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El zapatero Plein Ciel
Оглавление«¡Qué fuerte, todavía no habían construido los pisos de la Rectoría!». Mis tíos, que filmaron la película de Super-8, hace tiempo que dejaron de venir regularmente a Arbúcies: no saben cuáles son los pisos de la Rectoría. «¡Y se ve la antigua serradora de Can Torrent!». Más adelante, cuando dejó de funcionar, en el portón clavaban con chinchetas los carteles de la Orquesta Maravella. Eran unas chinchetas plastificadas, cada vez de un color diferente. En los grandes plátanos de la subida hacia la ermita de la Piedad, junto al campo de fútbol, también colgaban carteles de la fiesta mayor con chinchetas de esas. Las arrancaba con una moneda y llegué a tener un montón. Eran unos colores preciosos, verde pálido o naranja claro, como los de las carrocerías de los coches franceses de la época, que conocíamos a través de las miniaturas Norev que mis tíos nos traían de Andorra. Una prima de mi madre, que se llamaba Maria Dolors, se había casado con un murciano muy simpático que hablaba un catalán plagado de palabras francesas. Pasaban una tarde a vernos al hostal: venían de Toulouse para pasar unos días en Viladrau, el pueblo de sus padres. Cada verano llevaban un coche distinto: un Simca Aronde Plein Ciel, un Citroën 6-8, un Peugeot 404. En casa decían que eran de segunda mano y que los cambiaban cada año para impresionarnos. Leí que, en los años sesenta, la artista Paule Marrot escribió una carta al presidente de la Renault en la que criticaba los colores de sus coches. A raíz de esa carta la contrataron para definir la gama de colores de la carrocería y del interior del modelo Dauphine.
La carretera nueva aún no existía. Can Torrent tenía un gran jardín y, al fondo, la serradora. El huerto de la Rectoría ocupaba media manzana. «Asunción vendió una franja de huerto que tenía, sin la cual no se podía abrir la carretera nueva», decía mi madre, que muy de tarde en tarde tenía la manía de los reproches y que siempre decía Asunsión. «¡El partido que le sacó a aquel bancal!». La calle quedaba cortada en ca la Conxa, una perfumería con unos grandes escaparates y unos escalones donde nos sentábamos los niños a ver pasar la gente que subía por la calle del Vern. El marido de Conxa tenía un Citroën «Pato» negro, con cromados brillantes, y a veces lo sacaba del garaje para airearlo y presumir un poco.
Yo recordaba unas matas de Dondiego de noche y unas piedras redondas, de río, que marcaban el límite del huerto: levantabas las piedras y surgían unas decenas de zapateros (Pyrrhocoris apterus). Parecían zulús. Tenían forma de escudo, aquellos escudos largos, que cubren hasta las rodillas, un poco ovalados, con dos triángulos y dos círculos pintados. El fondo es rojo y los dibujos, negros. Detrás del escudo, que parece una máscara gigante, la cabeza y las patas. Centenares de insectos, guerreros fervorosos que te subían por las manos y se lanzaban de cabeza al vacío. Seguramente el párroco ya había vendido el terreno, quizás era el último verano del huerto de la Rectoría.
Después vino el año de las cabañas. Todas las noches, los chicos nos citábamos en el descampado y construíamos una cabaña con maderas y cartones. El padre de uno de los chavales trabajaba en las carrocerías y trajo unos recortes de plexiglás. «Es un vidrio que quema», nos explicábamos admirados unos a otros. Lo utilizábamos para iluminar el interior de la cabaña: un trozo de plexiglás atado con un alambre. A punto de excavar los fundamentos en el solar, vino el verano de las hogueras (me escapaba porque mi madre sufría por mí, encerrada siempre en el hostal, y me tenía prohibido acercarme al fuego), y después ya edificaron los pisos.