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Refugiarse en el azúcar

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Pero la abstinencia del alcohol me empujó a otro tipo de adicción. Las características de mi bioquímica cerebral y mi baja tolerancia al dolor seguían estando ahí aunque no tomase alcohol, y encontraron otra forma de manifestarse. El alcohol en sí aún no me había enganchado, pero sí lo habían hecho el azúcar, los helados, la pasta, el pan y los refrescos. Estos alimentos aparentemente inofensivos me envolvieron en un capullo tan espeso y adormecedor que nunca eché de menos el alcohol.

Cuando terminé la carrera universitaria, pasé a cursar un máster en administración y asesoramiento. Al ser hija de un alcohólico y presentar un alto rendimiento académico, me contrataron como directora de un programa no lucrativo incluso antes de terminar el máster. Dieciocho meses después me ascendieron y pasé a supervisar a cien miembros del personal. La imagen que ofrecía era la de una persona triunfadora, competente y cualificada, pero era totalmente adicta al azúcar. En mi interior, estaba huyendo de mis propios sentimientos. Había un enorme remolino de dolor debajo del desparpajo con el que me manejaba. No era consciente del impacto del alcoholismo de mi padre en mí y no tenía ni idea de que los aspectos bioquímicos estaban dirigiendo mi vida.

Finalmente, a los treinta años, no pude seguir ignorando mi dolor. Me di cuenta de que necesitaba ayuda y empecé a ir a terapia. No tenía los conocimientos que me permitiesen entender mi dolor, así que recurrí a los dónuts, me mudé a otra ciudad y conseguí un nuevo empleo. Pensé que quizá una nueva vida mejoraría las cosas. Pasé a vivir cerca del océano y encontré consuelo en el mar. Había una heladería al lado de mi nueva vivienda y hallé alivio en los helados. Engordé. Y seguía siendo la doctora Jekyll y la señora Hyde. Cuando era buena, era muy muy buena, y cuando no lo era, me desmoronaba. Hice todo lo posible para mantenerlo todo en orden, pero cuando llegué a los cuarenta, me di cuenta de que mi vida se vendría abajo si no encontraba la manera de afrontar mi dolor. La brecha que siempre había habido entre mis sentimientos internos y mi vida externa se había extendido hasta el límite.

Mi solución entonces fue mudarme a California, donde la suavidad de las colinas, el sonido del mar y la apertura de la gente me tranquilizaron. Reconecté con la niña que había dentro de mí a la que le encantaba nadar, bailar y reír. Empecé a sentirme bien conmigo misma, pero mi peso y mis cambios de humor continuaron atormentándome. Leí cientos de libros, asistí a docenas de grupos y seminarios y llené de poemas innumerables cuadernos. Pero por más trabajo interior que realizara, parecía estar librando una batalla perdida. Pensé que el problema era que me faltaba fuerza de voluntad. Cuando desarrollé la suficiente disciplina, pensé que todo iría bien; sin embargo, a medida que iba pasando el tiempo y las cosas no cambiaban, me fueron embargando sentimientos de ineptitud cada vez más profundos.

Más patatas y menos prozac

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