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El ciervo volante

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El Lucanus cervus tiene una cabeza desproporcionada, con unas grandes pinzas que parecen de baquelita, aquel antepasado del plástico que servía para fabricar radios, catedrales de sobremesa. La cabeza le pesa tanto que, para aguantársela, tiene que despatarrarse y dejar caer un poco el trasero, como los campeones de halterofilia. De manera que en un mismo insecto tenemos a un filósofo, con una testa imponente, y a un levantador de peso. El primer recuerdo que tengo de él es en la azotea del hostal. Estaba dividida en dos sectores: un cuadrado no muy grande, cerrado con una barandilla metálica, era el terrado de los clientes —si alguno de ellos quería subir a lavar alguna pieza de ropa disponía de un lavadero y un tendedero—. Detrás de la barandilla estaba el espacio destinado a la limpieza de la ropa de servicio, con un intenso olor a jabón de la marca Camp de Granollers, distribuido al por mayor en grandes sacas. Lavaban la ropa en una lavadora industrial de tambor que mi madre compró a una empresa de confecciones, donde la utilizaban para lavar vaqueros viejos de los que se aprovechaba el tejido. Frente a los depósitos, los lavaderos y la lavadora automática, había un gran espacio con alambres para tender manteles y sábanas, y, al fondo, un cuarto, con un techo a dos aguas, en el que se plegaban servilletas y cubremesas, unas piezas de ropa que tenían la medida justa de la mesa, un poco más: por los cuatro lados sobresalía un discreto flequillo. Se utilizaban para no tener que cambiar los manteles a diario.

Me gustaba el olor a limpio de la azotea, el sol, el trabajo de una de las mucamas que se llamaba Cedes. Un día, en un rincón, encontré un Lucanus cervus. Era muy temprano, por la mañana. No había regresado a su casa tras una de sus juergas nocturnas y yacía inmóvil sobre un montón de manteles sucios. Lo cogí con cariño, tenía unas pinzas imponentes. Lo bajé al hostal. Un cliente me dijo que en catalán se llamaba escanyapolls (‘estrangulapollos’), un nombre que, hasta entonces, desconocía. Me gustó, porque en el hostal, donde veraneaban muchas personas mayores, siempre estaban hablando de pollos, aquellos pollitos crecidos que ya tenían plumas coloradas y una pequeña cresta sobre la cabeza. Era una manera anacrónica de referirse a los chicos jóvenes: «¡Qué pollo estás hecho!», te decían de un año para otro, si consideraban que ya no eras un niño. «¡Menudo pollo tiene, señora Maria!», le decían a mi madre: un cumplido bien raro. Cuando algún cliente de paso resultaba presumido por jactancioso, exclamaban: «¡El pollo pera!». Aquel ciervo volante podría haberme estrangulado a mí, que era un buen pollo, con su bocaza de color de radio antigua, pero dormía el sueño perezoso y lento de los noctámbulos empedernidos, sin ánimo de embestir con la cabezota o de pellizcar con las pinzas.

Años después vimos un Lucanus cervus que volaba a baja altura, parecía un pájaro. Pero no era exactamente el vuelo de un pájaro: se aguantaba en suspensión, como un abejorro de charol o como un oxidado colibrí. Era casi de noche, caminábamos junto al arroyo, en un recodo donde acuden a beber mirlos y serpientes. Se escondió bajo un avellano y, cuando levanté las ramas para ver de qué bicho se trataba, encontré a los compañeros de farra: tres o cuatro machos y una hembra corrían alborotados entre hojas y ramas. Lucanus cervus: el ciervo del crepúsculo. Las bestias nocturnas, cuando llega el día, no dan pie con bola.

Mariposas de invierno

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