo, romano, sin raíces, fueron intensas en Toledo, la heredera de la Hispania goda, la cuna del mozarabismo, eso que Roma llamaba con desprecio la superstitio toletana. El nuevo cristianismo que traían los aliados francos era para ellos extraño y, en un momento en que los almorávides presionaban, se comprendió que no era el momento de alterar el estatuto de las religiones. Quizá por eso, en los años finales de su reinado, Alfonso dio un giro muy brusco en su forma de entender la realidad hispana, esa indecisión radical a la que me he referido. El rey casó con Zaida, una princesa musulmana. Las crónicas de los monasterios, como el de Nájera, solo hablan de que era su concubina. De lo que no cabe duda es de que el hijo de esta musulmana y de Alfonso fue declarado heredero. Si estos hechos obedecían a un plan para mantener un dominio sobre comunidades plurales, como en el fondo sucedía en Toledo, no se sabe con certeza. Lo que apenas puede dudarse es que las realidades que se estaban acumulando sobre Castilla, con la incorporación de Toledo, iban en direcciones distintas.

La presión europea caminaba hacia una homogeneidad católica, con toda la fuerza de la acción convergente de Cluny y Roma. La presión almorávide hacía regresar el islam hacia una versión más rigurosa y menos dada a la tolerancia. Así, las indecisiones de Alfonso entre una cristiandad europea y un islam andalusí nos parecen específicamente hispanas. Eran fruto del dilema entre mantener una realidad social compleja bajo un dominio político dual, islámico y cristiano, con todas las flexibilidades necesarias, o cambiar las realidades culturales y sociales andalusíes con el apoyo europeo, para hacer único el dominio de los cristianos. Pero en este último caso, la base cultural y étnica de las poblaciones cristianas mozárabes e islámicas tendría que cambiar, y esto no resultaría fácil ni en un caso ni en otro.

En efecto, las realidades hispánicas, cristianas o andalusíes, estaban amenazadas por evoluciones traumáticas. Pero si se apostaba por continuar la formación cultural mozárabe, Alfonso debería perder la conexión europea. Si seguía vinculado a la nobleza europea, entonces era preciso cambiar el sentido del cristianismo castellano y leonés. En suma, la cristiandad mozárabe solo podía salvarse junto con el islam andalusí. De otro modo, las dos culturas perecerían juntas. Las indecisiones de Alfonso testimonian que no era completamente inconsciente de esta negra perspectiva.

En todo caso, los cambios litúrgicos sumieron a los habitantes de la franja cristiana en el desconcierto y en la sensación de inseguridad. El caos que iba a producir este asunto no tiene nombre. El cristianismo mozárabe había crecido en monasterios al norte del Duero y en Toledo, León, Zamora y Santiago. El romano estaba presente en Navarra y en Cataluña. Por toda Castilla, el cristianismo mozárabe monacal era muy diferente de la religión de la hueste. Nada hay de cristiano en el Poema de Fernán González. Poco habrá en el Cantar de Mio Cid y será borgoñón. Tras la vinculación con Cluny, el catolicismo franco era un poder en la corte que se desplegaba por frailes, monasterios, obispos y consejeros, con sus libros y sus ritos. La corte de Castilla estaba feliz de incorporar formas francas prestigiosas y renovadoras, pero había un abismo entre esta religión de corte y la propia de la gente sencilla. Una dualidad crecía en el fondo de la estructura castellanoleonesa cristiana, una dualidad entre las formas culturales francas cortesanas y las formas mozárabes populares de cultura. El mejor ejemplo de esta dualidad está en el Cid, una figura conformada por las dos culturas, con la doble versión del Poema y del Cantar. También se observa la misma dualidad en los villancicos tomados de los musulmanes, frente a las formas cultas en latín o en ese romance latinizado que pronto se verá en el Poema de Almería. Esa dualidad rompería traumáticamente la relación adecuada entre los pueblos y las élites. La época de Alfonso VII saldría asombrada del caos que produjeron las indecisiones de los últimos años de su abuelo, Alfonso VI. Pero antes debería suceder el tiempo de la confusión más profunda, la época de Urraca, que vio emerger el caos por toda la tierra castellana, disputada entre la nobleza gallegoborgoñona y la castellanoaragonesa.

Historia del poder político en España

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