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PRÓLOGO

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Tiene el lector en sus manos una historia de la clase dirigente en España. Como no hay dirigentes sin dirigidos, este libro ofrece la historia de las relaciones entre los que mandan y los que obedecen en tierras hispanas. Por eso es también una historia del poder político en España.

La historia del poder no es ni gloriosa ni inútil. Es parte del conocimiento de la realidad y, en tanto tal, no obedece al principio de placer, que dice solo lo que uno quiere oír, ni al narcisismo, que refleja solo cómo uno quiere ser visto. La historia del poder, en realidad, no está al servicio de nada. No tiene otra causa que el conocimiento. Desde luego, todo el mundo está inserto en relaciones de poder, pero la manera en que el conocimiento de su historia sirva a la vida social ya no le interesa a este libro. Aquí cada uno ejerce su libertad. En este sentido, solo recordaré que la ignorancia nunca fue útil a nadie para nada.

Puesto que el poder nunca se da en equilibrio, sino que se ejerce o se padece en mayor o menor medida, conocer su historia constituye un elemento imprescindible para manejar nuestra actitud respecto al mando y la obediencia. Así, solo un ciudadano que conozca esa historia podrá disponer de actitudes políticas fundadas. La historia del poder, por ello, es un elemento insustituible de responsabilidad política. Lo imperdonable en ella es fomentar las ilusiones y las mitologías. Por eso, toda historia del poder al servicio de una idea sentimental de «nación» es completamente estéril. En realidad, es más bien imposible y solo goza de esa realidad alucinatoria propia de la ilusión. No goza de nada concreto, de nada singular, de nada real. Retórica vacía, la llamada «historia nacional» es un producto imaginario.

Como parte de la realidad, el poder nunca reside en el pasado. Por eso, una historia del poder es siempre, en algún sentido, historia del presente. Lo que el pasado del poder deja al presente es algo tan imponente que resulta difícil apreciarlo. Conforma los ojos con los que el poder desea ser mirado. Lo que une a los portadores de una historia del poder es ante todo un deseo de ser vistos de manera positiva por los gobernados. Hay que resistir ante este deseo del poder. Por eso aquí no aparecerán los actores políticos españoles como ellos desearían o como han reclamado en una larga historia. Lo harán sin que nuestro ojo esté determinado por su presión, por su voluntad, por su deseo, por su manipulación. No nos creeremos su propia propaganda engañosa. Todas esas operaciones del poder buscan ante todo la identificación del impotente con el poderoso. Esta historia promueve la no identificación. Aquí se va a hablar de acciones de hombres concretos que habitaron las tierras hispánicas, pero el autor lo hará como si fuera un esquimal. No aparecerá aquí —salvo confusión— la palabra «nosotros». Tras esa palabra siempre se esconden los que no forman parte de esa realidad común que invocan, los que se quieren ocultar tras ella. Este libro quiere ver tras ese «nosotros» las luchas entre varios «ellos».

El conocimiento histórico alberga una paradoja. La única manera de resistirse a ver el poder como él quiere ser percibido consiste en reconocer a aquellos testigos contemporáneos que estaban en su contra. El único modo de hacer una historia del poder pasa por reconstruir las luchas históricas en las que el poder se implicó. Esto nos lleva a una premisa que atraviesa este libro: hay historia del poder porque este nunca es único, sino plural. No hay otra forma de conocer el poder sino la que describe la manera en que los poderes plurales luchan en la historia. Y no hay otro modo de describir esas luchas más que dando voz a todas las partes. Y eso hace precisamente este libro: narrar las luchas de diversos «ellos» entre sí. En lugar de contar la historia del poder constituido, vencedor, cuenta la historia de los poderes que buscan una forma de constituirse, las luchas previas al instante de la victoria. No se mira cómo quiere ser mirado el que ha ganado la batalla, sino cómo se ven los actores en medio de la lucha antes de decidirse el vencedor. No como si el resultado estuviera prefijado de antemano en un destino, sino atendiendo justo a esos momentos en que todo pudo ser diferente, cuando la lucha no estaba decidida todavía. Pero hubo lucha, y hubo victoria, y hubo forma de decidirla y de gestionarla, y ahí el poder forjó sus antecedentes, sus hábitos, su estilo, su manera de gobernar, su forma de conocer la realidad y de tratar al vencido; en suma, su forma de administrar la historia y, lo más misterioso, el tiempo.

Ahí, en la pluralidad de los poderes, surge la lucha. En medio de ella, las idealizaciones y las imaginaciones mitológicas constituyen un arma más, una que también define a los actores, que los conforma según sea su complejidad, sutileza, eficacia o arcaísmo cultural. En todo caso, en esas luchas se muestran las prácticas, las mentalidades, las estrategias, los hábitos, las formas de vencer y de mandar, las debilidades, las inseguridades, las ansiedades, las formas de manejarlas y superarlas, las maneras de hacer equipos, de cooperar y de negociar, toda la amplia gama de actitudes que intentan controlar la realidad del poder, inasible, inestable, insegura por naturaleza. Ahí se forjan el estilo de poder, su capacidad integradora o desintegradora, su estabilidad o su fragilidad, su fortaleza o su debilidad. Ahí, en las luchas, los imaginarios se estrellan frente a las acciones, y los testigos siguen hablando a pesar de sus derrotas.

Este libro ofrece una historia del estilo de poder, de las prácticas concretas, de las batallas políticas centrales y determinantes de las plurales clases dirigentes hispánicas y la condición ambivalente y frágil de toda victoria. Si algo caracteriza la historia política hispana es esa pluralidad siempre a la búsqueda de nuevos equilibrios. Hay una obstinación por la pluralidad política en la tierra hispánica que debe apreciarse. Por eso, esta no es una historia solo de los centros de poder. Una historia de las prácticas y los estilos de poder no puede hacerse sin el contrapunto de las prácticas de las poblaciones concretas obedientes, la manera en que los grupos sociales miran a los que toman las decisiones, la forma en que se protegen, se defienden, resisten, se someten, se esconden o huyen de ellos, pactan o se unen, estallan o se hunden en los letargos de las depresiones históricas. Por eso, esta es una historia de lucha y guerra, de derrotas y victorias, de amistad y hostilidad, de pactos y rupturas. En este sentido es un libro que narra pasiones, aspiraciones, decepciones, intereses, tabúes. El conjunto de estos elementos subjetivos constituyen ese estilo político complejo que se busca describir y del que este libro ofrece abundantes ejemplos.

Si se quiere señalar una tesis que orienta este libro, que lo ordena, que define la mirada desde la que se escribe y que, por lo tanto, supone el lugar desde donde leerse, la diré con prontitud. Está inspirada en una obra que escribió Helmuth Plessner, científico, antropólogo y filósofo alemán que deseaba explicarse la tragedia del nazismo. Tituló su libro sobre Alemania La nación tardía. Pues bien, frente a todo lo que dice el prejuicio, España es una nación tardía. Pero frente a Alemania, es la que más se resiste a aprender de su propia condición de nación tardía, la que menos dispuesta se halla para extraer consecuencias de su carácter tardío, presa de un imaginario que niega este hecho. Frente a Alemania, país que ha superado la tragedia más tremenda que haya vivido pueblo alguno sobre la faz de la tierra, España no acaba de superar su tragedia porque no termina de comprender que es la propia de una nación tardía, que llega muy tarde a la fase constituyente y que, por este motivo, debe abordar este proceso con una sabiduría política extrema y adecuada. Si se quiere un síntoma de nación tardía, helo aquí: la desconfianza respecto del propio pueblo, una que presenta la clase política española a lo largo de toda su historia, lastrando su sentido de la democracia. Este libro ofrece pruebas continuas de ello.

El lector tiene derecho a disponer de una información sumaria sobre el contenido de este libro, puesto que no se embarca en una empresa liviana. Espero ofrecérsela en unos párrafos. Como sabe la filosofía desde hace tiempo, el ser humano es una realidad inestable y difícil de apresar. Aunque todo ser humano tiene la posibilidad de verse a sí mismo, no siempre tiene la capacidad de ser objetivo consigo mismo. Cuando se trata de grupos, todavía se hace más difícil dar con ese elemento que vincula y conforma a los actores. Desde el filósofo Immanuel Kant se sabe que lo más influyente en la formación del ser humano es el espacio. Por eso no debe sorprender que la primera parte del libro explique la formación del orden de los espacios hispanos a partir de la vieja organización romana. No fue fácil estabilizar ese orden espacial ni se comprende su lógica si no se conoce desde el principio. Por eso esta obra arranca de la lucha de las ciudades y grandes villas hispanorromanas frente a los nómadas visigodos y lo que significó la irrupción del islam en este mundo inestable.

Sin duda, el islam es un principio civilizatorio urbano. Pero llevó a cabo una transformación del imaginario de la ciudad como isla en medio de desiertos, punto distante unido por los caminos de las caravanas. El islam arruinó en parte la estructura de las grandes villas romanas, y allí donde gozó de un tiempo evolutivo largo generó una estructura de alquerías, lejana de las villae y los pagui romanos, que tejió una relación armoniosa entre el campo y el distrito urbano. Sin embargo, al norte de la frontera andalusí desde Mérida hasta Toledo, desde Zaragoza hasta Huesca y Lleida, el islam intensificó el sentido del desierto sin ciudades. Así, dejó a los cristianos norteños los espacios regresivos de las cuevas, los altos, los roquedales, los castillos, los castra, los burgos, pero no las ciudades. De hecho, únicamente dos ciudades, Pamplona y Barcelona, estaban en poder cristiano hacia el siglo IX. La impronta de este espacio regresivo es inmensa. Las cuevas y sus derivados constituyen el lugar más arcaico, el espacio mítico por excelencia. No es por azar que una metafórica constante para describir cierto estilo del poder hispano utilice términos como la «camarilla», la «covachuela», el «búnker», y que se hable de «enrocarse», «encastillarse», «encerrarse», «apiñarse», o que el orden castrense sea tan dominante.

Este libro desea explicar la debilidad estructural del poder musulmán en al-Ándalus y propone el sistema de taifas como la revelación del verdadero orden urbano desde la conquista pactada del año 711. También explica desde cuándo el incipiente orden cristiano aspiró a la toma de tierras, pues no fue desde el principio. Implicó una mayor relación con los francos y la introducción del catolicismo romano, con su institución de cruzada. No se entenderá la historia de España sin reparar en aquel trauma por el cual el pueblo mozárabe perdió su religiosidad específica a favor de la franca, en paralelo a como la cultura andalusí desapareció ante la irrupción bereber. Por eso se concede tanta importancia a ese momento de indecisión entre los años 1085 y 1135, entre la toma de Toledo por Alfonso VI y la coronación imperial de Alfonso VII, respectivamente; un tiempo en el que lo viejo mozárabe muere ante lo nuevo borgoñón, y Roma se impone sobre lo que consideraba la superstición toledana.

Desde el comienzo, el esquema más influyente para la formación del orden espacial de los poderes hispanos cristianos fueron los ríos. Por eso muchos capítulos de esta primera parte llevan los nombres de los cursos fluviales y de las luchas por ellos. En efecto, cada río, con su tierra, marcó una frontera y definió un tipo de batalla, generó una forma de población, de sociedad, de orden, de relaciones campo-ciudad, de economía y de estructura urbana. Ahí reside el origen de la heterogeneidad hispana, los estratos de su formación. Los ríos peninsulares fueron los ejes de las batallas, las líneas que organizaron la expansión cristiana. La batalla decisiva, la más larga, desde el año 800 hasta el 1035, se dio sobre todo por ese cruce de las fuentes del Duero y del Ebro desde donde alcanzar la ruta hacia Francia a través del Bidasoa. El espacio franco domina desde fuera la construccion del espacio hispano y prioriza los ejes de comunicación. Esa batalla por las fuentes del Duero y del Ebro hizo a Castilla y a Aragón. El río Llobregat, por su parte, fue desde principios del siglo IX la frontera de la Marca Hispánica y definió el destino de la Cataluña vieja, su vínculo con las realidades francas y provenzales. El occidente hispano al norte del Duero se entregó a una vida histórica ordenada por el Camino de Santiago. Fue la ósmosis con Europa que transpiró por allí, debido a la fuerte defensa de la línea de ciudades musulmanas al norte del Ebro, señal inequívoca de que los enemigos eran los francos.

De forma muy curiosa, la línea del Tajo se tomó antes que la del Ebro, un reflejo de que entre el Duero y Toledo, el ámbito de los dos ríos castellanos, no había realidades importantes. Pero Toledo, y la línea del Tajo, estuvo amenazada siglo y medio, y su defensa determinó el espacio urbano castellano de retaguardia tanto como el espacio defensivo antes del Guadiana, la tierra de los castillos y las órdenes de caballería, de los rebaños y de la ganadería, tierra de nuevo sin ciudades. El orden definitivo no se logró hasta alcanzar la línea de ciudades del Guadalquivir, tras ganar Despeñaperros, el paso entre la Meseta y el sur, y llegar al río Segura, después de ganar el Turia, desde Teruel hasta Valencia, y el Júcar, desde Cuenca hasta Alcira. Aquí, la formación colonial de Castilla y de Aragón dejó toda su impronta diferente y constituyó las dos realidades sin cuyas relaciones de poder no se puede entender lo tardío y frágil de la formación nacional hispana. En todo caso, solo cuando se llegó en el año 1340 al mismo cauce en el que se había iniciado todo, al río Salado, cerca del Guadalete, se supo que el orden musulmán estaba vencido. Entonces, las realidades políticas fruto de la expansión se comprendieron como unidades. Pero al verse como unidades, dejaron de percibirse como expansivas. Entonces estallaron los conflictos internos y externos.

Narrar estos conflictos es lo que hace la segunda parte de este libro, titulada «Guerras civiles y príncipes nuevos» porque la fragilidad del orden político logrado se vio en la constancia de la guerra civil. Esta llevó a frecuentes cambios de dinastía que impidieron una formación endógena del orden hispano, una evolución no traumática, y bloquearon la emergencia del orden de la soberanía moderna, hasta entonces firme. La guerra civil produce fragilidad y dependencia porque, para decidirse, hace entrar a nuevos agentes en la lucha. Así, la guerra civil castellana entre Pedro I y los bastardos Trastámara implicó a la Corona de Aragón, con Pedro IV, y cuando no bastó este peso, se implicó a Inglaterra y a Francia. Fue así como las élites políticas de la Corona de Aragón, dirigidas por la casa de Barcelona, se mezclaron en el destino de las élites de Castilla, de tal modo que conformaron un cosmos sistémico unido por el conflicto y el enfrentamiento de pueblos. Al final, la constelación internacional dominó sobre la evolución endógena y decidió en las ocasiones importantes de guerra civil. Lo hizo en 1412, con el Compromiso de Caspe; en 1506 y en 1517, con la guerra de los partidarios de Felipe I contra Fernando II, y luego con Carlos V, con las comunidades y las germanías; en 1640, con Cataluña y Portugal; y en 1700, con Felipe V y la guerra de Sucesión. En todas las ocasiones, la guerra civil con implicaciones internacionales decidió el destino del orden político hispano. Y lo haría de nuevo en 1808. Esta dependencia de las relaciones internacionales, con su dimensión imperial, impidió que la monarquía hispánica asumiera ese proceso interior por el que otros pueblos europeos se elevaron a la forma de Estado, la única potencia verdadera capaz de transformar las viejas naciones plurales en la nación moderna. Ese proceso de singularización no tuvo lugar en España de forma rotunda. El dispositivo imperial permitió así una intensa superviviencia de la ancestral pluralidad nacional.

Sin embargo, en 1808 ocurrió algo que no había sucedido en 1705, y por eso aquí comienza la tercera parte de este libro. Contra Napoleón emergieron las realidades existenciales hispánicas largamente conformadas. En esa lucha apareció una nación existencial. Sin embargo, no surgió un verdadero poder constituyente. Cádiz no lo fue. Toda la historia contemporánea del poder en España, y de su clase dirigente, consiste en una lucha intensa y consciente por decidir un poder constituyente y alcanzar una Constitución. A este ensayo continuo, frágil, propio de nación tardía, indeciso, dudoso, temeroso de la ratio democrática, a este proceso lo he llamado «revolución pasiva», frente a la «revolucion activa» propia de los poderes constituyentes burgueses. De hecho, esta categoría atraviesa la tercera parte de esta obra, en la que se narra cómo se intenta forjar una y otra vez una Constitución para solidificar el tiempo histórico a favor de un «nosotros» no suficientemente inclusivo. Por eso, la revolución pasiva concede a las poblaciones esas constituciones como si fueran las últimas, diseñadas para detener el tiempo, para «constituir» en el sentido de coagular la realidad histórica de un pueblo en cuya evolución histórica no se confía. De ahí la índole necesaria de su repetido y continuo fracaso. De este modo, la lucha por elevarse a poder constituyente continuó la guerra civil que había caracterizado la anterior etapa y dejó sin eficacia política el amago de nación existencial que había emergido contra Napoleón.

Por ese motivo, la historia del poder en tierras españolas después de 1808 no puede dar un sencillo ejemplo de una Constitución que haya sido capaz de reformarse y adaptarse al devenir del tiempo. Es la prueba de que España no ha dispuesto de un poder constituyente sustantivo, sino circunstancial, atravesado por el final de una guerra civil, de una revolucion, de una tragedia popular. Mi idea es que esto tiene que ver con una indisposición radical de la clase dirigente a reconciliarse con la dimensión histórica de la vida social. Esta es la base de un estilo de poder «encastillado», «atrincherado», «bunkerizado», «enrocado», propio de una «camarilla» o «covachuela» cada vez más débil, numantina, hasta que el río de la historia inunda en su torrente las débiles defensas y genera la lucha indecisa acerca del poder constituyente. Creo que este proceder, este estilo, es casi una ley histórica de parte de la clase política española.

Por eso concedo en este libro tanta importancia a la «cuestión judía» y, también por eso, el dispositivo inquisitorial que se elevó para su solución me parece sustantivo, por lo que hay que perseguir su influencia más allá de su vigencia oficial hasta 1834, como parte del dispositivo hispano de poder. Pues los conversos, los «cristianos nuevos», fueron la piedra de toque para enfrentarse a los fenómenos generales de la novedad histórica. Al exterminar, marginar y discriminar a los conversos, al mantener a todo judío por razones de sangre como un paria en la tierra que habitaba desde milenios, el poder hispano manifestó su incapacidad de mirar de frente a la historia y su apertura, vio en toda novedad un peligro y definió ese estilo desconfiado cuya ciega visión de perennidad garantizaba la defensa más despiadada del estatuto y de la apropiación exclusiva de lo público. Ahí se forjó la mentalidad que hizo del futuro un peligro y de la expresión libre de lo social, una amenaza. Al definir este estilo, la clase dirigente dejó ver su estructura mental, forjada en una comprensión apocalíptica de su propia existencia, con su sensación de estar inmersa en una batalla final con un enemigo radical. Esta forma mental fue siempre fruto de una inseguridad y de una falta de fe en su inteligencia, que no hacía sino crecer en proporción a su disposición a la exclusión.

Durante demasiado tiempo, conocer esta verdad del poder implicaba aguar la fiesta artificial que se había organizado sobre suelo español, que nos ha costado tan cara. La decisión política de acabar con un estilo de poder será tanto más fuerte y fundada cuanto más se conozca la índole de las tragedias que ese estilo ha producido en la historia. Despertar esta responsabilidad es la esperanza de este libro. Como tal, aspira a la formación de una ciudadanía que todavía debe dar un paso más allá de la indignación y del cansancio, hacia la sobria existencia política de un juicio maduro y de la búsqueda de una representación política adecuada, capaz de abrirse a la novedad de la vida histórica, y no dedicada a paralizarla y bloquearla. Una representación de servidores públicos, no de señores públicos, como con demasiada frecuencia se describe en estas páginas.

Historia del poder político en España

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