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Prólogo

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Es fácil escribir sobre Antequera. En general resulta fácil quedar impresionado por esta ciudad, ya antigua para los romanos. Cuando tuve la ocasión de venirme, lo hice. Hallé trabajo en el colegio Nuestra Señora del Carmen. Tres meses después, también en la radio. Allí, Juan Manuel Clavijo, mi añorado Calvijo, me sometió a un curso intensivo de antequeranidad.

Hablando de radio, hace muchos años, yo solía sentarme junto a mi abuelo Juan a escuchar, junto a la cama, Radio Nacional de España. Nada especial hasta aquí, pero si les digo que eso ocurría en Argentina, a lo mejor cobra interés. Mi abuelo me ilustraba sobre España, sus idiomas, sus acentos, me hacía notar costumbres e historias de Europa, donde uno puede recorrer trescientos kilómetros y pasar varias provincias, lenguas, e incluso cambiar de país. Claro, muy llamativo si uno vive en un país en el que se pueden recorrer cinco mil kilómetros sin cambiar de costumbres ni idioma.

Yo nací en Córdoba. Pero en el colegio me decían que se trataba de la “Córdoba de la nueva Andalucía”, allá en Argentina, fundada por don Jerónimo Luis de Cabrera…Era ese el momento en que yo dejaba de escuchar y me iba de paseo, imaginario claro, soñando con la que debía de ser -en cómo debía de ser- la Vieja Andalucía. Allí entraba en juego la otra parte de mi familia. Mi abuela Alcira Abdalá, sirio-libanesa, primera licenciada en farmacia de Argentina. Es decir, que el azar me regaló la enorme fortuna de que las mil y una noches de historias que yo buscaba ávido en los libros, se sentaban conmigo a la mesa a diario.

En fin, que después de terminar en Compostela mis estudios, llegué a Antequera y me encontré fascinado ese mundo que de chico me había rondado por el magín y me había formado. Encontraba eso, ese sueño de película, en el olor a azahar, en las piedras…en la gente.

Claro, no piensen ustedes… Ya hubo otros, infinitamente más importantes que el que esto firma, que sufrieron o gozaron la misma fascinación. Recuerden a Washington Irving, que paseó por nuestras calles. O George Lucas, que quiso que esa Andalucía de Irving apareciera, como fuera, en sus películas de la Guerra de las Galaxias. Y así fue. Tuvieron a Sevilla loca durante tres días, para una escena que duraba 40 segundos en la película.

La cuestión es que a diario, cuando me levanto, me voy a la terraza desde la que tengo la fortuna de ver toda la Vega de Antequera. Al ser de noche todavía, las luces de los coches me dibujan la carretera de Granada, por la peña y el sol, saliendo. Si miro a la Virgen de Araceli, los coches me dibujan la carretera de Córdoba. Y si miro un poco a mi izquierda, las lucecitas me trazan el camino de Sevilla.

No sé si se han fijado qué tres cosas les he mencionado. Granada, la bella. La Garnata de los romanos, que tenían que cubrirse los pies con hoja de berza para el frío con aquellas sandalias, maldiciendo el frío con que habían topado tan al sur. Córdoba. La Qurtuba, de los andalusíes. No sabían si vivían en la más oriental de las ciudades occidentales, o la más occidental de las ciudades orientales. Así de despegados de sus raíces. Y Sevilla. La más grande urbe que los tiempos vieron, con sus galeones cargados de oro americano.

Todos esos coches en movimiento, me hacen imaginar las vías como parte de un aparato circulatorio o como cordones umbilicales que nos alimentan de historia a diario. Que nos mantiene unidos a ese pasado de forma biológica, inevitablemente unidos al tiempo y al espacio.

Pero, fíjese el lector atento, que lo mejor de todo es que como dos mil años antes de todo esto que les he contado, antes de que la primera legión romana apareciera por la vega matoneando a los pobres pastores ya había un antequerano en la cima del cerro, allá abajo en Menga, mirando cómo el sol entraba hasta el fondo del dólmen y sonreía. Porque en ello hallaba motivos para quedarse en esa vega, seguro que con algo de agua todavía, hasta el año siguiente.

Así que, cuando me asomo a la vega, les aseguro que todos los problemas se hacen más pequeños y los dolores se hacen más llevaderos. Es lo que les digo a mis amigos de fuera cuando se la enseño.

En fin. Que me he atrevido a contar una historia, una novela negra si se quiere, que cuenta cómo podemos también aquí sufrir, o gozar, o consentir, vivir en resúmen un relato que tiene, sin embargo, todos los colores. Los mismos que Juan Madrid cuenta sobre esa ciudad, o Vázquez Montalbán sobre Barcelona. O James Ellroy o Raymond Chandler sobre Los Ángeles. O Henning Mankell los episodios de su Malmö sueca. Cuentos esos en los que no es la historia, sino el alma de las ciudades la que sale en la foto. Y la de Antequera es grande. Se merece como las otras su foto –y la letra de un blues o una soleá–, vestida de domingo, en blanco y negro como las modelos de Martini.

Ojalá les guste. Y ojalá me lo puedan decir, claro.

Juanjo Álvarez Carro

Antequera Blues Express

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