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El escarabajo de la poca harina

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Reunir una colección de insectos. Antonio Espuña, un niño del colegio, en el Poblenou, le puso el nombre de bichario. Ir clavando a los insectos en una base de corcho, en una caja de puros. No tener paciencia para esperar que hayan muerto y ver cómo empujan con las patas, se desclavan y caminan con la aguja que los atraviesa, entre los otros insectos, como los fantasmas de un castillo. Descubrir los campos de trigo de Can Blanc y, en una espiga, el macho de la Hoplia coerulea. Los manuales dicen que es de color azul ceniciento. Qué trabajo tan ingrato encontrar palabras para definir lo indefinible, tristes escritores de manuales. La parte superior es azul celeste, metalizada y fluorescente, con la tripa gris, plateada con trazos negros, como si la hubieran arrastrado, rascándole el fondo. Pero el macho de la Hoplia coerulea raramente toca el suelo. Es un coleóptero equilibrista que se aguanta con las sierras de las patas, de forma inverosímil: en una espiga, en un brote de helecho o en una hoja de ortiga. Las patas de atrás estiradas, con unos buenos muslos que parecen ancas de rana. Una vez, mi amigo Cristian, de Santiago de Chile, quiso seducir a una secretaria invitándola a cenar. Las ancas de rana le gustaban con delirio, pero le daba miedo que la chica se asustara y le estropeara el plan. Utilizaba un lenguaje en clave con el camarero: «Tomaré un pollito». Le sirvieron dos ancas de rana tan grandes que parecían medio pollo. La chica estaba convencida de que efectivamente lo era.

Las grandes casas solariegas, rodeadas de campos de trigo. La montaña, el bosque, los bancales difíciles. Uno de los vecindarios de Arbúcies, entre barrancos y torrentes, se llamaba «de la Poca Farina». Ahora todos lo son, vecindarios de poca harina: el cereal cultivado ha desaparecido, o prácticamente, y la Hoplia coerulea ha huido a las veras de los caminos. Un insecto tan bonito y tan escaso. En el mes de junio aparecen algunas colonias. En una zarza. Bajo unos álamos, donde crecen, rebozados de polvo de coche, lirios de un día, con las hojas un poco remangadas, los pétalos con una raya en el centro, el corazón dorado y, en el interior, como si salieran de un jarrón, los pistilos, empolvados y erectos. La belleza perfecta: un escarabajo de cristal, en un lirio de seda que se abre solo para ti. Dicen los manuales que las hembras de Hoplia coerulea son marrones, que se esconden al pie de las plantas en las que los machos chulean y se desperezan indolentes. Buscamos por el suelo, apartando las matas, no vemos ninguna y en seguida nos cansamos de buscar.

«Es un insecto muy raro», le digo a Pau, que va saltando, pensando en sus cosas. «A medida que se han ido abandonando los cultivos, han desaparecido del mapa». Pero encontramos una gran colonia en unas zarzas tiernas, en una curva de la urbanización a medio construir donde vamos a jugar al fútbol. Otro día, después de un gran discurso extincionista, en la puerta del bloque de pisos junto a nuestra casa: en el seto de ciprés brillan decenas de reflejos relucientes, como bolitas de un cristal de seguridad que explota y se esparce por los rincones. «La belleza está por todas partes», dice la Hoplia coerulea, llamando al exceso de confianza. «Muy bonita, pero el ala le sobresale de los élitros, como si llevara la camisa por fuera», le digo a Pau, que sostiene cuatro o cinco en la mano, para que no nos hagamos tantas ilusiones.

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