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Pili y Mili

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Viernes 2 de julio de 200_

07:45 h

Azpilcueta iba ya montado en su Alfa Romeo hacia el lugar de autos, cuando el sin manos le anunció la llamada del comandante, para pasarle novedades.

—Varón, de unos cuarenta o cuarenta y tantos años, moreno y de complexión fuerte, sin signos aparentes de violencia, más que dos agujeros de entrada de bala, con aspecto de gitano. Ropas caras y un coche igualmente caro. Por lo visto, ni se despeinó con los tiros. Tirado en el asiento trasero del coche…Sí, que le conoces… Se llama Canales. Ya…Ve hasta allí. Los del juez ya van para allá. Llámame en cuanto llegues y veas lo que hay. Yo termino aquí y salgo, ¿vale?

El comandante no se mostraba sorprendido por el acontecimiento —faltaría más a su dilatada trayectoria en la picolicie—, pero sí de que hubiera ocurrido donde ocurriera. En la Colonia de Santa Ana. En la nueva estación del AVE de Antequera.

—Estas son cosas de la costa, ¿verdad, Jabo? Pero, en fin. Mira qué te cuento. Parece ser que el tal Canales era una pieza, Azpilcueta… supongo que estás medio informado ya —le contestó el oficial—. Si andabas con los ojos abiertos por la calle, le verías pavonearse con sus colegas, sus hembras y sus coches… Incluso se le vio en alguna revista del corazón con una famosa de Marbella. Vamos, que le iba la discreción. En fin. Te va a acompañar Amaya. Mejor llámale y vente para aquí, lo recoges y os vais para allá juntos. Llévate uno de los C4 del cuerpo. No sea que tu Chiti-chiti-bang-bang os deje tirados.

No era ninguna novedad que el tal Canales era candidato fijo a la muerte que le había tocado. Pero nadie lo hubiera esperado de verdad, porque los tiros en Antequera no eran moneda corriente. Eso era cosa de la costa o de Granada hace unos años, con los italianos y los rusos dando de qué hablar en los telediarios. Pero dos tiros, dos y tan certeros no era nada habitual en estas tierras. Antequera estaba creciendo mucho y muy deprisa, decía todo el mundo… Y Canales, como el bailarín que también llevaba su nombre, se había hecho la estrella del ballet en medio de la coreografía de constructores, bancos, inversores de pelaje vario, especuladores de nueva cosecha, aventureros de diversa índole y, como escenario, la piel de toro de sus entrañas. Alguien como Enrique, del bar “A La Fuerza” le había dicho alguna vez al propio Canales que parecía un predicador de los de negro spiritual, en pleno cántico coral dirigiendo una masa enfervorizada, asintiendo entre aplausos, mientras la parroquia entera se entregaba gritando aleluyas y amén. Dios diría en qué acababa todo aquello. Y, como toda misa, por supuesto, por alta que fuera la fé y el fervor conseguido, llegaría sin duda a su fin.

Amaya y Azpilcueta se llevaban bien. Dentro del cuartel les llamaban Pili y Mili, como las ya olvidadas mellizas de la historia cinematográfica española. Con lo cual, la gracieta del sobrenombre solamente servía para los que tenían más de cuarenta y cinco. Como Amaya se llamaba Emilio y a Azpilcueta solían deformarle el apellido añadiendo una “i” de más, tenía que corregir constantemente a la ciudadanía al respecto, ya que Azpilicueta derivaba entonces fácilmente en “pili”. Y además siempre estaban juntos. Y si había algo de extraño y singular en el picoleto vasco, también lo había en Mili, porque era calé. Así que esas condiciones no deseadas ni lucidas, les convertía en una pareja conocida entre los de verde, dentro y fuera de la provincia de Málaga. Dentro y fuera del ramo del tricornio.

Azpilcueta tomó su móvil y marcó sin bajarse del coche.

—Hola, Mili. Soy tu Pili. Vamos a ser pareja de hechos otra vez. Cuando puedas, acércate al despacho del comandante Velasco, que quiere hablarte y te pondrá en antecedentes, supongo. Yo estoy contigo allí dentro de diez minutos.

Tuvo que esperar a que terminaran de cantar los Take 6 en el CD del Alfa GTV. El coro de 6 voces, cada uno a la suya, era impresionante y no se les debía hacer el feo. Y menos cantando Mary. Cuando terminó la canción, Azpilcueta apagó el contacto, se bajó y cerró el coche. Cuando entró por la puerta del cuartel, a las 8:15, saludó al guardia Narváez, que parecía sacado de una ilustración del siglo diecinueve, con su estatura, barba gris, larga y cuidada.

—Te prometo, Narváez, que cuando me jubile pienso pintarte al óleo y a tamaño natural, de capote y tricornio —le dijo poniendo su mano en el hombro del guardia

—¿Me saco una foto en pose de saludo, mi teniente, por si no llego a ese momento?

Lo de teniente siempre acarreaba el chiste, entre los del ramo milico-picoleto, de qué es lo que se tiene, cuando se es teniente de algo. El algo era fácilmente imaginable: el miembro del capitán. Después de alguna que otra variante del chiste privado sobre el apelativo, se dirigió al despacho del comandante Velasco y encontró al subteniente Emilio Amaya en el pasillo, esperando a que el comandante terminara con una visita. Unos minutos más tarde salió un hombre alto, con aspecto de extranjero y pocas maneras. Los dos guardias entraron a hablar con el comandante que obvió al personaje recién salido y les puso al corriente de las novedades del caso Canales. Con un gesto de la barbilla hacia el hombre, les explicó:

—El nuevo juez. Tenemos que dilucidar, por lo visto, aún si el asunto es para la Policía Nacional o para nosotros. La estación todavía es zona fronteriza... En fin. Id para allá. Que el juez decida allí lo que le parezca oportuno. Pero me juego la paga de este mes a que si lo halló uno de los nuestros en moto, dirá que el muerto, para nosotros.

Salieron del cuartel de la Plaza de Castilla a las 8:45 y se acercaron al bar de Enrique, A la Fuerza, a tomarse el primer y único café de la mañana. Allí comentaban la muerte de Canales con horror, ya que era un habitual de las tertulias de los viernes, al mediodía, cuando Enrique traía música en directo para el local. A veces un grupo cubano, a veces una voz y un piano, pero siempre había un aderezo sonoro a las comidas que allí se servían con esmero y sin insultar al paladar del personal. Azpilcueta también iba los viernes, cada vez que podía. Y por supuesto, aquella mañana se comentaban en voz baja las razones posibles para el asesinato, ya que eran bien conocidas las andanzas del Canales más reciente con figuras de Marbella, del toreo, de la construcción y sobre todo, del arte y las antigüedades. Claro que le conocían. Emilio, porque habían estado más de una vez, codo con codo, en alguna boda gitana. Y Azpilcueta tenía una relación agridulce con él. Era primo segundo de Susana. En fin. Vuelta a las relaciones familiares. Una pesadilla para el vasco, después de la no muy lejana experiencia con el hermano de su novia.

Azpilcueta no había querido redundar ante su comandante sobre la cercanía con el muerto. No quería alentar un discurso sobre la precaución que había de tener. El discurso iba de oficio en Velasco, y lo último que deseaba el teniente era un recordatorio profesional. Ni un caso en la familia. Y aún menos en la —casi— familia política. Aunque Azpilcueta y Amaya conocían las actividades de la víctima, sabían que cualquier novedad podía ser de vital ayuda en la investigación y de oficio iba el parar la oreja en la barra de Enrique. Por si las moscas.

Antequera Blues Express

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