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El ibuprofeno de Rachmaninov
ОглавлениеSábado, 3 de julio de 200_
Susana terminó la sonata con desazón. Hacía calor en la buhardilla, pero sabía que el sudor de su cara se debía a otras razones. Hacía años que le ocurría. No entendía por qué Rachmaninov la sumía siempre en aquel estado de ansiedad, aquella desazón sin nombre ni apellidos. La complejidad técnica no podía ser, al menos por sí sola, puesto que ella llevaba ya el suficiente tiempo de profesora, pensaba, como para que aquella ola de emoción —ajustada perfectamente a la sonoridad— la sorprendiera. Ya tenía dominada la técnica, algo que le confería la confianza necesaria para superar con soltura el reto interpretativo. No. Era otra cosa. Desde que había leído sobre las terribles jornadas de sufrimiento que padecía el pobre Sergei Rachmaninov, ella siempre se había preguntado en qué medida los dolores del nervio trigémino, que le afectaban mientras componía la pieza que ella ahora tocaba, habían provocado la salida de cada nota, de cada acorde, de cada arpegio. ¿Qué habría sido de la lluvia de notas, caídas en aparente azar creativo, si la mitad de su cara no le doliese tan endemoniadamente? ¿Qué paraíso artístico habría alcanzado el ruso si los dolores de cabeza no le hubiesen privado de la necesaria concentración? ¿O era precisamente el dolor lo que paría aquella belleza tensa?
Ella misma había experimentado la utilidad de la emoción o la excitación contra los dolores. La adrenalina generada ante la expectación y los nervios de un concierto, anestesiaban al compositor ruso, calmando, aunque fuera durante breves momentos de la ejecución, los intensos dolores de su cara. A ella, le servía para los mensuales, o incluso los del espíritu. Cuando escuchaba la Sonata número 2 para piano, interpretada por Arthur Rubinstein, la música alcanzaba ya los objetivos del ibuprofeno. Así que, ahora y aquí, interpretada por ella misma, el efecto era más que milagroso en lo terapéutico y en lo emocional.
Seguramente la muerte de su primo tenía mucho que ver, esa ausencia reciente y muy dolorosa por la manera en que se había producido. La ausencia reciente y dolorosa de su hermano la había adiestrado en el sentimiento, en la necesidad de consuelo, y además la había empujado a los brazos de Jabo. Pero el adiestramiento no cumplía su propósito. Seguía notando la pérdida, notaba la ausencia en kilogramos exactos o en número de células. La misma ausencia, la misma pérdida que su madre y su abuela le habían intentado explicar, se manifestaba ahora en ella cada vez que respiraba.
Por su parte, ninguna tarde de sábado o domingo le alegraban la vida a Azpilcueta. Ni en invierno el fútbol, ni en verano las playas atestadas. No le hacía la menor gracia tener que superar aquellas horas, transitar a ritmo de reloj desde la mañana hasta la noche por la vida detenida. Le parecía que era casi tan horroroso como pasear por un parque de atracciones cerrado. La noche, sin embargo, era el momento que realmente le causaba cierta expectación, en que se daba a la lectura de lo que estuviera en sus manos. Esperaba aquellos ratos creando un estado de anticipación, como llaman los ingleses a la dulce expectación. Y para dar valor verdadero al descanso que le producía aquel rato, reservaba la ducha y el tinto de verano para esa liturgia y, entretanto, dedicaba el día de sol para terminar papeles o hacer visitas cortas de rigor, como un día normal, siempre con relación a alguna investigación. Así conseguía superar con cierta dignidad ese accidente semanal en el que la cadena de la vida se interrumpe. Todo ello, claro estaba, salvo las veces en las que se acercaba a la casa de Susana.
Y allí estaban, mirándose el uno al otro. Azpilcueta sabía de lo terapéutico de la música y Susana, las tristezas laborales de aquel hombre que ahora la observaba con la cabeza inclinada, desde el marco de la puerta, inmóvil hasta la terminación de la pieza. Y era sábado.
Aunque ella hubiera terminado, él la observaba con el respeto educado de esperar hasta que se extinguiese la más leve de las vibraciones en el piano, como si aguardase a que el último jirón del alma regresase a su sitio. Entonces, ella respiraba y le miraba.
—¿Sabes afinar pianos? —le asestó ella.
—Sé apuntar con la pistola y dar en plena frente a pocos metros.
—Muy benemérito tú.
—Y tú, mucha puntería.
Se lanzaron casi el uno encima del otro. Sin mediar más palabras que las consabidas, ni perdón ni por favor. Terapia de grupo de dos. Si aquel sofá hablase, podría narrar más sombras que las cincuenta y nueve de Grey.
Veinte minutos después, ya en el epílogo de la terapia en la que Azpilcueta encontraba su mundo de nuevo sereno, y ella en paz otra vez con el cosmos, le preguntó a Susana por su primo, Luis, el Gitanillo.
—¿Le has visto estos días?
—Mi primo se deja ver poco, sobre todo cuando está preparando gira o un disco. Pero ahora, con lo de Canales, ha apagado el móvil. No tiene muchas ganas de hablar.
—Ya. Pues es lo que le faltaba al cuarto.
—Entiéndele. Es que le llaman de la radio y los periódicos… y no tiene ganas. Incluso algún programa de la tele…—rezongó ella enseñando las palmas de las manos.
—El caso es que mis jefes han hecho un sorteo entre ellos mismos y me han entregado a mí todas las papeletas de Canales. Necesito verle para hacerle unas preguntas. ¿Me vas a hacer el favor de decírselo? Si le ves…
—Si veo a mi primo no será para traicionarle.
—Dejarme hablar con él no es traicionarle. Hablas como tu abuela, morena. Y los picoletos somos ahora del siglo veintiuno.
Lo de que eran del siglo veintiuno tenía su razón de ser. La parte gitana de la familia, tan apegada a la tradición, se aferraba también a viejos tópicos, a las reglas y los cánones que conformaban ese subconsciente colectivo étnico de los calés. Y era vieja la inquina de los verdes y los calés. Tan vieja como los chistes que mantenían vivos los tópicos.
Azpilcueta y ella se habían conocido dos años antes, durante la investigación de un accidente de tráfico en el que había muerto el único hermano de Susana. Lo llamativo era que el cargamento de la droga iba en el otro vehículo implicado en el choque. Una mala coincidencia no permitía colocar claramente el cargamento en el coche que lo transportaba, pues así de violento había sido. Hubo que iniciar una investigación minuciosa para determinarlo, ya que los dos ocupantes del segundo coche sobrevivieron, aunque tardaron dos meses en confesar. Y Susana había asumido la portavocía de la familia.
Fue entonces cuando, al meterse en un caso de ese tipo, topó de frente con la condición de la familia. No sólo por ser calé, sino por la sustancia misma de ser familia también. El guardia se vio obligado a abrir en canal, como la rana en la clase de biología, todos los principios, todos los tópicos, usando a un miembro fallecido como bisturí. Se vio obligado a mirar en todos los cajones de aquel mueble antiguo, bajo la atenta mirada de una pianista que se le metió bajo la piel. Y a Azpilcueta le encantaba la música.
Ahora volvía a tropezar con la misma piedra, sin que él pudiera hacer nada para evitarla, salvo renunciar expresamente ante su jefe. Pero si lo hacía, tenía claro que la familia de su novia recurriría a él en busca de comprensión o ayuda. No conseguiría librarse de las salpicaduras, por mucho que lo quisiera.
Desde entonces, desde que Azpilcueta había metido no solo la nariz, sino que se había metido de lleno hasta las verijas en el armario completo con los recuerdos de la abuela, Susana decía de él, cuando discutían, que era sobre todo un picoleto y éste pensaba que ella era una diva mediocre.
Muy pronto se dieron cuenta de que esas palabras ejercían un poder afrodisíaco sobre ellos.
Acostumbrada como estaba Susana a escuchar música ab utero matris tua, desde antes que la parieran, reconocía inmediatamente al duende donde lo oía o lo veía. Nacida entre emotividades supinas, la parte gitana de la familia Seisdedos la acogió de inmediato cuando vieron a la niña torcer la cabeza y cerrar los ojos al oir música. Fue entonces cuando decidieron que la niña había venido bendecida del cielo para el arte. Y en él la criaron, la mimaron y la educaron. Convencidos como estaban de que, igual que John Cage, los dioses andaban por todas partes, y de que las cosas poseen su sonido propio, su propia música, los calés saben que hay que dejarla salir, liberarla para que al salir pueda hacer felices a todos. Solo que raro era que alguno de ellos supiera quién era John Cage, el músico loco. Susana no tardó mucho en contar alguna vez a Jabo que Cage tenía razón. En fin, ya Santa Teresa había dicho muchos años ha, que Dios andaba también entre cazuelas y pucheros. Y nadie le dijo que estaba loca.
Esa mañana habían enterrado a Pepe Canales Seisdedos, en Antequera. Lo que había convertido la ciudad en una convención de gitanos norteños, sureños, catalanes y portugueses. La flamenquía del país había venido a presentar sus respetos a Pilar Seisdedos, pero sobre todo a su marido, al patriarca Agustín Canales, cuyo único hijo acababa de morir en un incidente todavía no aclarado, que dejaba huérfana a parte de la tribu artística, desprotegida de uno de sus mayores benefactores y mecenas. Y, por encima de todo, a Luis Perdiguero, la promesa antequerana en la sucesión al maestro Camarón.
Así que su desconsolado padre Agustín por la derecha, los primos de Luis por la izquierda, marcaban el camino a los demás jóvenes de las familias Canales y Seisdedos, transportando el féretro del pobre Pepe Canales arrullado por gritos y vivas. Azpilcueta y Susana observaban desde atrás el cortejo, para dirigirse calle Porterías abajo a la iglesia de la Trinidad, donde el padre carmelita Antonio Jiménez iba celebrar la misa de funerales.
La madre de Canales quiso que el cortejo pasara antes con el cuerpo de su hijo por el Corazón de Jesús, parquecillo con mucho aire de common inglés, donde Pepe se retiraba a pasear, o a descansar, sentándose en alguno de los bancos sombreados de la cara norte. Hasta allí se fueron todos desde la calle Porterías, siguiendo los deseos de su madre. Hubo algún arranque por soleá, pero quisieron no afearle a Pilar Seisdedos el momento. Agustín pidió silencio levantando su mano. Inmediatamente la bajó hasta su corazón para agradecer el gesto.
Terminado el recorrido, el enorme cortejo salió del parque y, con la ayuda de la policía local, se dirigieron hacia la puerta de la iglesia del Colegio de La Inmaculada, para saludar a la beata Madre Carmen, donde el niño Canales había pasado toda su vida escolar. Sin detenerse, regresaron calle arriba para embocar la calle Porterías otra vez, hasta la iglesia de la Trinidad. No se había programado un entierro tan multitudinario, pero así son las cosas de los calés. Eso supuso una vuelta del cortejo sin programar, para amargura de los responsables del tráfico. Dentro ya de la calle Porterías otra vez, cuando volvían a pasar por delante de la casa de Pepe, alguien empezó a batir palmas de una bulería. Y se oyó entonces una voz que paralizó al cortejo al completo. Una voz femenina empezó a cantar:
Bolita rodar, bolita rodar
Ay, por qué no echas tú, primito mío,
La bolita a rodar…
Pero nadie quiso faltarle al respeto. La dejaron que cantara sola: Era Estrella Morente la que le cantaba a Pepe Canales por bulerías.
Yo no le temo a la muerte
Porque morir es natural,
Le temo más a las cuentas
Que a Dios le tendré que dar
Yo no le temo a la muerte
Porque morir es natural.
A esas alturas todos, a coro, arrancando en la décima exacta de segundo, sin directores ni batutas, resonaban como una sola voz en toda la calle Porterías, para unirse al estribillo cuando Estrella terminaba:
Yo seré muralla, pá que no te ofendan
Y a ti no te tiren, gitano, por tierra.
Estrella había abierto la veda y se desató entonces la locura del sentir. Los aplausos se agrupaban en ritmo, acompasado con el corazón de los presentes. Y todos quisieron hacer sus palmas al último paseo de Pepe Canales.
Las primas de Osuna y otras gentes entonaron unos tangos muy del gusto del difunto, porque se pavoneaba divertido en todas las fiestas cuando las chicas se lo cantaban:
Desde que se fue mi Pepe
El huerto no se ha regao,
El huerto no se ha regao.
La hierbabuena no crece
Y el perejil se ha secao.
Una vez dentro de la iglesia, comenzada ya la misa, alguien pidió a Susana que fuese a hablar con su tía Pilar, la madre de Canales. Con una mano en el brazo indicó a Azpilcueta que la esperara hasta que volviese, sorprendida por la petición de su tía. Tuvo que tardar lo suyo en llegar hasta los primeros bancos, y cuando lo consiguió, Azpilcueta vió cómo Susana se agachaba para escuchar lo que Pilar tenía que decirle, en el primer banco del ala derecha. Susana se incorporó y marchó hacia el lado opuesto, hacia el ala izquierda del crucero. Un grupo reunió sus cabezas para escuchar lo que Susana estaba transmitiendo de parte de su tía. Todas se giraron hacia una de esas cabezas, que acabó por asentir. No alcanzaba a ver de quién se trataba, pero el mensaje no fue muy largo, así que Susana emprendió el camino de vuelta junto a Jabo. La misa continuó su curso, ya sin mayores interrupciones.
Hecha la comunión de todos los que se acercaron al oficiante, acompañada de alguna soleá casi murmurada, para no empañar el momento, el padre Antonio regresó a guardar el cáliz en la custodia. Cuando bajó a bendecir el féretro con el hisopo, una voz empezó a entonar unos tangos, acompañada por unas suavísimas y delicadas palmas.
En lo alto del Cerro de Palomares
En lo alto de la Sierra de Palomares
Unos dicen que nones y otros que pares
Y otros que pares…
Fatigas, fatiguillas dobles,
Pasa, pasaría aquel
Que tiene el agua en los labios
Y no la puede beber
Era la voz de Luis. Estaba en la iglesia, como no podía ser de otra forma. De repente, Azpilcueta supo, con un sobresalto, que debía intentar lo que fuera para hablar con el muchacho. No había duda de que, aparte de aquella, no se le iba a presentar una ocasión de hablar con él tan clara. Pero cuando lo pensaba, se daba cuenta de que tendría primero que atravesar toda aquella multitud, para llegar siquiera a tener la oportunidad de acercarse. Tampoco eso era garantía de poder tener un aparte con él. Miró a Susana y ésta le adivinó la intención. Con mucha ternura, pero sin aplacar autoridad, ella le dijo que ese día, imposible. Y todo concluyó. Sencillamente. El picoleto se rindió a la mano pianista que le aplacaba el instinto, y los ojos que le pedían rendición. Dulce rendición.
No tardó en darse cuenta de que hubiera sido como pedirle una entrevista a Elton John, cuando salió del sepelio en la catedral de Canterbury para grabar el disco que publicó cuando la muerte de Lady Di. Solo que esta vez, en lugar del Candle in the wind, Pilar le había pedido otro tema. Aquellos tangos del que “unos dicen que nones y otros que pares”. Azpilcueta barruntó que debían de tener algún significado especial para ellos. Era cuestión de preguntárselo a Susana. Pero, como siempre, otra cosa era que ella contestara.