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Las mariposas de las flores secas

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«¿Qué estamos haciendo aquí?». Cris preside la mesa. Pau y yo estamos sentados uno a cada lado. «¡Es agosto!», dice, como si nos leyera el pensamiento. Y empieza a llorar desconsoladamente: con los ojos cerrados y un rictus en la boca, parece la máscara de la tragedia. A estas horas estaríamos comiendo en el apartamento, yo subiría al monte Tifell, en Llançà, nos encontraríamos al cabo de un par de horas en la playa, sería el primer fin de semana de las vacaciones. «Cris —le digo—, nos estamos curando». Al día siguiente Pau se quedará a hacerle compañía y yo subiré al Matagalls, una de las cimas más altas del Montseny. Hace dos años que no voy. ¿Cómo podíamos pensar que después del verano no íbamos a regresar? Volvíamos de la playa y empezaba la temporada de las setas; cuando llegaba el frío empezábamos las excursiones largas. De buena mañana llego al Figaró, en el tren-escoba que devuelve a casa a los que cierran las discotecas. Salgo de la estación, me pierdo, mal orientado por los carteles que marcan los senderos de Largo Recorrido. Entro en una gasolinera de la Repsol y el mozo me dice que el único camino para llegar al castillo es una pista asfaltada. «Por la pista, no». Pero luego sigo su trazado: curvas y más curvas hasta llegar al pie del castillo del Tagamanent.

Un año, con mi amigo Albert, dejamos el coche en Collformic y recorrimos a pie todo el Pla de la Calma. Llegamos hasta el caserío de Bellver, que ahora es restaurante; nos perseguía una gran tormenta. Encontramos a un viejo, un pastor que tiempo atrás debió sufrir un ataque de apoplejía. En la Diputación de Barcelona le permitían vivir en la casa como guarda del parque. Le pedimos que nos dejara cobijarnos en la casa. Nos dijo cinco o seis veces que no, pero no hicimos el mínimo movimiento que indicara que íbamos a salir a la intemperie y nos quedamos en aquella habitación oscura, sin decir nada, una hora o más, hasta que amainó la tormenta.

Había olvidado que los tallos de las zarzas reptan y que las puntas tiernas de sus ramas invaden el camino. Había olvidado que existía el orégano. Cada año me sabía mal marcharnos de Arbúcies, en la montaña, a Llançà, en la costa, en el momento en que florecía el orégano, porque en Llançà no hay. Cuando regresábamos a Arbúcies, en el mes de octubre, solo encontraba flores quemadas. En una flor de cardo, de un violeta fluorescente, encuentro dos gitanillas (Zygaena filipendulae). Negras, con un reflejo azulado y unos topos rojos, como zapatos de flamenco. En otra flor de cardo, dos gitanillas más, acopladas. En el camino de vuelta me fijaré a ver si aún están. Todo el día copulando en un cardo seco. Pero por la tarde el cielo está cubierto, las nubes se despliegan con ronquidos intestinales. Las mariposas, los coleópteros y los abejorros han desaparecido de las flores.

«¿Qué has visto?», me preguntaba Pau cuando era pequeño y yo volvía sudoroso y contento de rodar solo por la montaña. «Una empusa, un vuelo de perdices, un zorro que llevaba en la boca una comadreja. Una pareja de comadrejas bajaba cada día a beber a la balsa, el zorro las esperó y dio caza a una de ellas», le contaba al niño. «La otra corría detrás del zorro, intentaba morderle las patas y chillaba desesperada». «Las sorras comen comadregas», escribió en un dibujo: era muy pequeño, no iba todavía al colegio. «¿Sabes lo que he visto? —le digo a Cris cuando llego a Barcelona—. Zygaenas. Y aquella planta que crece pegada al suelo, tiene las hojas rizadas y una gran flor seca en el centro; los campesinos las clavaban en las puertas de sus casas». Hacía meses que la habían cortado y todavía se abría y cerraba, si el tiempo era húmedo o seco. «¿Cómo se llamaba?». «Una carlina». «Exacto: yo soy tu carlina».

Mariposas de invierno

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