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Matt “Pelvis” Rico

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Antequera (Málaga)

Polígono Industrial de la Azucarera

18 de mayo de 200_

Llevaba mal lo de su cojera, pero él sabía que lo peor —siempre— sería el apodo. Matt “Pelvis” Rico, cristianado como Matías Rico, estaba perfectamente al corriente de las dosis de mala leche que los colegas habían volcado en el sobrenombre. Pero, bien mirado, no dejaba de ser era un finísimo ejemplo de ironía conceptista, propia de la tierra: sus amigos lo bautizaran así debido a su devoción al blues, y al rey Elvis “Pelvis”. Pero, como siempre ocurre en realidad, la prosaica realidad, Matt debía la chulería de aquellos andares a una polio tardía, que le había dejado una pierna más corta y delgada que la otra. En fin, él pensaba que cada uno llevaba como podía sus cruces.

Matt peinaba ya muchas canas, más de las que su verdadera edad le hubiera impuesto. Como él estaba convencido de los orígenes bastardos de esa mata blanca de pelo, es decir, la enfermedad, la adolescencia con la cojera, y la vida golfa del músico joven, había decidido domeñarla con una coleta corta. La misma coleta que había prometido a Lucía cortarse, cuando la conoció, hacía ya casi veinte años. Pero habían pasado esos años y muchas cosas. Sin embargo, la coleta seguía ahí.

Y mientras Canales le tiraba de la coleta con violencia y le gritaba, Matt no hacía más que pensar en Lucía y en las veces que le había prometido cortársela.

—Yo quiero las pelas, ¿me entiendes, Matt? Las pelas. Yo quiero cobrar. No me interesa tu medio negocio…

Canales miró la hora en su Rolex de medio kilo, con detenimiento y oficio, ya se sabe, sólo para darse tiempo a pensar su siguiente frase contundente. Matt insistió:

—No te puedo pagar ahora, pero creo que tengo algo… Mira. De aquí a un par de meses, Canales, tío. Espérame sólo dos meses y de verdad que cobras.

—Por mí como si te operas, te pones dos tetas como esos del paseo de Málaga para hacer la calle, o te toca la lotería, Matías. Quiero las pelas. ¿Me oyes? Arréglatelas.

Acto seguido se metió en su Jaguar burdeos y le dedicó a Matt una arrancada de esas de caballaje y goma quemada, al más puro estilo americano. Canales era un profesional y se tomaba en serio lo del Jaguar y sus trajes, sobre todo desde que alguna furcia de las que frecuentaba le había dicho que se parecía a Robert de Niro, y se había decidido, a partir de entonces, a ver todas las películas de Scorsese, Brian de Palma y otras del actor americano.

Matt se acomodó la cazadora, la goma que le sujetaba la coleta y se giró para entrar en la nave, suspirando de alivio al ver el Jaguar desaparecer a toda pastilla por detrás de la gran chimenea de ladrillo, el gran símbolo del polígono de la azucarera. Pero cuando agachó la cabeza para pasar por la portezuela y entrar en su nave, se detuvo. Dio marcha atrás y levantó la mirada para echar un vistazo a la fachada. Uno más.

Cada vez que Matt “Pelvis” se encontraba en apuros, buscaba el cartel escrito sobre la fachada principal: Antequera Blues Express, Producciones musicales, S.L. Lo buscaba y lo miraba porque no sabía cuánto tiempo le quedaba a aquel rótulo allí colgado. Lo buscaba como quien busca a la propia conciencia, porque le servía para cuestionarse todo cuanto hacía desde los años en que empezó. Para intentar hallar seguridad cuando ésta le faltaba o incluso para hallar consuelo y ánimo. Entonces se juraba a si mismo no aflojar. Aunque como siempre ocurre, todas aquellas ínfulas bélicas le duraban más bien poco, puesto que, una vez dentro, al pasar por delante de los retratos que colgaban de las paredes del estudio, se ablandaba otra vez.

A veces, se paraba delante de las fotos y pasaba tanto rato recorriéndolas en la misma postura, que incluso dejaba de respirar y su cuerpo le sacudía, como al dormir.

—Esto sí que es un capital—dedicaba a sí mismo el consuelo.

Matt era de los que pensaban que ya no había duende. Ahí, sin pena ni gloria, en las fotos que colgaban de su pared estaban los mejores. Y ellos habían estado en su estudio, allí, en aquellos mismos metros cuadrados que él pisaba en ese momento. Enrique Morente, Juan y Pepe Habichuela, Calixto Sánchez, Paco de Lucía y su hermano Pepe. Y, por supuesto, Tomatito con el Camarón. El Camarón hasta le había dedicado una soleá con su nombre, de aquellas que el rubio dedicaba sólo a los que quería y cuando quería. Y Matt guardaba grabaciones de todos aquellos como tesoros incunables. Incunables claro, porque nada se podía hacer con ellas.

Pero Matt acariciaba su sueño en una nube de la que empezaban a gotear lagrimitas de realidad. Todavía le quedaba una baza que jugar antes de perder definitivamente: Matt andaba aquellos días viendo la posibilidad de que Vicente Amigo o el Tomate quisieran ponerle toque al regalo del Camarón, ahora que la Chispa ya le había dado su permiso. Con un poco de suerte, quince mil euros para pagarle a Canales, tal vez dieciocho mil, y algo más para vivir un año. Frugalmente, pero un año. Pero aquel negocio tenía una parte chunga. Y lo malo de aquel chapú era que necesitaba de los conductos oficiales de ventas de Canales. Sin él, cualquier viso de éxito de grabaciones outsiders era sencillamente imposible. Estaba convencido de que las ventas del CD con la música del Camarón estaban aseguradas si los calés lo conocían, y todo ello sin recurrir a los canales comerciales normales. Tenía que ser de boca en boca. Y cinco mil o seis mil copias se venderían en un suspiro...

Una mano en el hombro le trajo al mundo de los números rojos otra vez.

— ¿Qué le has hecho a tu amigo Canales esta vez? Que casi me atropella, con esa arrancada que tiene.

La explicación fue una tan breve, tan clara, como el gesto universal y poderoso, cargado de significado como tal vez ningún otro, de frotar índice y pulgar. Solamente hubo que cuantificar con la voz los varios ceros de la cantidad

—Pero ¿por qué le debes tanto dinero al mafioso ese, Matías?

—La vida, páter.

El padre Antonio tenía a gala relacionarse con todo el mundo. Y hasta con los que no formaban parte de él. También el páter había acudido alguna vez a las fiestas que Canales improvisaba en su restaurante La Giraldilla, y sabía que allí se celebraban cumpleaños, onomásticas y otros sacramentos, entre los que se hallaban, faltaría más, los negocios de los gitanos.

Matt solía contribuir al éxito de aquellas reuniones de La Giraldilla con sus aparatos de sonido y por eso les caía bien. Ya era bienvenido y aceptado en la comunidad de los calés adinerados. De esa manera, Matt le había ido pidiendo o sisando dinero a Canales, noche tras noche. Juerga tras juerga. Dinero que él empleaba en mejoras y puesta al día del estudio de grabación. Así, entre fino y fino, Matías grababa algunas cosas en las fiestas o en sus estudios para puro regodeo de los gitanos. Luego borraba los arranques espontáneos o la morralla, y se quedaba con lo que realmente valiera la pena. Así había conseguido esas grabaciones del Camarón en las que tenía cifradas sus esperanzas.

Pero Canales andaba últimamente con los cables cruzados y no soltaba un duro. Y además, le había exigido que devolviera cuanto antes todo lo que debía. Así que Matt llegó pronto a la conclusión de que a San José Monge, Camarón de la Isla, le debería no solamente momentos de felicidad estética, sino también de felicidad pecuniaria.

—Hijo, ego te absolvo, pero Canales desde luego no te va a perdonar ni el pestañeo entre billete y billete— le auguró el padre Antonio.

—Mire, páter. Tengo entre manos un asunto de capital importancia que me va a conducir a la gloria. Bueno, me refiero al cielo de los números negros, usted perdone, páter.

Matt se dispuso a enseñarle al pater una carta en inglés que no sabía cómo interpretar exactamente, pero que se le antojaba era la solución a parte de sus problemas. No es que no entendiera porque estuviera en guiri, que él hasta chapurreaba en lo cotidiano, pero eso sí, cuando se trataba de negocios, lo bordaba. No, lo que le tenía un tanto desconcertado era que venía de Londres, desde los estudios de Ralph Barnes.

En la carta que tenía en sus manos le pedían “...a local flamenco voice...”A él, a “Pelvis” Rico, le pedían una voz flamenca para insertar en un proyecto de espectáculo multimedia. Ralph Barnes. Ni más ni menos. Barnes había trabajado con Peter Gabriel, con Elton John, Eric Clapton o Mick Jagger. El mismísimo morritos de los Stones. ¡Claro!, exclamaba Matt. Seguramente ese era el origen de la carta. Cayó en la cuenta en aquel mismísimo momento, cuando se lo estaba contando al padre Antonio. Mick Jagger había venido a Antequera una vez a su estudio, acompañando a B.B. King, con motivo del concierto que el bluesman iba celebrar en Córdoba, durante el Festival de la Guitarra. Matt experimentaba un éxtasis indescriptible ante la parroquia de los bluseros y músicos de la zona cuando lo contaba. El episodio, convenientemente documentado en retratos y fotos sin pose, se hallaba en las paredes del estudio para mayor gloria del dueño. Matt sólo había tenido tiempo de encargar a Lozano, el restaurante del polígono, unas raciones de lo mejor, con cervezas y vino para la ocasión. Una largueza inusitada para el bolsillo de Matt Rico, que, como casi siempre, había acabado pagando Canales, por vía indirecta... Jagger había bebido apenas un sorbito de vino y después agua pura de Lanjarón. B.B. King, sin embargo, hizo los honores que el stone negó al anfitrión. Sobre las ocho de la tarde se marcharon otra vez a Córdoba, dando fin entonces al encuentro en la tercera fase.

—¿Se da cuenta, páter? Me piden a mí una voz flamenca para ellos. Estoy alucinando.

—¿Y qué vas a hacer? Supongo que querrán a alguien consolidado...

—Cuando le hable de esto a Canales querrá embarcarse otra vez conmigo. Estoy seguro, páter. De ésta me besa en la boca.

Antequera Blues Express

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