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Escarabajos relucientes

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Cuando se refería a la contracultura, nuestro amigo Genís decía siempre «la psicodelia». Pensaba que la psicodelia era una cuestión de actitud, que se podían conseguir estados alterados de conciencia por otros medios que no fueran las drogas. Nuestro amigo era profesor de arte: veía formas psicodélicas en el estampado de una camisa, en la cubierta de un disco, en las irisaciones de una concha, en el reflejo de un fragmento de ferromanganeso que le regaló su padre, químico industrial. Cuando descubrió que existía un coleóptero que se llamaba Calosoma sycophanta, con el caparazón que pasaba del verde al naranja (como aquellas postales con el holograma de una chica que las mueves un poco y te guiña el ojo), estaba exultante. «Sycophanta…», decía arrastrando mucho la efe, como si se tratara de un disco perdido de Pink Floyd. Después he sabido que Calosoma sycophanta quiere decir «belleza calumniadora o delatora»: es bello, pero el reflejo le delata. Aquel coleóptero resumía la juventud heroica de nuestro amigo. A los veinte años su fotografía apareció en portada en los periódicos: decían que era un terrorista de la olla, la Organización de Lucha Armada. El joven guapo de las comunas psicodélicas de los años setenta, calumniado en un montaje policial. Con cuarenta años intentaba revivir el mundo de su juventud: estaba enfermo y no se quería morir.

Cris y yo no habíamos vivido la contracultura, éramos demasiado jóvenes y no participamos en nada que tuviera que ver con la política. Nos gustaba el Carabus rutilans, que es también verde y naranja, sin el componente psicodélico del nombre imaginado. Antes de conocer a Cris, cuando por la tarde iba a caminar por el camino de Can Quadres, se veían muchos. He leído que el Carabus rutilans es un gran depredador de escarabajos de la patata. Después empezamos a encontrarlos junto al arroyo, por el camino de Can Torrent, donde una vez vimos una gran cantidad de ellos, o cerca de la Font de Llops, cerca de la balsa reconvertida en piscina: un montón de insectos acelerados que corrían por el reguero obstruido por las hojas de pino. Si encontrábamos un caparazón aplastado por un coche, con las patas dislocadas, lo guardábamos como un tesoro en un bote de cristal grabado, muy bonito, que fue de mi abuela.

Cuando Cris y yo teníamos diecisiete años, acabábamos de conocernos y entramos en la Universidad. Raquel Asún, una profesora de Literatura española que también murió joven, nos hablaba de Ibn Hazm, un poeta del año 1000, autor de El collar de la paloma. Hablando de ella con nuestro amigo Genís comprendimos el significado de aquel título. «Las cosas no tienen color», decía Genís, que había dedicado su tesis doctoral a la psicología del color. «Es un efecto de la luz: fíjate en el cuello de las palomas, que pasa del verde al púrpura y del púrpura vuelve a pasar al verde». Ibn Hazm utilizó esta imagen para hablar del amor, que se presta a todas las ilusiones, como los élitros de los escarabajos relucientes.

Un día, con Pau, estábamos construyendo unas balsas en un torrente y destapamos una galería subterránea. Apareció, aturdido, un Carabus rutilans. «¿Te has fijado en qué limpios salen del suelo?», le dije a Cris. Pasó raudo, las patas negras, ahora naranja, después verde, después verde y naranja. Saltó el ribazo y se escondió debajo de una raíz.

Mariposas de invierno

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