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El escarabajo Lamborghini

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Debió ser un día que fuimos a pasar la mañana a la montaña de Montjuic porque en el acantilado, que cae a pico sobre el puerto y las autovías, crecen muchas pitas. Y los niños, enamorados de aquellas hojas azules y verdes punzantes (el azul verdoso era uno de los colores preferidos de las cajas de lápices de colores, junto al color carne), nos llevamos, sí o sí, dos hijuelas. A mi madre no le debió gustar especialmente la idea porque no les buscó una buena maceta, de las que íbamos a comprar en la tienda de objetos de alfarería frente al cine Rellisquín. Utilizó una maceta con tacto de cazuela, muy grosera: una de esas macetas que no sabes cómo han llegado al patio. Las pequeñas pitas, claro está, no crecieron mucho. Fueron sacando hojas sobre un tallo cada vez más seco, como las lechugas cuando se espigan. Ya no eran la perfecta miniatura de aquella mañana de domingo en Montjuic: se iban confundiendo con la vieja maceta descascarillada.

Mi madre se desvivía por tres nísperos que mi hermano y yo plantamos con tres semillas. A medida que crecían, los iba cambiando de maceta y al final era tan grande que temíamos que pudieran hundir la galería. Aquellos tres nísperos delgados que crecían demasiado juntos eran nuestra infancia a su lado. Por eso les dedicaba tantos cuidados. Y por la misma razón yo cuidé alisos, alcornoques, robles, pinos y acebos: los plantaba en la orilla de las pistas forestales que abrían de un día para otro en la línea de cresta, arrasando la montaña. Y plantaba jacintos, como hacía mi madre. Y narcisos y tulipanes, porque me gustaban a mí. Una vez intenté trasplantar un roble que había nacido en el medio de una pista forestal: no podía crecer y había quedado como un arbusto. Tiraba bellotas desde el balcón de nuestra casa en Arbúcies para ver crecer árboles de bosque en medio de las acacias astillosas del descampado. Mi amigo Jordi Ribas se imaginaba a los jabalíes abriendo la boca, esperando el maná que les caía del cielo. Nos reíamos mucho imaginando la escena. Y las acacias nos respondían con una florecida magnífica, con las ramas cargadas de farolillos blancos. Las flores me gustaban tanto que me las comía.

Una vez, volviendo de una excusión, en Llançà, en el lugar en el que empieza el sendero que baja a la playa de Garbet, junto a la carretera, encontramos cinco o seis pitas pequeñísimas. Las arranqué delicadamente, para que no las pisaran los transeúntes. Las volví a plantar junto al camino y los primeros días, cuando regresaba de excursión, las regaba con el agua que me sobraba. En aquel punto el viento de tramontana derriba las pitas floridas. En torno a la caña de la flor, con las bandejas amarillas goteantes de miel, se acumulan abejas y unos escarabajos verdes (Cetonia aurata). Metalizados, planos, con unas ondulaciones aerodinámicas en la espalda: parecen coches deportivos de la marca Lamborghini. Son muy irascibles y se defienden a mordiscos. Cuando las flores de la pita se quedan sin miel, se despiden hasta el próximo año. Un día, las pitas que trasplantamos serían como estas pitas caídas —pensábamos, si advertíamos que crecían un poco—, llenas de abejas y escarabajos verdes. Ahora sé que todo aquel anhelo de cuidar robles y acebos, jacintos y pitas, nos ha servido cuando hemos tenido que cuidarnos a nosotros mismos.

Mariposas de invierno

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