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La mosca del casco de cerveza

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Antonieta la del Brasil está de visita, pero como mi abuela y mi madre andan atareadas en la cocina, va dando vueltas, ociosa, por el hostal. Ha venido a buscarme al patio, donde juego con las botellas y se sienta, como yo, en un cajón de bebidas. En los años cincuenta era vecina de mis abuelos en el barrio de Gràcia de Barcelona, con su marido y el niño, Paquito. El marido debía haber muerto recientemente porque Antonieta viste de negro de la cabeza a los pies: blusa negra, falda negra y el pelo muy negro, teñido. Cuando estuvimos en Río con Cris, muchos años después, nos llamó la atención que las mañanas que la temperatura bajaba de los veinticinco grados las mujeres se ponían medias. Antonieta debía llevar medias de luto. «O que você faz?», se le escapa en brasileño, por la costumbre. Y enseguida me lo traduce al catalán: «Què fas?» (‘¿qué haces?’). Le explico que estoy reuniendo los culines de las botellas y los voy pasando de una otra para preparar un brebaje mágico. En una botella de vino —las hay verdes y transparentes (esta es transparente), de vino blanco o rosado, de la marca Oliveda— voy juntando los restos de todo un cajón. En una botella de Coca-Cola mezclo Coca-Cola, Kas de naranja y de limón, y cerveza. En las botellas de batido de cacao y de horchata los restos forman una costra sólida que se seca y se agrieta. Voy accionando los sifones agotados, que expulsan con un gargarismo los restos del líquido.

La cortina metálica del comedor golpea el cristal granulado. Mi madre sale secándose las manos con un trapo de cocina y me pide que riegue las plantas. Cojo una regadera de zinc, que ha perdido la boca, y la lleno en una pequeña pila. La lleno tanto que me mojo las alpargatas. Donde las baldosas están rotas o levantadas por las raíces de la parra virgen han puesto un pegote de cemento rosado. Por una ventana del patio se ve la cocina de Can Torrent.

Voy regando la hilera de tiestos, pequeños y grandes, pegados a la pared del hostal. Y, de vuelta, la otra hilera pegada a la pared y al muro del jardín de la casa del al lado, donde están el palmito y las hortensias de invierno. Una mosca (Musca domestica) camina por el reborde de un botellín de Bitter Kas, que acaban de retirar de una mesa: el cuello y las paredes de color rojo aguado. Da dos o tres pasos hacia delante, se para. Pega al vidrio aquella especie de trompa. Da dos o tres pasos más. Gira un poco, mete la cabeza y dos patitas en el cuello, vuelve a pegar la trompa en el vidrio. Retrocede, gira bruscamente y sale volando. Vuelvo a llenar la regadera en la pila baja y tiro agua a la planta que he regado a medias; tengo prisa porque quiero volver a mis experimentos. La mosca da una vuelta rápida al reborde de la botella y mete todo el cuerpo en el cuello. Ha visto, en el fondo de la botella, una película fina y tentadora de Bitter Kas.

«No corras, que te vas a caer», grita Antonieta, sentada en su cajón, con las manos en el regazo, cuando me ve correr desde el fondo del patio con la regadera vacía. La mosca, con las patas, las alas, las antenas, la trompa y los pelos de la espalda pegajosos de bíter, encuentra el agujero para salir. Una moscarda azul (Calliphora vicina) da vueltas y más vueltas en una botella de San Miguel, con un zumbido desesperado y alcohólico. Rueda mucho rato antes de caer al fondo, empapada y muerta. Años después, cuando viajamos a Brasil, busqué el número de Paquito en una guía de teléfonos de São Paulo, que era un volumen inmenso. Lo encontré. Nos recibió muy bien y se extrañó de que estuviéramos viviendo en uno de aquellos pisos tan pequeños de Gràcia, donde también ellos vivían antes de emigrar al Brasil.

Mariposas de invierno

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