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MIEDO REVERENCIAL

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Sin embargo, los cristianos comprendieron bien pronto que tenían más probabilidades de sobrevivir si organizaban un continuo espacial. Solo que no estaban de acuerdo en cómo organizarlo. Cada uno aspiraba a expandirse tanto como pudiera y las alianzas eran frágiles. La zona leonesa se organizó en condados prácticamente independientes, que se alinearían a veces con la hueste de su rey y otras con la del califa cordobés. La zona gallega se ordenó en obispados, pero vio crecer también una nobleza que impidió que los reyes de León de la primera mitad del siglo X gozaran de autoridad. La zona crucial del centro burgalés y riojano conoció pronto el prestigio de los condes castellanos. Sin embargo, ahí, una vez más, la forma urbana se mostró la más poderosa. Por eso la hegemonía estuvo siempre del lado de la única ciudad de la zona, Pamplona, que intentó imponerse sobre las tierras castellanas. Así, uno de sus caudillos, García Sánchez (925-970), con el beneplácito de Abderramán III, intentó ampliar su influencia al oeste de las sierras de Cameros, en Montes de Oca. Es sabido que la aspiración real de Navarra era controlar el poder de Oviedo y de León, interfiriendo en las continuas guerras civiles entre los condes, frecuentes desde el año 930 en adelante. La índole de esta interferencia de Pamplona era compleja y se basaba en alianzas oportunistas. Tan pronto se asociaba con el conde castellano Fernán González contra el rey leonés, como lo mantenía preso para hacerse con la tierra de Cameros. Así que el juego del poder pamplonés era el más desinhibido, pues al mismo tiempo mantenía contactos con Abderramán III, sobrino de la reina navarra, Toda.

Ningún núcleo cristiano contaba con un poder tan fuerte, importante, rico y productivo como Pamplona. Ningún centro urbano era tan estratégico, tan central para las rutas comerciales, tan amplio. El peso de Pamplona sobre las realidades tribales de toda índole, tanto del Bearn como de los vascones, sobre los linajes nobles de Pallars, Ribagorza o Sobrarbe, no tenía comparación. Es verdad que la ciudad necesitaba alianzas, pero siempre podía llevar la voz cantante. La reina Toda lo supo y mantuvo su influencia sobre la zona y su buena relación con Córdoba. Nada parecido podía pasarle al oeste hispano. León era el principal núcleo, pero no tenía nada que ver con Pamplona. El único comercio que pasaba por allí era el interno a la realidad cristiana capaz de unir los obispados gallegos, desde allí hasta Zamora, Astorga, o a los establecimientos de Tuy, Lugo y Oporto. Era demasiada tierra para mantenerla unida y pronto se organizó en cuatro núcleos dotados de su propia lógica: León, Asturias, Galicia con Zamora, y Castilla. Los poderes condales se dividieron en una fronda. León podía compartir lógica con Galicia, pero apenas podía mantener bajo su poder la tierra de Álava y Castilla. Así que cuando los reyes de León lograban pacificar el occidente, el oriente plantaba cara, y entonces Pamplona siempre intentaba expandirse por las tierras de Álava y Cameros.

La división produjo un sentido de inferioridad entre los poderes cristianos respecto del magno poder cordobés. La prueba de lo primero se dio cuando Ordoño IV viajó a Córdoba para pedir ayuda a Alhakén II (915-976), el sucesor de Abderramán III. Lo recibió en el imponente palacio de Medina Zahara y le hizo jurar fidelidad en una ceremonia en la que se presentó como un poder sagrado, capaz de inspirar el pavor de lo inaudito. Las fuentes musulmanas nos relatan la zozobra del «bárbaro Ordoño», su inseguridad ante la magnificencia del islam, lo que se demostró cuando, ya acabada la ceremonia, tropezó con el trono vacío y se inclinó hacia él con una reverencia nerviosa, como si el trono fuera escenario de una majestad intocable. Humillado, el rey depuesto murió en Córdoba, donde otro infante pamplonés, Sancho, era sometido a una cura dirigida por los médicos musulmanes para adelgazar lo suficiente para poder montar a caballo, condición indispensable de la realeza.

La superioridad no era solo reverencial y cultural. Era también política, como cuando se ayudó a los nobles gallegos a nombrar a su propio rey hacia el 984, o cuando se determinaron las relaciones entre los condes leoneses y su rey. A la postre, Córdoba representaba un poder imbatible desde el punto de vista organizativo y militar. La red de información y de espionaje que había tejido incluso sobre lejanos territorios cristianos no tenía parangón. La humillación que representaron para los poderes cristianos las guerras veraniegas de Córdoba, año tras año, como una pesadilla, no se puede medir bien, pero el estrés y la ansiedad a que fueron sometidos los núcleos cristianos hizo de ellos realidades fuertes y poderosas y generaron una sociedad muy bien preparada para la guerra. Produjo capacidad de resistencia y dejó ante todos la evidencia de que vivían en un mundo en el que cada uno debía buscar la mejor opción con libertad de criterio.

Los pactos y las alianzas fueron de todo tipo y las líneas no las marcaba la religión en modo alguno. Sin embargo, habían sobrevivido gracias a la táctica de la dispersión y la proliferación de centros de resistencia y esto había generado una práctica muy difícil de desarraigar que presentaba profundos obstáculos a la acción concertada. Frente a los ataques musulmanes, la sociedad cristiana se dispersó y las realidades condales se subdividieron. Sin ciudades importantes, el control de la tierra no se organizó de forma clara. Ni siquiera en Cataluña resistieron las unidades condales, entregándose a unas luchas y rivalidades de las que solo Barcelona brilló como centro de poder político efectivo, todavía vinculado a los espacios europeos, en los que hacia finales del siglo X llegaba a su fin la historia carolingia.

Historia del poder político en España

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