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Las hormigas aladas
ОглавлениеAntes de que existiera Kill Bill estaba Will-Kill: una empresa de control de plagas de la calle Luchana, en Poblenou, junto a la casa de mis padres. Tenían una oficina en una planta baja, con una puerta de cristal glaseado con el nombre en letras rojas. Disponían de un utilitario, con las ventanas de atrás cubiertas y encima, otra vez, el nombre: Will-Kill. Cuando vi en el cine Naked Lunch, de David Cronenberg, basada en la novela de William Burroughs, me imaginaba al personaje del exterminador de plagas que roba el insecticida (su mujer se lo inyecta para drogarse) como un empleado de aquella empresa misteriosa. Años después, ya no vivía en el barrio, encontré de nuevo la oficina de cristales glaseados de Will-Kill y un coche con la ventana cegada en Horta, junto al Pavelló de la República, donde iba a investigar.
«No la cojas, que está llena de piojos», me decía mi madre cuando una golondrina caía del nido y la encontrábamos en medio de la calle. «No toques esa porquería con las manos». «Vas a coger una tisis galopante». La tisis galopante era el summum de la enfermedad. Si sudabas mucho, si bebías agua helada, si dormías con el culo al aire. Inmediatamente después venía la intoxicación con mistos Garibaldi: nosotros les llamábamos rascaparets (‘rascaparedes’). El hijo de unos clientes del hostal, que tenían puestos en el mercado, murió envenenado por estos mistos. Eran unos petardos muy simples: una tira de papel basto con unas uñas de fósforo. Unos niños, por San Juan, se los refregaron por los brazos: querían ser fosforescentes. Para que se pegaran mejor, uno de ellos lo remojó con la lengua. El fósforo blanco le destruyó el hígado. Lo he leído en una carta al director de La Vanguardia, del 25 de junio de 1968: no sé si debía ser el hijo de nuestros clientes, porque no aparece el nombre. La noticia de la muerte no se llegó a publicar nunca. Prohibieron los mistos Garibaldi, pero cuando yo era chico todavía vendían tiras de papel con pequeñas uñas de petardo: mi madre me los dejaba comprar, pero siempre me contaba la historia del niño que se había muerto. El rascaparets ha sido el único petardo que de verdad me ha gustado.
Las hermanas del chico jugaban con nosotros en la calle, por la noche. La pequeña, Mireia, empezaba una historia de miedo que le hacía mucha gracia: «Era una vez un Drácula… y bla, bla, bla». El hijo de la peluquera, Pepe Gallo, explicaba un caso que hace poco he recordado. Era un chico de pueblo, que cumplía su servicio militar. La perspectiva de entrar en el Ejército, a los diecinueve o veinte años, nos tenía aterrorizados. Cada año, en el mes de julio, se celebraba la Fiesta de los Quintos, en la que se recogía dinero para pagar el viaje hasta las casernas lejanas. Es el primer día: los quintos están en el patio, en formación. El teniente grita: «El ocho». Nadie responde. Vuelve a gritar, autoritariamente, una y otra vez: «¡El ocho!». En la fila, firmes, el chico piensa: «Pobre el que tingui l’otxo. Jo rai, que tinc el vuit!» (‘Pobre el que tenga el ocho, a mi plín, que tengo el vuit’ —vuit en catalán es ocho—). Yo digo una tontería que he aprendido en casa —«Pepeta, el cor em peta!». «Tant si et peta com si no et peta em dic Carmeta!» (‘Pepita me peta el corazón. Te pete o no te pete, me llamo Carmeta y no Pepeta’)— que ahora comprendo que debía ser el fragmento de un vodevil de Josep Santpere que mi abuelo vio en el Paralelo, con una visión cáustica del amor masculino. De pronto todos los niños se levantan del poyo y corren bajo la farola de Can Son. Han visto una nube de hormigas aladas, que caminan por la pared y vuelan en torno a la luz. Yo intento colocarme junto a la chica que más me gusta, que se llama Merche. En la terraza del hostal, el padre del niño muerto apura el café y la copa de coñac. Ve a los niños acelerados con las hormigas y dice con voz de bajo: «Mañana lloverá».