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La mariposa del rayo de sol
ОглавлениеHan abierto el kiosco: la plancha de madera que tapaba la ventana sirve ahora de mostrador. Los hombres toman carajillos y los niños, Coca-Cola. Sirven café de un termo, conservan las bebidas en un cubo con hielo. Por los altavoces se oye carraspear una música. Han cubierto con tierra los regueros que se forman cuando llueve. Ayer estuvimos corriendo por el campo en bici y aún estaban. Mañana, si vamos a tirar unos chuts, nos dará impresión ver las rayas de cal medio borradas, como si también nosotros fuéramos futbolistas. En las porterías donde acostumbramos a jugar han puesto redes, hechas con cuerdas finas y resistentes. La gente se distribuye en torno a la barandilla de hierro. El equipo del pueblo viste como el Athletic de Bilbao: camiseta a rayas blancas y rojas, pantalón negro, calcetines a rayas. El escudo está cosido un poco bajo, entre el pezón y el ombligo. El portero va de negro, con dos rayas que se cruzan en punta sobre el pecho, y lleva rodilleras de fieltro. El otro equipo viste azul y grana como el Barça. Cuando se tiran al suelo para interceptar la pelota, los jugadores levantan una nube de polvo. El extremo izquierdo es bajito, tiene la cara con líneas de expresión muy marcadas y luce un ligero tupé. Durante la semana trabaja de camarero en Can Torres. La gente le grita por el nombre y anima: «¡Cedeá, Cedeá!». El nombre oficial es Club Deportivo Arbucias.
Un chut lejano golpea en uno de los ángulos de la capilla de la Piedad: el balón rebota y sale disparado. Un tiro, esta vez cercano: el portero sale con poca decisión y la pelota entra llorando. Cambian el número del Visitante en el cartel patrocinado por Coca-Cola. Sacamos de centro, el balón se acerca al área, un defensa pega un pepinazo y, como este año ya no está el edificio de los Colegios Nacionales, la pelota pasa por encima de la cerca, va a parar a la pista que rodea el campo y baja rodando hasta el río.
Un chaval sale a buscar la pelota. Atención a esas ortigas. Las hojas de color oscuro, serradas, el tronco cubierto de pelillos blancos, que son los que escuecen: si tocas solo la hoja no pasa nada. Más abajo, el río Chico se encuentra con la riera de Arbúcies, bajan a la tornería Casadesús y siguen hacia los grandes caseríos. La plataforma con el campo de fútbol tapa el camino y crea una umbría perfecta. Con plátanos que, como sucede siempre con los árboles que crecen en terrenos escalonados, parece que se estiren para no quedar disminuidos, y ponen la copa a la altura del suelo más alto. En el tramo de riera detrás de Can Ros —que es una casa más señora que las otras, que mira a la puerta de la capilla—, se esconde un pequeño acueducto. Los arcos están cubiertos de matas de helecho rojo, frondosas y elegantes. El helecho rojo crece siempre sobre superficies verticales; cuando intentas traspasarlo a un tiesto, echa en falta el desequilibrio y empieza a perder foliolos.
Bajo los plátanos apenas entra el sol. En un recodo hay un banco verde, moteado de musgo. A su lado, desde hace años, se oxida una lata de aceite lubrificante. Al pie de los plátanos crecen ortigas, zarzas, una pequeña palmera: todo atado por matas de madreselva y nueza negra. Espera un momento: en una hoja de ortiga, a la que llega un rayo de sol que se ha filtrado entre las hojas, una mariposa (Limenitis reducta) despliega las alas para absorber el calor. Es pequeña y negra, con una raya blanca terminada en punta, como la camiseta del portero del cda. Se oye gritar a la gente —«¡Gol!»—. Después, vuelve a arrancar la megafonía: descanso.