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Los abejorros de galería y pasillo

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Pega un sol rabioso. La galería del Poblenou está recién pintada. La ventana de rejilla que da al trinquete, por donde entra el ruido de las pelotas al golpear en la pared, es de color verde oscuro. Las botellas de butano brillan con un color naranja vivísimo, sin ningún rasguño. En los baldes, el agua de lluvia que recogemos para regar los tiestos de azaleas, tan delicadas, es transparente como el agua de una fuente. Las tres plantas han florecido, todas al mismo tiempo, todas las flores a la vez —la azalea blanca, la azalea rosa y blanca, la azalea rosada—. Mi madre puede decir las frases que tanto le gustan: «Con tantas flores no se ven las hojas» o «Hay más flores que hojas». Coge una de las macetas, por la base, y le da un giro: la mata se balancea, pero no se desprende ni una flor ni un pétalo ni un pistilo.

Es la hora del abejorro (Macroglossum stellatarum). Llega volando desde otra galería. Mete la cabeza en una flor, retrocede, mete la cabeza en otra flor, recorta, sube, entra en un cáliz, saca la cabeza, baja, se desplaza lateralmente, sorbe un poco y huye volando hacia la galería de la casa de al lado, que nunca hemos visto, felices entre las cuatro paredes altas y blancas de nuestro patio. Es un poco barrigudo, gris, parece de gelatina. Tiene las alas naranjas, con una parte gris, como una película transparente. Y una cola negra y blanca, rayada y, al final, una aleta, como un avión de papel. Cuernos y una trompa rígida que va hundiendo en el cáliz de las flores. Aunque todo es incierto, borroso y vibrante y no puede afirmarse seguro que sea así o asá. Mañana a las doce del mediodía nos visitará de nuevo. Yo tendré los pies en un cubo, pondré los manos en la anilla exterior, como si fuera el volante, y blasfemaré para que parezca que estoy conduciendo como mi tío. El abejorro hará las tres o cuatro visitas a las flores que más le gustan y saldrá volando, borroso y vibrátil.

Si lo vieras detenido sobre una hoja no lo reconocerías: completamente gris, con unas aguas negras en las alas, la trompa y los cuernos escondidos. Peludo: sin aquella consistencia de caracol volador que encanta a los niños. Como el travesti deslumbrante de aquel cuento de Terenci Moix, que sorprenden en el lavabo, calvo y sin peluca. «¿Recuerdas el año que tuvimos en el pasillo, durante todo el invierno, aquella Catocala conversa?», le digo a Cris, que está frente a la mesa, en su silla de ruedas. Es una mariposa que se parece un poco al abejorro: un triángulo gris que, al abrir las alas, se ensancha y deja ver una combinación anaranjada. Pasábamos poco tiempo en el piso de Arbúcies. De lunes a viernes estábamos en Barcelona. Los sábados y los domingos los pasábamos en el bosque. Cuando parábamos en casa, trasteábamos en la cocina, cenábamos o escuchábamos música en el comedor, o nos encerrábamos en las habitaciones a leer y a escribir. Nos acostábamos temprano. Los insectos entraban por las ventanas y rondaban por el piso. Cuando descubrí la Catocala conversa, en la pared, cerca del techo, la toqué con la punta del dedo para saber si estaba viva. Inició un movimiento de rotación y se detuvo en seguida. Una mañana, cuando empezaba el buen tiempo, desapareció. A la hora de volver a Barcelona, la noche del domingo, abrí la ventana Gravent de la cocina, como hacía siempre que quedaban insectos por casa, para que siguiera la corriente de aire y saliera volando.

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