Читать книгу Historia del poder político en España - José Luis Villacañas Berlanga - Страница 14
UNA CIUDAD EN MEDIO DEL CAMINO
ОглавлениеLos territorios gallegos eran un callejón sin salida, mientras que los pasos pirenaicos llevaban a la rica Aquitania. Por eso, en estas tierras centrales de Pamplona, y desde allí hasta Bayona por el Bidasoa, estaban los verdaderos lugares de disputa y de poder. Y por eso, si en esta zona uno quiere diferenciar los territorios musulmanes y cristianos a finales del siglo IX mediante una línea clara, no la hallará. Nájera era un lugar de fundación musulmana, pero Albelda, en su retaguardia, ya era cristiana. El conde de Álava se aposentaba en Cellórigo, en un intento de rodear Nájera —acabaría tomándola—, pero por doquier hay una frontera porosa, caótica, donde todo es posible, el comercio y la guerra.
Toda esa tierra era de paso. A pesar de sus castillos, nadie podía evitar que un ejército de caballeros musulmanes la cruzara, la saqueara, protegiera sus caravanas para llevar sus sedas y sus lujos hacia la receptiva Aquitania, que pronto integraría formas culturales refinadas musulmanas. Para mantener ese tráfico, el poder que se alzaba en Pamplona era fundamental y por eso, desde muy pronto, ahí se verán hombres capaces de negociar con todas las partes y de mantenerse aliados de los musulmanes. A principios del siglo X, Pamplona era la capital de los vascones, pero estaba muy bien conectada con los viejos godos islamizados de la ribera del Ebro, los Banu Qasi y con el poder de Córdoba. Lo había estado a lo largo de casi todo el siglo IX. Su cristianismo era dudoso y no se conoce obispo de Pamplona hasta el siglo XI. La sede episcopal se desplazó a Leyre, un monasterio en medio de montañas. Los de fe cristiana más sincera e intensa se desplazaron hacia los valles al este de Leyre, hacia San Victorián y San Juan de la Peña, conectando por los valles del alto Aragón y Sobrarbe con gascones y otros grupos tribales no vascos.
La ciudad de Pamplona tuvo que pactar con estas realidades y eligió rey a Íñigo Arista, un fruto específico de la tierra, semivasco, semigascón, semiaragonés. El reino de Pamplona se fundó aprovechando las luchas de Carlos el Calvo con los otros reyes francos. Se sabe que para la elección del caudillo de Pamplona no era necesario ser cristiano. Las alianzas con los caudillos cristianos de Asturias eran castigadas por los Banu Qasi, como sucedió hacia el 860, cuando el joven Fortún Garcés fue apresado y mandado como rehén a Córdoba. Los núcleos condales más orientales, desde Sobrarbe hasta Pallars, servían de refuerzo de Pamplona en los momentos en que Córdoba se disponía a la batalla. Hacia el 905 se hizo con el poder Sancho I Garcés, con el apoyo de Alfonso III, desplazando a los muladíes emparentados con vascones del estilo de Fortún Garcés. Esto permitió a Sancho algo antes imposible: mantener una buena relación con los poderes de Oviedo. La operación conjunta de los núcleos cristianos era hacerse con las tierras de los Banu Qasi de Tarazona, Tudela y Calahorra, que así se vieron obligados a entregar su relativa independencia a Abderramán III. Esta operación dejaba claro que el objetivo de todos los núcleos cristianos era alcanzar el norte del río Ebro, las ricas tierras de su ribera. EL REY DE LAS CIUDADES
Si se persigue un poco la evolución del poder musulmán a lo largo del siglo IX se descubre que las agitaciones de las ciudades a lo largo de la centuria fueron continuas. Para controlarlas, la Córdoba omeya fundará nuevas ciudades. Así surgió Murcia en el 825 para neutralizar la nobleza descendiente de Teodomiro; Jaén, como guarnición que controlara las caravanas; Talavera, Madrid y Alcalá para neutralizar Toledo; Calatayud y Daroca para contrarrestar a los clanes de Zaragoza. La red de ciudades estará completa cuando se funde Medinaceli para conectar Toledo y Zaragoza. A principios del siglo X, cuando surge el gobierno de Abderramán III (891-961), se comprende la fisonomía de al-Ándalus en toda su plenitud, atravesada por la diferencia interna entre muladíes o conversos al islam, y los mozárabes, cristianos más o menos ortodoxos, más o menos protegidos, que habían superado las tensiones de mitad del siglo IX y se habían resistido a la emigración. Ambos grupos eran fuente de descontento e inquietud, y resistieron la política de homogeneidad impedida por los poderes cordobeses, afiliados ahora al malikismo, que impulsaba la destrucción de las iglesias levantadas tras la época de los godos.
Dotado ya de hegemonía, Abderramán III reaccionó contra el poder cristiano del norte de forma muy sintomática. Consciente de que la alianza de los poderes cristianos orientales y occidentales bajo la dirección de Pamplona podía ser una punta de lanza en el control de la cabecera del Ebro y de los pasos a Francia, concentró todas sus fuerzas para impedir que Asturias y Pamplona se unieran. Era preciso separar Oviedo de Pamplona. Eso debían lograr las aceifas, las incursiones en profundidad que mostraban todo el poder musulmán, como la del 939, conocida como la «de la omnipotencia». Estas guerras veraniegas de Córdoba iban destinadas a detener las avanzadas del poder de León, protagonizadas por el condado de Castilla, hacia San Esteban de Gormaz, y las de Pamplona hacia Tudela. No eran las únicas líneas de expansión. Desde Zamora se bajó hasta Salamanca, y también se pasó el Duero hacia Peñafiel y se pobló Sepúlveda. Este punto era el más peligroso, y para Córdoba era necesario impedir que se produjera un control completo del Duero, que dejaría aisladas las ciudades prepirenaicas. Así, en el año 924, Pamplona fue incendiada y destruida, pero San Esteban resistió en manos del conde de Castilla. A su paso, el califa de Córdoba sembraba la destrucción y el caos, con la intención de generar un desierto al sur de Pamplona. Con la suficiente escolta propia, los desiertos podían ser atravesados por las caravanas. Así que fue este imaginario, propio de un hábitat originario del Oriente Medio, lo que determinó la estrategia de Córdoba, gobernada por descendientes de los sirios.
Para entender la decisión de asolar la tierra del Duero y la cabecera del Ebro, conviene conocer cómo evolucionó la forma de su poder. Al declararse independiente del califa de Damasco, y al mantener la memoria de la difícil adaptación de los bereberes, Abderramán había roto con las bases de población islámica de África y de Oriente. Con ello, se separó de la evolución general del mundo islámico y se convirtió en un poder musulmán aislado. La consecuencia fue que el califa de Córdoba no podía convertirse en un poder repoblador ni invasor. Sin poblaciones islámicas amigas en retaguardia, tuvo que configurar un ejército mercenario, pagado con los impuestos de las ciudades sometidas y reclutado de todos los sitios y, muy a menudo, con esclavos desarraigados. Bajo estas condiciones, Abderramán III tenía un poder militar para someter ciudades y extraerles impuestos con los que pagar a la hueste, pero en modo alguno tenía un poder de ocupación de tierra. Así que donde se alzaba un poder hostil, podía dejar sentir su eficacia destructiva, pero no constructiva. Si alguien no pagaba y no se sometía, lo mejor era destruirlo y dejar un desierto a su paso. Sin duda, este mecanismo estaba diseñado para dominar las ciudades andalusíes. Tan pronto una ciudad quisiera comerciar, tendría que vérselas con un ejército califal. Era preferible pagar y comerciar que guerrear. Pero los núcleos de poder cristiano no tenían ciudades.
Así que Abderramán, por donde pasaba, sembraba el caos y arrasaba la tierra, llevándose todo el botín que podía. Esta práctica destructiva era cara y no siempre obtenía el beneficio capaz de financiarla. Pero debía impedir que se estabilizaran poblaciones urbanas. Así se quemaban cosechas, se robaba el ganado, se tomaban mujeres y niños, se desplazaban poblaciones hacia el sur, porque no había manera de renovar la población con la gente del norte de África. En suma, Abderramán se enroló en una guerra poblacional de dudosos beneficios, pero en realidad tenía pocas alternativas. Ni podía dejar crecer núcleos de poder que amenazaban con romper las vías de comercio con el norte aquitano, ni podía obtener mujeres y hombres más que en esas cacerías de cristianos norteños. Era una especie de guerra preventiva, exclusivamente negativa, porque no tenía población suficiente para recolocar gente en los terrenos ganados.
La forma en que respondieron los núcleos cristianos en las tierras de la confluencia castellana del Ebro y del Duero fue también forzada, pero no menos novedosa y eficaz. Su táctica fue la dispersión y la construcción de castillos. La gente de las aldeas ganaderas se replegaba, ante el paso de la hueste musulmana, con todas sus cosas hacia el alto rocoso fortificado. El campo quedaba asolado al paso de los jinetes musulmanes, pero, como un muelle, la gente volvía a extenderse después. Tomar un solo castillo de aquellos era una empresa ardua que podía durar semanas, y la campaña debía destruir y arrasar tanto territorio como fuera posible. Así que el califa tenía que elegir: destruir por extenso pero sin profundidad, o destruir en profundidad pero poco espacio. No podía emplear una hueste cara y numerosa para ir tomando castillo a castillo, en cada uno de los núcleos de aldea, en cada valle, en cada vaguada. La dispersión fue la táctica contra una hueste concentrada e imponente. Y fue invencible. Las tierras que forman el cuadrado que abarca desde Vitoria hasta Tudela, de Gormaz a Burgos, con centro en Logroño, se poblaron de castillos y, si las cosas se ponían muy mal, siempre quedaba en el centro de la tierra el refugio perfecto en las sierras de Cameros, Urbión, Demanda y Cebollera, un laberinto que la hueste musulmana no podía atravesar sin exponerse a todo tipo de trampas. Las tropas cordobesas tenían que rodear esas sierras, bien para atacar Pamplona, bien para encarar los llanos de Álava y atacar la zona norte del Duero, para llegar a León y a Oviedo. Pero para ello tenían que atravesar un mar de castillos, desde donde podían ser atacadas en su retaguardia. Lo que no podía hacer Abderramán era dejar poblaciones fieles a su paso. Para eso no tenía gente ni podía traerla de la comunidad musulmana africana o asiática. Fundar una ciudad en esa zona de endémico peligro no era una empresa viable.
Esto determinó dos formas de existencia. Mientras que los musulmanes optaron por la forma urbana, el norte peninsular se entregó a una forma económica ganadera y a una agricultura dispersa, mínima, en la tierra que se podía defender, bien porque estuviera escondida en perdidos valles, bien bajo la forma de un monasterio, o bajo las inmediatas murallas de un burgo. Para su fortuna, los territorios cristianos tenían su retrotierra occidental, hacia Galicia y hacia Zamora, hasta donde las incursiones musulmanas llegaban menos y donde la población siempre podía seguir creciendo y ocupando terreno hacia el sur. Esta fue la razón básica de la superioridad del poder cristiano, la mejor adaptación a la tierra, la que brotaba de ocuparla y tenerla, de vivir sobre ella, y no de una estrategia abstracta de recorrerla, forjada en el imaginario de los caudillos cordobeses, inspirado en la diferencia entre ciudad y desierto.