Читать книгу Historia del poder político en España - José Luis Villacañas Berlanga - Страница 16
LA CARRERA DEL LEÓN
ОглавлениеFue entonces cuando Córdoba, sin percibir peligro alguno al norte, pensó en tomar el litoral de África y dominar los territorios bereberes. Mientras el poder cordobés se mantuviera intacto, ese elemento bereber habría sido una fuente de estabilidad y, de hecho, lo fue durante un tiempo. Sin embargo, tan pronto la sociedad cristiana se enteró de que la Armada cordobesa había pasado el Estrecho, se lanzó a la ofensiva, con la idea de recuperar el enclave de Gormaz. Este hecho indicó que la dispersión de las tierras leonesas y castellanas era solo provisional y que por debajo bullía una inmensa vitalidad. Cuando tomó el poder Almanzor (c. 938-1002), comprendió que debía arruinar esa energía y se propuso que el poder cristiano regresara a la línea norte del Duero. Al frente de una hueste donde ya abundaban los bereberes, en el 979 tomó Sepúlveda. Con una extrema intensidad, Almanzor realizaría después una cincuentena de incursiones, en las que tomó desde León hasta Barcelona, y llegó a Santiago de Compostela en el 997.
Lo que más nos sorprende de ese relato es la reverencia ante lo sagrado. Todo se destruye, la ciudad, las iglesias, los palacios, todo excepto el sepulcro del obispo de Jerusalén, del amigo del profeta de Nazaret, a cuyo alrededor Almanzor dispone una guardia.
En Santiago, Almanzor no encontró a nadie más que a un monje sentado junto a la tumba, al que preguntó por qué estaba allí. «Para honrar a Santiago», respondió el monje. El vencedor dio orden de que lo dejaran tranquilo.
Resulta impactante el sentido dramático de la escena. El monje es el testigo para que la historia circule entre los cristianos, para que todos, tras la destrucción, puedan conocer la generosidad del gran Almanzor. Y circuló. Almanzor era visto por todas partes, se le dotó de las propiedades de los demonios, aparecía con diversos aspectos, y todavía dos siglos más tarde, el obispo Lucas de Tuy, en su Crónica de España, se hacía eco de sus leyendas, en las que siempre aparece con el aspecto del favorito de Satanás.
La finalidad de esas incursiones hacia el norte muestra el punto débil de la sociedad de al-Ándalus. Nosotros estamos inclinados a mirar el mundo desde Europa y entonces al-Ándalus aparece como un rincón de frontera que debe pasar a otras manos. Córdoba tenía otra percepción. Para ella, el centro era Oriente y la frontera del mundo bárbaro se encontraba en las ciudades prepirenaicas y en el lejano Duero. Y como todas las fronteras, era una reserva de seres humanos que podían ser cazados en la guerra. Almanzor no quiere hombres. A todos les da muerte. Las mujeres y los niños son su botín. Las crónicas musulmanas son puntillosas en este sentido. Una y otra vez nos dicen los miles de cautivos que vienen a Córdoba. En la aceifa de Simancas más de quince mil, en la de Barcelona sesenta mil, en la de Zamora cuarenta mil. Su intención es biopolítica: que la sociedad cristiana no produzca seres humanos. El desarraigo que generó esa práctica de guerra puede imaginarse. El espanto hacía huir a las poblaciones. Nadie estaba en el mismo sitio tras el paso de Almanzor.
Las tierras de Castilla al norte de Sepúlveda y todas las tierras leonesas al norte del Duero quedaron desoladas. Y sin embargo, en esta estrategia Almanzor no fue consecuente. Al final de su vida, cansado de una actividad frenética y perenne, comenzó a dejar guarniciones musulmanas en los castillos y en los pequeños núcleos encastillados. En lugar de crear un desierto, forjó un centro administrativo musulmán en la línea del Duero. Pero sin bases cercanas, sin ciudades, sin poblaciones propias, sin el clima benigno del sur, esas unidades administrativas no podían durar mucho. Los cronistas nos dicen que al final de su vida Almanzor lamentó su error. En Medinaceli, a las puertas de la muerte, habría confesado que se había equivocado al unir aquellas tierras al «país de los musulmanes». Tenía que haber puesto entre al-Ándalus y los cristianos norteños diez días de marcha a través de desiertos, de tal modo que quien quisiera cruzarlos llegara hecho jirones. Al mantener los núcleos administrativos, había dejado puestas las bases para que los cristianos los ocuparan tan pronto él faltase. Una aguda conciencia subyace a este lamento, la que reconoce la tremenda vitalidad de una sociedad que pronto se iba a recomponer de la irrupción de un ciclón. Los propios poetas musulmanes no podían dejar de pensar en Almanzor con los caracteres de lo pasajero. De este personaje grandioso y fugaz dijeron: «He visto cómo tú has hecho caer una estrella y fui testigo de que hablaron de tu carrera de león».
Al paso de Almanzor, las tierras de Galicia, León, Castilla y Cataluña estaban más divididas que nunca. Los condes se titulaban «imperantes» y nadie respetaba la figura de unos reyes que se habían sometido muchas veces al caudillo cordobés. Con una firme voluntad de distinguirse, el conde de Castilla comienza a llamarse dux. Su política es tan autónoma que se aliará con el hijo de Almanzor para arrasar Barcelona en el 1004. Y en efecto, si al-Malik hubiera vivido más tiempo, habría sometido a los poderes cristianos a una presión disolvente. Como dijeron los cronistas, Almanzor se sentía orgulloso de transferir a su hijo «un más que suficiente cúmulo de impuestos para robustecer tu posición con el dominio del ejército y del fisco». Y así fue durante un tiempo, pues llevó la destrucción más allá del padre, hasta Sobrarbe, Roda y Clunia. Pero una enfermedad coronaria acabó con él y quedó claro que nada de verdad unía a la hueste musulmana. El califa Hisham no logró imponerse. La nobleza andalusí lo depuso y la guerra civil estalló por doquier. Los condes cristianos, con sentido de la oportunidad, pactaron cada uno con los viejos generales de Almanzor para derrotar a los odiados bereberes. Así lo hizo Ramon Borrell y Armengol de Urgell, o Sancho García, el castellano. En el 1010, una confederación de cristianos estaba cerca de Córdoba, intentando derrotar a los bereberes. El conde de Urgell perdió la vida en esa acción. Cada conde buscó los despojos que pudo del dominio musulmán. La sociedad cristiana se expandió como un resorte y ocupó todos los centros administrativos de Almanzor.
A la postre, al-Ándalus se había mostrado como una sociedad frágil, incapaz de mantener un sentido poderoso de la guerra. Al entregar su defensa a los jinetes bereberes puso su arma en gentes odiadas por los andalusíes. Esta fue su mayor debilidad. Los poderes cristianos se aprovecharon de ella. El pueblo andalusí se vio inmerso en conflictos internos que solo podían decidirse con una fuerza militar externa. Así entraron en la Península las primeras oleadas de almorávides hacia el 1015. Venían a fortalecer a sus familiares en apuros por los disturbios cordobeses. Pero sin grandes compromisos con la tierra, desestabilizaron las aristocracias urbanas de al-Ándalus en una política ansiosa de botín y de rapiña. Alejados del sutil refinamiento del califato, incapaces de comprender el islam sui generis que se había forjado en la tierra de al-Ándalus, dotados de una cultura mucho más ruda y primitiva, incapaces de comprender la elegante poesía y la compleja ciencia, los bereberes asolaron de nuevo la Península y lograron el sueño secular de tomar Tolosa hacia el 1027. Su victoria, sin embargo, hacía más daño a sus propios correligionarios que a los raídos núcleos de poder cristianos. Como una maldición, la primera oleada de almorávides mostró que al-Ándalus no podía aspirar a disponer de una fuerza militar propia. Debía elegir entre ser protegido por los cristianos del norte o por los bereberes del sur. Ambas soluciones lo condenaba como sociedad y como pueblo.