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Lágrimas en la caja fuerte

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Urbanización Antequera Golf

29 de junio de 200_

22:05 h

Cuando Márquez llegó a su casa, encontró a Malena, su mujer, preparando las bebidas y la cena. Rápidamente cogió una cerveza y un platito de cacahuetes para tomárselo en el despacho de la buhardilla. Desde allí, en todo lo alto de Gandía, donde se decía que salía el hambre antes que el día, tenía una vista privilegiada de la vega antequerana. Veinte kilómetros de radio, recorridos con la mirada de un ave. Se volvió hacia la pared trasera de la habitación. Y abrió la caja fuerte de la que extrajo unos planos de extensión. Los desplegó para volver a mirar el trayecto del AVE Sevilla—Granada y el proyectado anillo ferroviario. Le iba a partir una finca en dos pedazos. Generosos pedazos, pero pedazos al fin y al cabo, que sometían a sus fincas a un diezmo no usual en las propiedades de la familia. En fin. Si el pago era en buenos euros, no había por qué sumirse en la tristeza. Pero las fincas no mejoraban su valor ahora que estaban a la vera del AVE y la autovía. Y al otro lado de esta última, el futuro aeropuerto de Antequera. Márquez ya invertía mentalmente las cantidades a ingresar en buenos fondos, haciendo un repaso a los mejores de la Bolsa. Todo genial, pero incierto, pues dependía de que se hiciera una valoración adecuada. De otra forma, si los proyectos no evolucionaban como se preveía, todo lo que fuera reducir los tamaños de las fincas era una destrucción irreparable de su capital.

Salvo por el hecho de que la aparición de la figura en la finca trastocaba los planes. Cualquier hallazgo suponía un incordio automático para toda planificación y debía conseguir que se mantuviera el silencio a ese respecto. No las tenía todas consigo Márquez, ya que en las dos tardes de excavaciones había aparecido por allí demasiada gente. Más de la deseable y mucha más de la recomendable en aquella situación. Si se enteraba el Ayuntamiento o alguien de la administración del hallazgo, estaba perdido. Así que había que manejar aquello del bronce con maestría, había que jugar con dos barajas, poner una vela a Dios y otra al diablo.

Sólo que para su suerte, la excavación estaba teniendo lugar en la mitad que acababa de vender pocas semanas antes. Repasó los ingresos del pago en la caja fuerte. Menos mal que los rusos habían pagado a tocateja. Y ahora, la aparición de la figura iba a desinflar las expectativas de los recientes inversores rusos sobre su flamante adquisición… A lo mejor los rusos se asustaban y decidían deshacer el trato, pero con una figura romana en ristre, eso no podía ser, porque ahora el valor de las tierras había cambiado. Si querían deshacer el trato, sería pagando una cláusula de cancelación tan alta que resultaría disuasoria. Y si no era así, la ejecución de la cláusula ayudaría a comprar pañuelos para llorar y hacer llevadera la pérdida. Que ellos decidan sobre qué hacer con la pieza. Porque si le tocaba a él gestionar lo de la figura, sabía perfectamente cómo hacerlo.

Se encaminó entonces al salón donde le esperaba su esposa, con una de aquellas mesas tan bien dispuestas y elegantes que saben preparar las mujeres, aunque hoy estaba mejor de lo habitual, ya que tenían visita. El alcalde y su mujer no tardarían en llegar para compartir con ellos la mesa y la velada.

Márquez y el alcalde habían ido juntos al colegio de los Carmelitas, luego al instituto, e incluso habían compartido piso durante un par de años en Granada, mientras hacían sus respectivas carreras. Pero Márquez había vuelto antes de tiempo a Antequera, ante la muerte súbita de su padre, para hacerse cargo de los negocios de la familia. De esa forma, el viejo Jaime Gil había conseguido interrumpir sus estudios y, de paso, su carrera. Márquez no conseguía controlar una maldición dirigida de vez en cuando a su padre quien, veladamente y quizás de una forma más inconsciente que acertada, siempre había querido dinamitar la voluntad del hijo de irse a la universidad. Y al final, irónicamente, el viejo lo había conseguido. Apartarle al mismo tiempo de la medicina y también de Guadalupe, su novia universitaria, para condenarle a las frías tardes de domingo en los olivares de Fondeo, la finca de Antequera.

Jaime Gil Márquez había ido cambiando lentamente el compromiso social, la inquietud por ayudar al prójimo estudiando una carrera de sacrificio y ayuda, por el envaramiento de las formas a que le obligaban su alcurnia y su rango. La teterías de Granada, igual que su pelo largo, habían sido arrancadas violentamente de su vida para tornarse despacito, casi como las enfermedades degenerativas, en barras de pub con fútbol y whisky. Cazadoras verdes de Barbour y el Range Rover, también verde, de su padre. Y en Malena, su novia de siempre. Malena llenaba de sexo las tardes de domingo en la finca, al tiempo que el frío empezaba a invadir cada una de sus entrañas, hasta llegar al mismísimo corazón.

Cuando Jaime Gil Márquez se enfrascaba entre estos pensamientos, y vive Dios que tenía ocasiones de sufrirlo en las tardes de soledad, caminando por el campo, aquellos le traían a la cabeza otros aún más desagradables. La solidez del Range Rover le reafirmaba en la de su vida actual, sin desperfectos ni averías que le alteraran su discurrir, pero le rompieran la monotonía asfixiante a que se había visto abocado. El valor de sus fincas le aseguraba la vida regalada que llevaban él, su mujer y sus niños. Pero hubiera dado un brazo por tener que arreglárselas con menos y pelear; por llevarse algún mamporro que le hiciera sentir que estaba vivo; por justificar el sudor de cada poro con una meta a conseguir. Al llegar a la carretera asfaltada, ya para dirigirse a Antequera, concluía que la vida le había reservado su lugar con insistencia, con esa misma fría paciencia que muestran nuestras tías viejas y serviciales en las fiestas a las que van solas y no esperan a nadie interesante, excepto a ti, para que les salves la velada. La vida, con mayúsculas, se había convertido para él en esa fiesta a la que uno no quiere ir, pero toca ir, para escucharla hablar de ti con engolamiento ante personas que ni conoces ni te conocen. Y, en última instancia, cuando ya has mirado a todas partes en busca de un lugar, por incómodo que sea, no hay otra alternativa más que ir hacia ella con una sonrisa en la boca diciendo “Gracias, Tita, por reservarme sitio. ¿Te sirvo tinto o blanco?”

Durante la velada, Márquez no se privó en absoluto de nada para obsequiar a su viejo amigo con charla y buen rato, con sorbitos de grandes vinos y muy caros. Marisco con Rosal, albariño magnífico. Riberas del Duero para la carne y un Oremus de Tokaj para el tiramisú de Malena. Todo eso para amenizar los momentos previos a aquellos que realmente complacían al alcalde: Márquez le abría el sótano lleno de objetos de arte y restos arqueológicos. Entre monedas romanas, aperos de campo, vasijas y jarrones pasaban la parte más excitante de la noche, que, desde hacía años, constituía el momento cumbre para aquel especialista en arte metido momentáneamente a gestor de la ciudad más prometedora de España en su materia.

Todo aquello cuidadosamente recolectado durante años de labradío de las vastas tierras que su familia había cultivado en generaciones completas de terratenencia.

—¡Jaime! —llamó Malena desde la puerta del sótano—. Te buscan. Sube.

Gil Márquez se diculpó ante el alcalde con un gesto de sorpresa, pues no esperaba a nadie.

—Discúlpame un segundo. Ahora bajo. No puede ser nada importante. Yo no he citado a nadie.

Al llegar al salón encontró a Canales cumplimentando a las dos señoras como él solía hacer. Márquez no pudo evitar recordar a Sancho Gracia, con la patillas de Curro Jiménez, besando la mano de su víctima mientras desproveía suavemente a aquellos dedos aristocráticos de sus anillos. La esposa de Márquez, como siempre, se alejó para evitar el saludo de aquel piojo resucitado.

Cuando ambos hubieron entrado al despacho de Márquez, éste cerró la puerta apresuradamente.

—¡Canales! No te esperaba hasta mañana por lo menos. ¡Qué sorpresa!

—¿Seguro que estás sorprendido, Márquez? Yo no lo creo.

—¿Por qué me dices eso, Canales? —preguntó Márquez, descolocado por el repentino tuteo del calé anticuario.

—Porque sabíais perfectamente —y de antemano— dónde se hallaba lo que el tractorista encontró.

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