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Robert de Niro en Ronin

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Sábado 3 de julio de 200_

9:50 h

Junto al cartel de Promociones Ronin, S.L., había otro de Antigüedades Osuna. En la entrada de Fuengirola, en el mismo lugar donde se había establecido una antigua empresa italiana de conservas allá por los cincuenta, la nave que había comprado la promotora de Canales estaba rodeada por más de tres hectáreas de terreno. Aquella nave era una más de las que, al empezar los sesenta y el boom turístico, habían quedado un poco lejos del centro urbano y se mantuvieron así durante años, esperando agazapadas a la siguiente fiebre del oro. En algún momento supo ser taller mecánico para camiones y maquinaria. Hasta allí llegaba la información que Amaya había conseguido de la promoción. Aunque lo más llamativo, sin duda, era el cartel. Le llamaba la atención a Azpilcueta el nombre que Canales había elegido para la promotora de construcción: Robert de Niro había protagonizado una película llamada así en los noventa. Recomendable en su totalidad, tuvo que explicarle a su joven suboficial de compañía. Y éste, marcando su eficiencia, tomaba nota de la película. Aparcaron dentro de la obra de la nave, de la que conservaban la estructura principal, pero que habían vaciado en su totalidad.

El encargado de la obra no había llegado todavía a su trabajo y se hallaba en algunas gestiones con bancos, según les explicó la secretaria.

—¿Le importa que esperemos aquí mismo? —preguntó Azpilcueta señalando unos prometedores sofás de cuero, dormidos en el centro de la oficina, flanqueados por plantas brillantes y lustrosas, a pesar del polvo que reinaba en el exterior.

—¿De bancos en sábado? —preguntó Amaya.

Una vez sentados, Azpilcueta sacó su móvil y buscó en la lista de la agenda. Localizó a Juan Manuel Clavijo en ella y pulsó llamada.

—Hola, Jabo—se oyó lacónica la voz del director de la emisora de Onda Cero Radio Antequera.

—Hola, Juan.

—Vaya tela, mi teniente—exclamó Juan con la garganta algo más clara—. ¿Qué ha sido esto, Jabo?

—Pues por eso te llamo, Juan. ¿Me das algo de luz?

Juan Manuel no era solamente el director de una emisora de radio. Había ejercido muchos años de comercial, en radio y en prensa, en El Sol de Antequera. Pocas cosas de su ciudad se le ocultaban. Juan Manuel oía lo que había que oír, sabía lo que había que saber y si no era así, lo adivinaba. O simple y llanamente le contaban lo que había que contar. Había llegado a amar y a conocer su ciudad como pocos, a base de hablar a diario con todo el mundo, con los que sabían y con los que creían saber, hasta convertirse, por la vía laboral, en algo que muchos no consiguieron ni por la vía política, ni por la académica: en un digno acreedor del gentilicio, antequerano hijo de su ciudad y querido por ella.

—Pues poco puedo añadir a lo que tú ya debes saber, Jabo. Últimamente picaba en muchos sembrados.

—Ya.

—Y lo otro que siempre andaba diciendo. Ya sabes.

—¿El qué, Juan?

—Bueno. Con unas copas encima, siempre acababa diciendo que tarde o temprano sacaría cosas a la luz. Cosas de su familia…

—¿Me puedes contar a qué se refería, Juan?

—Nunca supe realmente nada de eso. Eran vaguedades, ya sabes, con unas copas se dicen muchas tonterías… Pero las decía con frecuencia, últimamente. Más que antes.

El encargado de la obra apareció por la entrada principal a bordo de un descapotable verde botella.

—Te dejo, Juan. ¿Podemos vernos en estos días y me cuentas lo que sepas de eso? Me interesa.

El encargado se acercó de inmediato hacia Azpilcueta, tras sacudir el polvo de los zapatos antes de entrar. Vestía con una elegancia poco práctica para alguien que debía convivir a diario con el polvo y la suciedad de las obras. Una confusión en el dato que tenía Amaya sobre el cargo, que quedó inmediatamente aclarado por la secretaria cuando le presentó como el administrador de la empresa.

—Miguel Barbadillo. Encantado. Me han llamado de la Comandancia de Málaga, pero me dijeron que vendrían ustedes el lunes. Siento haberles hecho esperar.

—Bueno. Hemos tenido que venir a Málaga esta mañana y decidimos que, ya que estábamos, podríamos acercarnos hasta aquí hoy mismo. Espero que no le resulte inconveniente —matizó Amaya.

Echaron un vistazo rápido y muy profesional al despacho. Pulcro y elegante, casi de diseño, desentonaba con la obra exterior.

—Suponemos que le informaron sobre lo que necesitamos...Mire, en realidad, lo que queremos es charlar con usted y que nos cuente qué le parece todo esto...

—Ya. Bueno..., yo solamente soy el administrador de la promotora. Canales y sus socios son los que llevan el negocio. No sé qué puedo contarles que les interese.

—¿Desde cuándo trabaja usted para esta empresa, señor Barbadillo?

—Hace dos años, más o menos, que empecé. Al principio de la sociedad, como tal.

—Por cierto, también nos gustaría hablar con los socios del señor Canales.

—Ellos no están ahora aquí. Ellos son rusos y vienen aquí todos los meses, una semana, a veces dos semanas y se vuelven a Rusia. Casualmente, ayer se marcharon y no volverán hasta dentro de dos o tres semanas.

—Ayer. Ya. ¿Y no estaban enterados de la muerte de Canales? ¿No les hizo quedarse?

—Llevan muchos negocios... ¿Cómo me dijo que se llama, perdón?

—No se lo hemos dicho todavía. Teniente Azpilcueta y el subteniente Amaya.

— Verán ustedes. Ellos, Vasili y Misha llevan muchos negocios. Van y vienen...

—Vasili Sergueiev y ... Misha...

—Misha es apócope de Mijail. Su apellido es Leonov —aclaró el administrador —. Son primos entre sí. Les decía que ellos llevan varios negocios. El señor Sergueiev tiene una fundición de acero en Lipetsk. Trabaja y hace encargos para la empresa Novolipetsk Steel. Viene interesado en invertir aquí, de parte de ellos también.

—Bueno... Díganos, señor Barbadillo. ¿Qué cree usted que ha pasado aquí?—preguntó Azpilcueta

— No tengo ni la menor idea, teniente.

—¿Sabe usted si el señor Canales estaba preocupado últimamente, por cualquier razón que fuera?

—Bueno. Canales era nuevo en esto de la construcción...y le preocupaban las ventas y el coste de los materiales...en fin. Nada fuera de lo normal. Discutía todo y se ponía muy nervioso.

—¿Y la relación con los socios?

—Se llevaban bien. Últimamente pasaban tiempo juntos. A veces iban a Antequera a pasar algunos días.

—¿Había algo nuevo o extraño en la vida de Canales últimamente?—preguntó Amaya casi siguiendo el libro de la academia.

—Bueno, como le digo, Canales era nuevo en esto de la construcción y, a veces, se mostraba más impaciente de lo normal con la evolución de la obra, y me preguntaba mucho por los proveedores y los precios de las cosas...

—Ya. ¿Quiere decir que le exigía mucho en su trabajo?

—Bueno. A veces discutíamos por esto y lo de más allá... En fin. Pero, el grueso de las inversiones siempre es de Sergueiev y Leonov, y ellos no me preguntan tanto.

Parecía que empezaba a salir el cobre en cuanto se raspaba un poco en la presencia de ánimo del administrador. A partir de aquel momento, Amaya cogió el cordel y empezó a tirar para poner todavía más nervioso al hombre.

—¿Podría contarnos si discutieron recientemente de forma más intensa o acalorada sobre algún tema concreto?

—Miren. Yo sé que últimamente estaba un poco más inquieto. Hablaba mucho con Misha y Vasili. A veces les oía dar voces. Pero en lo esencial se llevaban muy bien.

—Sí, ya vemos. Canales muere ayer de dos tiros en el corazón y ellos se van a Rusia, muy oportunamente —dijo Amaya haciendo uso de su risita más esquiva e insoportablemente cínica. Supo que tenía que jugar al malo. Porque Azpilcueta se encargaba siempre de no maltratar a los sospechosos o a los que se veía obligado a interrogar. Pensaba que así se llegaba más lejos. Y también sabía que a veces Amaya le hacía el trabajo sucio.

El administrador miró fijamente a Azpilcueta, quien no solamente parecía ser, sino que ejercía de superior de su interrogador.

—Ya les he dicho que últimamente hablaban más, las reuniones eran más largas... Y, además, yo no asistía a algunas de ellas.

Azpilcueta hizo una seña al subteniente y éste le dejó seguir.

—Señor Barbadillo, ¿nos podría decir a qué hora se fueron Vasili y Misha a Rusia?

—Si esperan un momento, se lo preguntaré a Mónica, la secretaria, porque ella se encargó de comprar los billetes y hacer el embarque...

El administrador salió del despacho y regresó unos minutos después. La secretaria había impreso el mensaje de correo electrónico con todos los datos. Se habían marchado en un vuelo de Aeroflot, a las 13:05, con destino Moscú. Luego, Vasili continuaría, al parecer, hasta Ekateringrado.

—Hay algo más que quisiera preguntarle, señor Barbadillo. Espero no molestarle mucho más si me contesta ahora —el administrador pareció encantado con la idea de no volver a verles y se acomodó en la silla sin ocultar su regocijo.

—Necesitaríamos que nos diese una lista de las obras en las que se halla inmersa la sociedad y que nos contase todo lo que sepa sobre las inversiones de Misha y Vasili. Bueno, nos referimos a aquellas que tengan relación con Canales, claro está...

—Yo sólo soy administrador de esta sociedad y, por supuesto, ellos tienen inversiones que yo desconozco totalmente

—Tal vez alguna inversión reciente, en Antequera o su comarca. Hay una valla publicitaria ahí fuera de Antigüedades Osuna.

Ya fuera por la mirada de Amaya, o por la paciencia de Azpilcueta, Barbadillo empezaba a tener la impresión de que la constancia de aquellos guardias civiles no le iba a dejar en paz hasta que abriera de par en par su alma, y se había alegrado antes de tiempo de librarse de ellos.

—Tenemos que hacer algunas visitas, así que le rogamos nos tenga esa lista que le hemos pedido y pasaremos a recogerla dentro de un par de horas, si le parece...

Azpilcueta se limitó a despedirse amablemente de Mónica y salir hacia el coche, donde ya se encontraba Amaya. Decidieron irse a tomar algo y les pareció bien alejarse hasta Benalmádena, para dar tiempo a Barbadillo para que reflexionase convenientemente durante esas dos horas que se habían permitido concederle.

—¿Qué te parece, mi teniente?

—Uf. Ya ves. Hay tomate. El asunto es que aquí parece haberlo por todas partes, Mili.

Amaya aparcó en Puerto Marina. Y dieron cuenta de sendos molletes con tomate, aceite y jamón serrano. El café no desmereció a los bocados.

Cuando volvieron a Fuengirola y entraron a las oficinas de la promotora, Mónica les tendió un pulcro sobre con membrete de la empresa, en el que había una carpeta no menos pulcra con los datos que habían pedido.

—No hace falta que les pida que manejen esos datos de forma confidencial —rogó Barbadillo—. Y también he recordado algo que tal vez les pueda interesar.

Azpilcueta dirigió una mirada fugaz a Amaya, para mostrar su satisfacción y regodearse.

—Vasili y Misha compraron unas tierras en Antequera hará ya un par de meses. Por supuesto, no es una inversión de esta promotora, sino algo personal de ellos. De eso sí que les oía hablar con frecuencia últimamente.

—Muy amable, señor Barbadillo. Gracias.

Cuando Azpilcueta tenía ya su primer pie dentro del coche, se detuvo y miró al administrador con ojos tiernos, como pidiendo disculpas, y le preguntó:

— ¿Sería abusar de su tiempo si le pregunto a quién compraron esas tierras los rusos?

—Debería decirles que no es de mi incumbencia, pero hoy estoy de buen humor —bromeó contestando a la mirada—. Creo que a un señor llamado Márquez. No les puedo decir más que esto.

Antequera Blues Express

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