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Los bichos de la cuenca de la mano

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Mi yaya debió de beber en muchas fuentes porque cuando llegábamos a una y no llevábamos vaso (nunca lo llevábamos), formaba una cazoleta con las manos, muy bien hecha, no se le escapaba el agua por entre los dedos. Tenía la piel pecosa y unas palmas blancas y limpias: era como beber agua con jabón. Cuando, más mayor, era yo quien hacía la cazoleta, se me escurría el agua por los brazos. Bajó mucho el caudal de las fuentes. Siempre llevaba botellas de plástico para regar los árboles y, si sobraba, me la echaba por la cabeza. Un verano, en Llançà, cuando el sol había calcinado la mayoría de las plantas, le enseñaba a Pau a hacer la cazoleta. «Pon las manos así». De las flores de hinojo tomaba uno, dos, tres, cuatro chinches a rayas rojas y negras (Graphosoma lineatum). Es un pentatómido, como el chinche de escudo verde. Los chinches rayados corrían confiados por la mano del niño, los deditos abultados, con pliegues en las articulaciones. Había muchos, siempre en las mismas matas, siempre de tres en tres o de cuatro en cuatro. Rondando del tallo a la flor y de la flor al tallo, sin actividad conocida. Y a lo mejor se trataba cada tarde de los mismos chinches, que pasaban de la flor a la mano y de la mano a otra flor. Por la mañana, antes de que pasáramos caminando hacia la playa, se reagrupaban para estar en su sitio, cuando los buscara el niño. Y al niño le hacía gracia que hubiera tantos y cuando algún amigo venía a visitarnos se los ponía en la mano, como una gran cosa, y decía, sabelotodo: «¡Son los típicos!», porque había muchos. Y a pesar de ser rojos y negros, en la tripa tenían un reflejo verdoso. Y no se comprendía que tuvieran esa combinación tan extremada, rojo y negro, con el rojo un poco gastado. Debía ser para asustar, como las avispas. O para quedar confundidos con aquel bosque de tallos secos, verticales, con roturas raras, un bosque de paja seca y sin nombre, en el que de cuando en cuando se enroscaba una campanilla rosada. Y el chaval reía porque a veces encontraba dos pegados por detrás. Hacia el final del verano, veía dos o tres en la flor cerrada de una zanahoria silvestre, que parecía que habían entrado allí para dormir.

«Son siempre los mismos bichos», insistía su madre. Recordábamos un día, cuando el niño tenía tres o cuatro años. Se dedicó a contar los polluelos de las golondrinas que asomaban la cabeza en el nido, en el garaje del apartamento de alquiler. Estaba ansioso por conocerlo todo. Y cada golondrina que asomaba la cabeza la contaba como si fuera un nuevo ejemplar: «¡He visto veinticuatro, veinticinco golondrinas!». Y todo el mundo se reía de las ocurrencias del crío.

«¿Cómo deben estar tus pequeñas encinas?», me preguntaba Cris, en invierno, un día de fuerte temporal; o si hacía tiempo que no llovía, pensando en las encinas que plantábamos en la cresta de la montaña desde hacía varios veranos. Solo veíamos los árboles y las plantas en el pico del calor: la plenitud de los hinojos, que cubrían el panorama con un velo transparente, verde y amarillo. En los días felices de finales de verano masticábamos los granos, que nos dejaban en la boca sabor de anís. Cuando se marchitaban, a principios de noviembre, ya habíamos regresado a Barcelona. Un año me fijé en los círculos de moho que se forman en el tronco de los hinojos y los describí en un artículo. Pero no veíamos cómo crecían y cómo acababan matando la planta. De un año a otro los encontrábamos siempre verdes y tiernos, y siempre, al final, daban unos granos que se podían comer. ¿Cómo deben estar los típicos, ahora que no vamos?

Mariposas de invierno

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