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La casa o la barca

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Domingo 4 de julio de 200_

09:25 h

—Luis. Hey, Luis. Venga, tío. Despierta. Tenemos que irnos —dijo Matt mientras sacudía el brazo de Luis suavemente.

— ¿Irnos? ¿A dónde quieres que vayamos, con la que está cayendo?—protestó el Gitanillo.

—No sé, pero seguro que se te ocurre algo. Tenemos que hacer algo con el paquete de ahí abajo…

Luis se duchó y se vistió despacio. Mientras, Matt pensaba en el porte de aquel muchacho flaco, menudo. Ahí vistiéndose como un torero. Despacio y con una parsimonia exquisita, moviendo sus dedos en los botones como un bailarín en escena. Matt le observaba con la misma delectación que si estuviera encima de un escenario. Se quedó embelesado durante el suficiente tiempo como para reconocer una nota de su voz en cada movimiento de los dedos. Para Matt era como si el Luis fuera capaz de moverse a cámara lenta. Con la lentitud que enseñan esas cámaras súper-rápidas de la televisión que nos permite ver la caída ralentizada de un futbolista, con el gesto de dolor en la cara. La misma que nos acerca al rostro desaforadamente tensionado de un torero conjurando el miedo, o la torsión casi imposible de un fórmula 1 en plena curva y el casco del piloto golpeando enloquecido los lados, justo antes de recibir el empujón de los mil caballos. Todo ello invisible a velocidad natural.

Aquel gitano joven, sin otra cualidad aparente que la de su sacerdocio flamenco, tenía un imán en los ojos y en las manos. Y se aprestaba entonces, en aquel momento de su vida, a poner en funcionamiento el que había en su voz.

Parecía que Luis confirmaba el viejo dicho de que los grandes hombres se crecen en momentos difíciles. Era joven, casi un crío, y sin embargo se desenvolvía con el aplomo propio de un patriarca. Aunque sus ojos acusaban casi a gritos la muerte de Canales, ahí estaba el Luis, en la pista de despegue a los mandos de su vida, y el futuro al otro lado del parabrisas.

Era prioritario pensar en hacer algo con la figura que tenían en el cuarto de la limpieza. Luis bajó las escaleras con su parsimonia, dándose tiempo para hacerse a la nueva situación. Pero cada escalón le sugería un tema: pierna derecha-la gira, pierna izquierda-el disco, pierna derecha-Canales muerto, izquierda-el efebo de bronce, Matt haciendo un ruego para que una repentina inspiración les sacase del atolladero...

Pensaron en contárselo a Azpilcueta, pues la Guardia Civil podría enterarse de que ellos tenían la figura. Sin olvidar que ahora eran muchos los que conocían la existencia del efebo: el intruso o los intrusos lo habían visto, de eso no cabía duda. Así que no contárselo, o hacerlo tarde les podría traer problemas.

Pero, por otro lado, asociarlo con la última tarde en vida de Canales podría ser peor todavía, y el Luis no quería atraer a los picoletos al negocio de sus tíos ni a los del occiso. Por tanto, el efebo iba a pasar unos días oculto en aquel cuartucho maloliente, al menos hasta que supieran algo más de la muerte de Canales. Y si podía, el Luis se pondría en campaña de buscar quién que se encargue del efebo. En el gremio no le faltarían gestores de confianza y máxima eficacia.

Comieron en una venta del Colmenar, camino de los montes de Málaga, por donde iban a ir a la capital, pues iban buscando el camino largo, que te da tiempo para pensar. Pero se les prolongó la sobremesa. Luis seguía en silencio y eso no ayudaba a pensar una resolución. Al final, Matt empujó a Luis dentro del coche y se volvieron. Pasaron por su estudio para echar un vistazo. Un coche y una moto. Distinta esta vez, pero extrañamente presentes en el polígono a esa hora del domingo. La idea de parar y entrar en el estudio a recoger algo de ropa no le pareció oportuna, no fueran a tentar a la mala suerte. Pasaron por delante de la nave y el candado estaba puesto. Ningún cristal roto, ni nada aparentemente anormal. De la nave de un taller mecánico para camiones, salieron dos hombres. Mirada corta al retrovisor y nada especial.

—Son Manolo, el encargado y uno de los mecánicos. Nada anormal. Ya se marchan. Y nosotros también —tranquiliza Matt a Luis.

Entraron por fin a recoger algunas prendas, algo de dinero y echar un último vistazo al bronce. Matt lo había vuelto a cubrir con la manta y estaba como él lo había dejado. Sin embargo, algo había en aquella figura, menuda, casi como la de un niño, que les atraía la vista. Oxidada y sucia como estaba, no inspiraba repulsión, sino que su rostro de delicadas facciones, casi femeninas, les movía a la ternura. Tuvieron que vencer tácitamente la tentación de empezar a limpiarla y devolverle esa dignidad y respeto que parecía pedir a gritos.

Salieron del estudio y se aseguraron de cerrar bien la nave. Matt añadió el cierre con la llave que últimamente ni usaba. Se montaron en el Mercedes y se marcharon muy despacio, como se marchaban las horas tranquilas del domingo.

Luego de darle vueltas a la idea de irse unos días a algún sitio, Madrid, o incluso Portugal, quizá Marruecos, con las últimas luces del atardecer, Luis recibió un mensaje en el móvil. Con satisfacción o alivio, pidió a Matías que se dirigiera a Palenciana, dentro ya de la provincia de Córdoba, donde Susana llevaba un rato esperándoles. Sabían que ella tenía amistades en el pueblo, que a veces le dejaban usar la casa de La Barca, una casa rural de alquiler. Allí se retiraba a descansar tras un concierto importante o se refugiaba con Azpilcueta a contar estrellas.

La casa recibía ese nombre porque antiguamente una barca cruzaba a los parroquianos de un lado al otro del río, y conectaba de forma rápida con la vega de Antequera a los cordobeses de Benamejí. Al Luis le encantaba perderse por allí de vez en cuando, porque —decía— atisbaba todavía los caballos de la partida de José María, el Tempranillo. Por allí debió de pernoctar más de una vez y más de dos el bandolero.

Bajaron el empinado camino de tierra hasta la casa, un kilómetro y medio de zig-zag para compensar la caída de la falda del monte. Alcanzaron a ver el coche de Susana en la era, pero al llegar al río encontraron otro coche a la sombra justo antes del puente. Los durmientes antiguos del ferrocarril con los que habían construido aquel puente, sesteaban por encima de las aguas bravas del río Genil.

Se interrogaron con la mirada para saber si conocían a quién pertenecía aquel coche. El Luis creyó que era del teniente Azpilcueta, pero no estaba seguro. Decidieron cruzar el puente y seguir camino hacia arriba, ahora hacia Benamejí y tomarse un café allí hasta que Susana estuviera sola. Una hora más tarde bajaron ya de noche cerrada hasta La Barca, pero el coche extraño seguía allí. Se tranquilizaron al averiguar que se trataba de Francisco, el dueño de la casa, que se hallaba junto al puente, en el embarcadero donde compartía una barbacoa con los de las barcas de rafting. En la era de la casa estaba solamente el pequeño Cinquecento de Susana.

Francisco, el dueño de la casa, disponía para ella un piano Clavinova eléctrico que alquilaba en Málaga. No conseguía uno acústico y le rogaba disculpas siempre que tenía la ocasión. Se lo hacía instalar en la terraza, de cara a la piscina y al oeste, por donde el sol se le perdía en algún momento de su febril ejecución sin que ella se percatara. Y tocaba sin parar durante horas, mientras los que cenaban en la barbacoa del embarcadero, trucha y vino en mano, contenían la respiración para que aquella magia no se les evaporara con la espuma del río.

—Hola, prima —fue el lacónico saludo del cantaor a la pianista.

Susana se levantó y abrazó a Luis como si no lo hubiera visto durante siglos. Y le pareció ver una sombra de vejez por los ojos del Luis.

—Llama a tu madre, Luis. Quiere saber dónde andas y cómo estás.

No le había hecho falta el consejo, porque la había llamado un rato antes, mientras hacían tiempo en Benamejí.

—También hay gente que quiere verte, Luis. Y a alguno de ellos quizás te convenga verlo...

— ¿Te refieres al novio ese que tienes? Susi, dime. ¿Qué le ven tu sangre calé y pianista al picoleto ese?

—Lo que yo le vea no te lo voy a describir, porque lo imaginas. Pero si te refieres al ser picoleto, es que me pongo el tricornio por montera y le bailo...

Otros usan americanos choques de palmas o empujones deportivos de hombro. Ellos dos intercambiaban estas oraciones a modo de saludo desde hacía años. Matt vio una sonrisa fugaz en Luis. Su prima Susi producía ese efecto sobre él desde que eran muy pequeños

—Te vendría bien hablar con él. No es bueno que desaparezcas de esta forma. Hay quien dice que te lo cargaste tú, Luis.

—Bueno. Lo que se diga en programas de cotilleo de la tele o la radio me trae al viento fresco.

Y se le ensombreció el rostro otra vez.

—¿Y tú, Matías? ¿Qué piensas de todo esto?—preguntó Susana.

—Hemos venido a verte para eso. Sentarnos contigo un rato y charlar.

A espaldas de Luis, Matías hizo un gesto a Susana para indicarle que había algo que contar, pero dejaría al cantaor decidir el momento de hacerlo.

Susana fue a la cocina, dispuso tres copas de manzanilla y la botella. Eligió una bandeja de barro y posó el conjunto en una mesita al lado del piano. Allí se sentó, modificó el selector de sonido del Clavinova a guitarra y empezó a toquetear muy bajito la cosquilleante escalada de una alegría. Sabía ella que aquello desencadenaría el proceso. Un minuto más tarde, Matías estaba llenando las copas y Luis ya había juntado las manos.

La misa estaba a punto de empezar.

Susana tocaba para su primo durante el rato que hiciera falta, pues sabía que aquella era la única forma de tenerle consigo, y mantener la comunicación. Ya habían pasado muchos años de silencios mal comprendidos por muchos, e intolerados por otros. Ella supo pronto que no había cotilleo que le animara, noticia que lo afectara, ni diálogo en su vida. Sólo mirada, emoción y cante. Un síndrome de Asperger del flamenco y del arte.

—¿Qué te pasa, primo? Cuéntale a tu prima qué te bulle por esa cabecita...

Luis miró a Matt para aferrarse a un puerto y éste le contestó que era cosa suya desde que le enseñara la figura aquella mañana.

—Canales nos dejó un regalo, prima. Un regalo... importante —atinó a decir entre las muchas posibilidades que se le ocurrieron.

Decir que Canales les había dejado un “regalo” abría expectativas para el entender de Susana, pero añadirle el adjetivo “importante” ya era mucho. Aquello transformaba las palabras de Luis de simplemente prometedoras en oceánicas.

— ¿Y se puede saber qué regalo es ese? —preguntó Susana ya manifiestamente inquieta.

—Ahora mismo prefiero que te quedes fuera de esto, prima. Pero tú sabes que te quiero más que a nada en el mundo y te prometo que no te lo voy a esconder más de lo necesario.

—En qué andaréis vosotros dos, es mi pregunta, Luis. Me das más miedo con lo que me estás diciendo que con lo que tienes que contarme...

Antequera Blues Express

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