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La piruleta de Kojak

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Estación del AVE

2 de julio de 200_

12:30 h

Cuando el juez dio por terminado el proceso del levantamiento del cadáver, Azpilcueta se acercó a hablar con Luis, el Gitanillo, quien a su vez, tenía a toda la pléyade de calés interesándose por su estado de ánimo ante la repentina muerte de su primo, su mentor y mecenas. Mientras los del servicio judicial se encargaban del atestado, Luis casi no podía evitar las lágrimas, puesto que, al fin y al cabo, aquel hombre le había abierto puertas, le había ayudado en su educación, y estaba a punto de embarcarse con él en la aventura de una gira con disco incluido y Vicente Amigo o el Tomate al toque. Sólo faltaba firmar con uno de los dos.

—Lo siento, Luis. Sé que debes estar triste.

—Gracias, teniente. Lo estoy de verdad.

Luis y él se conocían desde hacía tiempo. Azpilcueta era habitual de las tertulias musicales que Juan Manuel Clavijo montaba en la radio de la ciudad. Allí, en la radio, pasaban mañanas de verano encantadoras, en las que escuchaban a los maestros de cada género volcar anécdotas y charlas profundas, que trasladaban después a la barra de Guanchi, donde entre tintos y cañas, saboreaban lo poco de bueno que la vida les iba a deparar.Como Clavijo padecía una fuga irremediable de su cabellera, ya recibía el nombre de “Calvijo”. Y Azpilcueta se llamaba “Piruleta”. Y más de uno celebraba la siguiente ronda saludando al calvo Kojak y a su Piruleta.

Allí, en la barra de Guanchi, el Gitanillo había recibido parabienes de todas las áreas musicales, los bluseros, los flamencos y los de la zona clásica del Conservatorio.

—¿Tienes alguna idea de qué ha sido esto, Luis?—preguntó Azpilcueta.

—No pierde usted el tiempo, teniente.

—Venga, Luis. Ya sabes que el tiempo es oro cuando se trata de algo así.

—Pues no sé qué decirle, Azpilcueta.

— ¿No me puedes decir en qué andaba Canales últimamente?

—Eso ya lo sabe usted. Andaba mucho por la costa, tenía negocios por ahí, pero yo no le preguntaba sobre eso, ni él me contaba a mí nada.

—¿Recuerdas qué negocios?

—Construcción, teniente. ¿Qué, si no?

—¿Sabes qué hacía concretamente?

—No sé. Lo que más le oía, creo, era que andaba restaurando una fábrica antigua, para convertirla en hotel, y además una urbanización de chalés alrededor.

—¿Nos puedes decir si tenía armas? ¿Si tenía costumbre de llevarlas encima?

Luis se sorprendió por la pregunta del teniente, pero no supo contestar. Desde luego que no era por la emoción del momento, sino porque Luis no sabría negarle al guardia que las llevara con la vida que se daba últimamente. De un sarao al negocio de arte, del cante al ladrillo, de la antigüedad al sarao y otra vez al principio. Las copas y las bellezas, a deshora y en Marbella.

No quiso Azpilcueta agobiar al Gitanillo, parco en palabras habitualmente. Ya le había dicho bastante comparado con lo habitual. Y estaba realmente compungido. Así que le dejó que se marchara con sus hermanas. Jabo Azpilcueta pensó entonces, viendo a Luis, la promesa local del flamenco, heredero del fallecido Camarón, retirado casi en volandas por sus protectores, que el subteniente Amaya iba a tener que aprovechar muy bien sus conductos étnicos para poder llevar una decente investigación. Luis se subió al Mercedes azul de Matt y salieron de allí, bajo la mirada del teniente. Había decidido dejar pasar por el momento al blusero, con su cojera achulada, pero el teniente no se privó de dejarle saber, con tan solo una mirada, que él también figuraba en la lista de posibles actores de aquel elenco de grand guignol.

Azpilcueta observó la Estación de Santa Ana-Antequera, a menos de doscientos metros de donde había aparecido el coche de Canales, en plena raqueta de acceso al aparcamiento. Allí sola, se mostraba con su techo agaviotado en medio de la nada, como un arbolito en la llanura, de esos que pintaba Chavela Vargas en su cueca. Solo por eso, uno era capaz de perdonarle la pretensión.

Había un guardia compañero de la Agrupación de Tráfico dirigiendo la entrada de vehículos a la estación, dado que ahora el coche de la víctima y el dispositivo montado por la policía judicial, ellos mismos y el vehículo funerario, lo impedían completamente. En fin, tampoco era gran cosa el tránsito. Azpilcueta observaba a sus colegas de criminalística recién llegados de Málaga, haciendo su trabajo. Se admiraba de la pulcritud y el orden de su labor, que le recordaban a las mismas que veía en otros lugares. En el mundial de rallyes o en la fórmula uno, por ejemplo, cuando un participante llega a su taller, se puede ver a doce profesionales echarse encima del coche sin estorbarse unos a otros...

—Hola, Jabo. ¿Cuándo oficializas tu retiro antequerano?

—¿Qué tal, Zárate?—contestaba Azpilcueta con pocas ganas de palique.

—Te echamos de menos. El gran jefe, sobre todo. Me dice que te convenza de pasar por Málaga cuando tengas a bien.

Azpilcueta torcía el gesto, a sabiendas de que no podía continuar con su comisión de servicios en Antequera por mucho más tiempo. Y debía retornar, a regañadientes, a su oficina en su destino natural de la capital. No sabía qué podría inventar para no irse de la ciudad que le había regalado lo mejor de su vida. Música y felicidad estética.

—Si esperas a que alguno de los jefes te dé la patada en el culo para tomar la decisión, lo llevas claro. Ninguno quiere perderte. ¿Cuánto hace ya de lo de tu cuñado, Jabo? Dos años, o por ahí, ¿no?

Asentía bajando la mirada. Y sabía que pronto debía tomar una decisión.

—No te apures, tío. No sé qué les das, pero ninguno dice nada de tu situación. Mientras les cumplas, les da igual dónde fiches por las mañanas...

Volvió Zárate a lo suyo. Y Jabo, que sabía de la conveniencia de no pensar en ello, también retomó su oficio.

Se preguntaba si las cámaras de seguridad de Adif les podrían aportar algún dato. Él mismo llamó al responsable de la estación para solicitar una copia de aquellas grabaciones, incluidas las noches anteriores, y querían también las posteriores.

Amaya había recopilado ya información sobre los socios de Canales en la construcción. Además había pedido los datos de una tienda de antigüedades que una prima del fallecido llevaba en Osuna a medias con él.

Lo primero que hicieron fue acercarse a la estación y ver el alcance de las cámaras de seguridad. Las del aparcamiento eran muy bajas y solamente registraban lo sucedido dentro del recinto. Pero se fijó en que las de tráfico de las vías, colocadas en postes más altos, abarcaban más distancias y panorámicas mayores. Quizás algo podrían sacar en limpio, aunque no tenía muchas esperanzas.

Emilio Amaya se movía con una soltura gatuna en terrenos burocráticos. Se tendría que encargar de recopilar toda la información más próxima a los acontecimientos: había que saber en qué negocios andaba Canales últimamente y con quién. Los asuntos de las antigüedades no eran menos sugerentes ni lo eran los asuntos de la música. Habría que buscar en los tres terrenos, ya que todos eran foco más que probable de incidentes, dada la nueva prosperidad económica del país. Ladrillos nuevos y ladrillos viejos. Siempre un negocio. Siempre un arte.

Antequera Blues Express

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