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EL DOCTOR JEKYLL
Y EL SEÑOR HYDE

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¿Eres consciente de ti mismo, inteligente y sensible a los sentimientos de los demás? ¿Estás comprometido con tu propio crecimiento personal? ¿Te importan mucho las cosas? ¿Te valoran tus amigos y respetan tu opinión? ¿Te va bien en el trabajo? ¿Sueles estar confiado y esperanzado acerca de tu futuro?

Y... ¿ocurre a veces que tu confianza se va y te deja en medio de la duda y la desesperación? ¿Te parece una «locura» que puedas gozar de tanta claridad un día y estar tan desesperado al día siguiente? Y, peor aún, ¿puedes caer de las alturas a las profundidades el mismo día, casi como si hubiera otra persona dentro de ti?

Odias admitirlo, pero puedes ser un individuo malhumorado e impulsivo. Quieres acabar las cosas, pero tu atención se desvía. Pierdes energía y te cansas. Tienes antojos de azúcar y recurres a dulces y tentempiés para volver a ponerte manos a la obra. A veces comes de forma compulsiva. Has subido de peso. Parece que no tienes autodisciplina. A menudo te sientes deprimido y abrumado.

Es posible que hayas consultado con tu médico o que hayas buscado consejo de tu sacerdote o pastor, o de un psicoterapeuta. Probablemente te hayan recetado Prozac o algún otro antidepresivo. Tal vez las cosas mejoraron un poco durante un tiempo. Pero algo sigue yendo mal. Tu vida aún no es como quieres que sea y parece que no puedes encontrar una respuesta efectiva.

Si esta descripción se ajusta a tu caso, quizá seas sensible al azúcar. Es posible que tu organismo responda a los azúcares y ciertos carbohidratos (como el pan, las galletas, los cereales y la pasta) de manera diferente a como lo hace el organismo de otras personas. Esta diferencia, de tipo bioquímico, puede tener un gran efecto en tu estado de ánimo y tu comportamiento. La forma en que te sientes está fisiológicamente relacionada con lo que comes... y cuándo lo comes.

Conozcamos la historia de Emily:

Tenía sobrepeso, estaba deprimida y me sentía exhausta todo el tiempo. Tenía mucho que agradecer en mi vida, pero algo iba mal. ¿Por qué no me sentía mejor conmigo misma? ¿Por qué no podía vencer en mi batalla contra esos nueve kilos de más? ¿Por qué no tenía energía para hacer más en la vida? Estaba muy desanimada.

Bebía varias tazas de café al día, tomaba ositos de gominola como tentempié y comía alimentos saludables como pasta, verduras y frutas. Evitaba las grasas y los postres ricos en calorías. A veces picaba durante todo el día; en otras ocasiones, me saltaba comidas y comía una sola vez al día. Aunque había probado muchas dietas, siempre recuperaba el peso perdido. Empezaba un programa de ejercicio, lo mantenía durante unas semanas, y finalmente dejaba la dieta y también el ejercicio. Aún tenía sobrepeso, y odiaba que esto fuera así. Me sentía una fracasada en esta área de mi vida y me avergonzaba por ello.

A menudo no podía dormir y me invadían sensaciones de ansiedad. A veces mi corazón comenzaba a latir aceleradamente sin ningún motivo. Tenía estallidos de llanto o ira repentinos. Probé con ir a terapia, pensando que todo lo que ocurría era que yo «no estaba bien». Pero no fue suficiente.

Entonces fui a mi médica y le conté mi larga lista de problemas. Pareció preocupada y encargó una serie de exámenes. Yo también estaba preocupada. Tal vez se me había adelantado la menopausia; incluso temía que pudiese tener un tumor cerebral. Una semana después me llamó. «Tengo buenas y malas noticias –me dijo–. La buena noticia es que no estás entrando en la menopausia y que tampoco tienes un tumor cerebral. La mala noticia es que no sé lo que está pasando. Los resultados de las pruebas de laboratorio y del examen físico son normales».

Frustrada y deprimida, Emily entró en mi consulta privada, en la que atendía casos de adicciones alimentarias. Me dijo que era una exalcohólica que hacía nueve años que no bebía y que había oído que yo usaba la nutrición para ayudar a las personas que tenían síntomas como los suyos. Tras escuchar su historia y hacerle algunas preguntas sobre sus antecedentes y sus hábitos alimentarios, supe cuál era el problema. Era el mismo que había detectado una y otra vez en mujeres y hombres que entraban por la puerta buscando ayuda para combatir la ingesta compulsiva, el alcoholismo, la drogadicción o el mismo conjunto extraño de síntomas que tenía Emily, síntomas que no habían respondido a otros tratamientos.

Emily no padecía depresión clínica ni estaba sufriendo los efectos de una mala infancia. No tenía una voluntad débil ni era perezosa. Era sensible al azúcar. Había heredado un tipo de química corporal que hacía que fuese más vulnerable que sus amigos a las alteraciones del estado de ánimo de los alimentos dulces y los productos elaborados con harina refinada. Estaba atrapada en un círculo vicioso de altibajos emocionales controlados por sus niveles de azúcar en sangre y su química cerebral. El cuerpo de Emily respondía al azúcar como si fuera una droga.

Más patatas y menos prozac

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