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SÍMBOLOS EN ASTURIAS

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Como se dijo antes, los francos privilegiaron el poder de Alfonso II de Asturias porque no habían logrado establecer una marca en los Pirineos occidentales. Fue entonces cuando Alfonso pasó la sede de su dominio a Oviedo, e intentó hacer de ella una ciudad, con la voluntad de separarse de Toledo, la capital goda entregada al islam. Todo su programa simbólico está canalizado por la reactivación de la dualidad entre la ciudad de Dios y la de los hombres. A pesar de esta diferencia, estas dos ciudades tenían que ser mantenidas en contacto a través de la Cruz. El hecho de que un caudillo se enterrara en una iglesia de su fundación era algo nuevo y representaba una conexión mayor con el mundo cristiano. Pero Alfonso II hizo algo todavía más importante. Asumió lo que, al parecer, ya comenzaba a caracterizar el núcleo dirigente de Pravia, la identificación de Santiago como pastor y caput del rebaño de Hispania. De este modo, Alfonso se vinculó de forma intensa al Himno que Beato de Liébana habría escrito sobre el Apóstol. Esta decisión estuvo acompañada de otra, en principio independiente, pero convergente en sus poderosos efectos.

Alfonso vio que era preciso corregir el desequilibrio entre los linajes de Álava y los de Pravia y Galicia. Para ello, se embarcó en una doble política. Primero, desvió a cuanta gente hispana pudo hacia Galicia, renovando las viejas sedes episcopales, como la de Iria, donde colocó a Quendulfo, a quien ordenó colaborar con el conde Aloito, al modo franco de la unión de un conde y un obispo como delegados del rey; un problema que no había sabido resolver el reino de los godos. Pero además de esto organizó a las élites gallegas en un bando propio que tuvo su centro de operaciones en Lugo, donde instaló otro obispo. En la parte oriental alavesa Alfonso hizo algo parecido instalando condes. Pero allí no había obispados y por eso no pudo organizar la doble administración militar y religiosa. Famoso fue el conde de Álava, que aparecerá en los diplomas ya en el 852 y que en el 883 tendrá un nombre mítico: Vela Jiménez. Como se ve, Alfonso intentó ordenar su poder de forma parecida a la Marca Hispánica oriental. Carente de un poder religioso adecuado, solo pudo restablecer algunos obispados antiguos en la zona de Galicia. Álava no tuvo obispados.

Con ello, Alfonso II configuró una hueste confederada: por una parte, su séquito, formado por astures, cántabros y alaveses; y por otra, el bando de los gallegos, con sus líderes episcopales y condales. El símbolo unitario, por primera vez documentado, era la gran Cruz de los Ángeles, diseñada por el rey, en la que se leía: «Con este signo vencerás a los enemigos». Esta fuerza militar coincidió con un momento en que Abderramán y sus sucesores endurecían las condiciones de vida de los cristianos protegidos, y los obispos mozárabes de las ciudades aparecían como esbirros fiscales al servicio del islam. Los hispani emigrantes al norte aumentaron y, establecidos en los monasterios de la Liébana y en los valles santanderinos, se vieron como los verdaderos cristianos, los fieles al espíritu de resistencia que el Apocalipsis había inculcado en la mentalidad hispanogoda. En su glosa del comentario de Jerónimo al Apocalipsis, Beato lanza sus maldiciones contra los obispos de las ciudades andalusíes y defiende a los anacoretas que viven en los valles norteños, bajo una disciplina que invoca a san Isidoro. Frente a los obispos mozárabes, que han pactado con los poderes del Anticristo, los monjes esperan de verdad la venida de los ejércitos de los mártires cristianos que señalan el acortamiento de los días del final. En su forma de vida comunal, austera, mínima, familiar, dispersa por los campos, con abades rotativos, Beato identifica el verdadero cristianismo, el que confía en el Mesías que dirige los ejércitos de sus elegidos. Beato no escribió un libro militarista, ni un llamamiento a la batalla, sino más bien un manifiesto de resistencia. Cristo y los elegidos mártires pelearán por los que viven apartados de las ciudades. Los hombres perdidos en los monasterios no se mancharán las manos de sangre. Confían en el Señor. Pero denuncian la traición de los falsos cristianos que habitan en el confort de las ciudades del Anticristo y, sobre todas ellas, en Toledo, la rival del pequeño núcleo ovetense.

Todo se concretó en el descubrimiento del sepulcro de Santiago en el 814 bajo el episcopado de Teodomiro, un obispo godo. Este hecho aceleró la vinculación regia al nuevo patrón, que se convertía en un cuerpo hispanizado por la tierra que cubría su tumba. El rey y su séquito fueron los primeros en peregrinar al lugar en el que se había encontrado el sepulcro. Este hecho fortaleció los nuevos lazos entre la Iglesia astur y la franca, y orientó los flujos migratorios hispanos hacia el poniente gallego. La cabeza de Hispania marcaba el camino de los hispani que no deseaban seguir bajo el dominio musulmán. Ahora solo tenían que echarse a andar siguiendo la Vía Láctea para llegar a territorio amigo, lejos de los obispos cómplices de la desolación. Ese fue el sentido inicial de la peregrinación. De una manera u otra sirvió para mantener despejados y frecuentados a la vez los caminos desde Europa hasta la tierra hispana y desde todos los rincones de la tierra de al-Ándalus hasta Finisterre. Así fue como en el siglo VIII surgieron los dos mitos más poderosos de la Edad Media. Roncesvalles y Santiago aseguraban ese cordón umbilical que mantenía unidos a los europeos e hispani de todos los lugares. En todo caso, el resultado fue una imitación cristiana del islam. Al parecer, Ramiro intentó imponer a los cristianos hispani la obligación de peregrinar a Santiago, como el islam imponía el deber de peregrinar a La Meca.

En este contexto, las representaciones apocalípticas, en las que Beato había vuelto a educar a los cristianos norteños, permitieron la transferencia de la lucha de Cristo y el Anticristo hacia la lucha contra los musulmanes. Y de esta manera, hacia el 844, ya con Ramiro I (c. 790-850), sucesor de Alfonso, se pudo creer lo suficiente para ver al jefe de los ejércitos celestiales de los elegidos, según rezaba el libro del Apocalipsis, ahora ya bajo la presencia de Santiago, dirigir a las huestes cristianas en la batalla de Clavijo, justo en el momento en que los cristianos se negaban a pagar el tributo de las cien doncellas, la prueba radical de independencia. De ser un asunto de toma de botín, la guerra pasó a ser un episodio de ese escenario apocalíptico en el que luchaban las potencias divinas de Cristo (con Santiago) y el Anticristo, poderes igualados que usaban como instrumentos de combate el cuerpo de los seres humanos. La ciudad de la Tierra y la ciudad del Cielo se unieron así a través de la batalla en la que todos participaban. La cruz era el símbolo de la victoria, cuyo portador era Santiago, el capitán de los ejércitos de los elegidos en tanto que hermano de Cristo.

Historia del poder político en España

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