Читать книгу Más patatas y menos prozac - Kathleen DesMaisons - Страница 12
«No hables de ello, no sientas, no lo compartas»
ОглавлениеMi historia me ha moldeado profundamente. Debido al comportamiento alcohólico de mi padre, aprendí a prestar mucha atención a las dinámicas interpersonales que me rodean. Aprendí a «leer» inmediatamente la temperatura emocional de casi cualquier situación. Aprendí a madurar temprano, a convertirme en una triunfadora, a ser la heroína de mi familia. Y, sobre todo, aprendí las reglas inviolables de una familia marcada por el alcoholismo:
«Lo que ves no está ocurriendo en realidad».
«Todo está bien, aunque sientas otra cosa».
«No hables de ello. No sientas. No lo compartas».
Aprendí a vivir en medio de la contradicción. Seguí confrontando la discrepancia entre lo que la gente que me rodeaba decía que era verdad y lo que experimentaba en mi cuerpo y en mi corazón. Me enfrenté a mi madre por las mentiras que impregnaban nuestra vida en familia. Me enfrenté a mis maestros religiosos por la diferencia que había entre lo que decía la Iglesia y la forma en que actuaban las personas. No paraba de hacer preguntas sobre la distancia que había entre lo ideal y lo real. Estudié todo lo que pude en mi esfuerzo por encontrar una solución a esta discrepancia. Quería vivir según lo que creía y quería que el mundo hiciera lo mismo.
A los diecinueve años, soñando todavía con la familia perfecta, me casé y tuve tres bebés muy seguidos. Pero la distancia entre mi vida ideal y mi vida real aún era grande: aunque era inteligente y me iba bien tanto en la universidad como en mi papel de madre, experimentaba cambios de humor extremos y caídas de energía repentinas. A veces rebosaba confianza en mí misma, tenía la mente clara y no experimentaba problemas de concentración. En otras ocasiones entraba en una especie de realidad imaginaria y me olvidaba de comprar leche para los niños. Mi marido pensó que se había casado con la doctora Jekyll y que también había acabado conviviendo con la señora Hyde. Se preguntaba cómo era posible que tuviese unos cambios de conducta tan rápidos. En cuanto a mí, no me daba cuenta de mis propios comportamientos, en realidad. Estaba bien entrenada para pasar por alto las disfunciones, incluidas las mías.
Mi matrimonio dejó de funcionar cuando mi hijo pequeño tenía seis meses. Ni mi joven marido ni yo sabíamos cómo hacer que una relación funcionase, y tampoco cómo pedir ayuda, por lo que el divorcio parecía la opción lógica. De nuevo soltera, regresé a la universidad, me puse a trabajar a jornada completa y abordé la tarea de criar a mis hijos. Por la noche, después de acostarlos, me sentaba en el sofá con un cubalibre y palomitas de maíz, leía filosofía y doblaba la ropa.
A los veintiséis años, padecí una mononucleosis que me dañó el hígado. Como mi hígado no estaba bien, me sentía fatal cuando tomaba alcohol y dejé de beber. Fue una decisión drástica, pero probablemente me salvó la vida. Como la mayoría de los hijos de alcohólicos, era una presa fácil para el alcoholismo. La química de mi cuerpo estaba condicionada a necesitar el alcohol; sin embargo, si hubiera seguido bebiendo, habría dejado de usarlo para consolarme, habría entrado en un estado de dependencia y habría acabado siendo alcohólica.