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Lecciones del tratamiento de las adicciones

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A pesar de, o quizá debido a, una sensación interna de desesperanza, seguí comprometida a ayudar a otros a sanar. El condado en el que trabajaba me pidió que pusiera en marcha un centro de tratamiento para alcohólicos y drogadictos. Me pareció que era como «volver a casa», y aproveché la oportunidad. Cuando la clínica estuvo operativa, a menudo salía de mi despacho para trabajar directamente con los pacientes. Los alcohólicos que acudían a nuestra clínica reflejaban tanto la historia de mi padre como la mía. Intentaban evitar que sus vidas se hundieran bajo sus pies.

Empecé a entender realmente el alcoholismo y la adicción a las drogas cuando oí las voces de esas personas y escuché sus dolorosas historias. Lo que aprendí fue que lo que estábamos haciendo (ofrecer asesoramiento y grupos de apoyo, y rogarles a los pacientes que optaran por la abstinencia) no funcionaba especialmente bien. Incluso el «buen» tratamiento dirigido por profesionales sensibles, atentos y capacitados no ayudaba mucho. Nuestros pacientes seguían recayendo a pesar de sus mejores intenciones de seguir el programa. Nuestra tasa de recuperación no superaba el promedio nacional. Necesitaba saber por qué.

Cuanto más escuchaba a nuestros pacientes, más me sorprendía la desconexión que percibía entre lo que les oía decir y lo que sentía. Sabía, en lo profundo, que la adicción al alcohol no tenía que ver con la falta de fuerza de voluntad. Sabía que la bebida no era solo una salida fácil, una forma de escapar de los sentimientos desagradables. Ocurría algo más. Y estaba convencida de que si descubría la razón de esa desconexión, nuestro programa de tratamiento del alcoholismo podría tener éxito.

Al mismo tiempo, había una discrepancia preocupante entre mi trabajo en la clínica y mi propia vida. Aunque llevaba dieciocho años sin tomar alcohol, nunca había estado en ningún tipo de programa de recuperación. No veía mi consumo compulsivo de azúcar y carbohidratos como una adicción; pensaba que mi sobrepeso derivaba de lo que había vivido en la primera infancia. Y mil dietas fallidas me habían convencido de que era un ser miserable que no podía hacerlo bien. Pero como tenía éxito en el exterior, escondía mis sentimientos de desesperación y dedicaba incluso más horas al trabajo.

Sin embargo, mientras trabajaba con nuestros pacientes, comencé a sentirme sutilmente atraída por la recuperación a otro nivel. No advertía que todas mis células estaban predispuestas al alcoholismo, pero que al estar ausente el alcohol, el -ismo se manifestaba de otras maneras. En aquel entonces no le había dado un nombre a mi historia todavía, pero comencé a ver que tendría que vivir los principios que estaba enseñando. No quería limitarme a enseñar a los demás a recuperarse; también quería recuperarme yo.

Esto significaba que tenía que afrontar mi pasado. Comencé a aprender lo que significaba ser la hija de un alcohólico, lo que significaba ser codependiente y cómo el hecho de interpretar el papel de heroína –asumir la responsabilidad de las necesidades de los demás en lugar de las propias– había moldeado mi desarrollo profesional. También me di cuenta de que el hecho de no beber no había sanado las cuestiones más profundas. Que hubiese acabado estando al cargo de un centro de tratamiento del alcoholismo no había sido accidental. Por la gracia de algo mucho más grande que yo, seguí con el proceso, trabajando en mí misma mientras trabajaba con los hombres y las mujeres que venían a la clínica. Y ello dio forma a mi propio proceso de desarrollo.

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