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Hormigas argentinas

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«¡Ahora sale con que las hormigas le hablan!». El chico ponía cara de espanto. Yo había oído claramente el chillido de una hormiga. Fue en el prado de Can Pla, junto al bosque de encinas, donde empieza el ramal de la pista que desciende hasta el pinar. En su primer tramo, está cubierto de hierba. Eran hormigas autóctonas, negras (Lasius niger), de esas que parecen dos bolitas de tinta pegadas, todas las bolitas de tamaños diferentes. Habían levantado una pared en torno al hormiguero, como la torre de refrigeración de una central térmica, con las piedrecitas desagregadas, en equilibrio unas sobre otras. Junto a la pared, hebras de paja y glumas de avena loca. «Te juro que la he oído chillar». Cris me miraba como si me faltara un tornillo.

En aquel momento hubiera tenido que añadir orgullosamente: «Sí: me hablan. Cuando era pequeño, en uno de los tilos de la terraza del hostal había un hormiguero. Me gustaba observar a las hormigas: verlas salir del agujero, subir y bajar del tronco. No era una hilera uniforme: de cuando en cuando salía una, como los esquiadores que se lanzan a la pista para iniciar un eslalon. No veía a ninguna que se moviera en otra dirección que hacia la copa del tilo. Quizás se alimentaban del pulgón que se formaba en las hojas y que desesperaba a mi madre, porque caía encima de los clientes. Me hablan porque, más mayorcito, me daba vergüenza que me vieran todo el día sentando frente al alcorque del tilo: metía las hormigas en un bote y las llevaba al patio. Mi madre quería que la entrada del patio, una gran puerta claveteada, con dos batientes que terminaban en un semicírculo, estuviera siempre cerrada, para que los clientes y la gente de la calle no pudieran entrar sin ser vistos hasta la cocina y el comedor. No sé de dónde había salido un gran cubo rectangular de hormigón, aproximadamente de un metro de largo, que parecía un depósito sin tapa. Mi abuela lo llenó de tierra y plantó en él un palmito, de tronco peludo, y hortensias de invierno que no prosperaban, porque encajonado entre el hostal y la casa de al lado, y con una pérgola por la que trepaba una vid salvaje muy tupida, en el patio nunca tocaba el sol. Me dedicaba a levantar las macetas y recogía los bichos que quedaban en la base y en el suelo para llevarlos al cubo: cochinillas de la humedad —que todo el mundo conocía como bichos bola—, pequeñas escolopendras, ciempiés (Tachypodoiulus niger) que olían a medicamento. También liberaba en el depósito a las hormigas del tilo. Esperaba que construyeran un nido en las raíces del palmito: venga, venga, sin reina, sin obreras, sin castas, viva el comunismo libertario, el puñado de hormigas que había traído en el bote. ¡Y por eso ahora, agradecidas, me hablan!».

«No seas animal», me diría Cris, que me ha oído contar esta historia un montón de veces. «Las hormigas del tilo eran hormigas argentinas (Linepithema humile) ¡y son una plaga! Estas son hormigas autóctonas: ¿qué tienen que ver unas con otras?». «¡No es necesario que te pongas como un reveixí!», respondería haciéndome el ofendido. Los reveixins (Crematogaster scutellaris) son aquellas hormigas de dos colores, rojas y negras, malhumoradas, que se crían en los alcornoques y que, cuando se enfadan, que no les cuesta mucho, levantan el abdomen como si quisieran clavarte un aguijón. Lo sabemos porque a nuestro amigo Genís le gustaba la palabra reveixí y la utilizó en el título de un libro de poemas.

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