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Prólogo

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Dr. D. José Luis Fernández Fernández

Cátedra Iberdrola de Ética Económica y Empresarial

Facultad de CC. EE. y EE. - ICADE

Universidad Pontificia Comillas

Constituye este volumen una suerte de glosa a una providencia jurídica –la Directiva (UE) 2018/1808 de servicios de comunicación audiovisual–, llevada a efecto de manera polifónica. Porque, en efecto, siguiendo con la metáfora musical, cabría decir que, la arquitectónica de este libro refleja una estructura de tipo coral, sí; pero con un leit-motiv recurrente y bien fácil de identificar, por modo de ritornello, a lo largo de toda la sinfonía que representa el trabajo. Pues, sin duda, el hilo conductor sobre el que se articula la obra no es otro que el siguiente: la propuesta de una guía de mínimos para regular la comunicación audiovisual dirigida a niños y adolescentes.

Quisiera, con estas palabras prologales, compartir con el lector interesado algunas claves de lectura, en el ánimo de que, tal vez, pudieran ayudarle en la comprensión del sentido implícito tras la anterior formulación, quizás, un tanto críptica, al menos a una primera mirada superficial.

Con ello, además, pretendo llevar a término una doble tarea complementaria: de una parte, quisiera poner el marco al contenido, a las intuiciones y a los enfoques que se van a ir desplegando a lo largo de los distintos capítulos que componen la obra. Y de otra, aspiraría, en sentido suplementario, a aportar pistas de intelección que permitan leer entre líneas y pensar, precisamente, fuera del ámbito previamente acotado en el enmarque –el thinking out of the box de los anglosajones–; y todo ello, precisamente, a los efectos de ayudar a que se capte de manera más cumplida, el tenor conceptual y los alcances prácticos de lo que está en juego.

De hecho, encontrará el lector textos y comentarios que llevan la firma de colaboradores, no sólo de distintas instituciones y especialidades académicas –juristas, filósofos, expertos en comunicación, versados en gestión de empresas, etc.–, sino también –y esto todavía resulta más enriquecedor–, con el bagaje de haberse movido en trayectorias profesionales diversas, y de haber afinado con ello el análisis de la realidad desde unas perspectivas heterogéneas, movidas desde intereses de conocimiento peculiares que, sin duda, han de acabar cristalizando en puntos de vista sugerentes y complementarios.

Ahora bien, a nadie se la escapa que, desde una tan variada diversidad de enfoques y planteamientos, se corría el peligro de la dispersión y el resultado incierto de no más que una poco sustanciada amalgama asistemática. El riesgo, por fortuna, quedó conjurado desde el principio, toda vez que se contó para llevar a buen puerto esta particular singladura académica, con la eficaz batuta de quienes ejercieron la labor de liderazgo de la obra –los profesores Clara Martínez García, como directora de la misma y Kepa Paul Larrañaga, en su función de coordinador general–. El resultado no pudo haber sido más feliz. Y, en consecuencia, se acabaron redactando muy atinados estudios que aportan indiscutible valor, mediante comentarios que evidencian una ordenación simétrica y homogénea para cada uno de los epígrafes que configuran los diversos bloques temáticos que dan estructura a la obra.

Por ello, estoy completamente seguro de que, partiendo del input que la lectura de los capítulos, sin duda, aportará; y tras el obligado proceso reflexivo ulterior, quien leyere y meditare sobre los puntos que se abordan, acabará formando criterio propio, si es que en algún punto adolecía de él; o, en su caso, terminará robusteciendo sus convicciones, bien sea mediante la consolidación de los propios puntos de vista; ya, tal vez, matizando algunas de las ideas previas, quizás, no suficientemente contrastadas, con respecto de algunas de las cuestiones que verá emerger, al paso que avance en la lección del libro.

En la edición en lengua española del Diario Oficial de la Unión Europea correspondiente al día 28 de noviembre del año 2018, el sumario que da cuenta de los actos legislativos que se contienen en el ejemplar del día, remite a la página 69 para la lectura de una Directiva que, textualmente queda identificada de la siguiente manera: Directiva (UE) 2018/1808 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de noviembre de 2018, por la que se modifica la Directiva 2010/13/UE sobre la coordinación de determinadas disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros relativas a la prestación de servicios de comunicación audiovisual (Directiva de servicios de comunicación audiovisual), habida cuenta de la evolución de las realidades del mercado.

Retengamos el título y tomemos nota de lo que se indica con él. Pero, en un paso subsiguiente y en línea con lo que indicábamos unos párrafos más arriba, tratemos de ir un poco más allá de la literalidad con que está identificada la Directiva. Ello, de una parte, nos permitirá un acercamiento a algunas de las facetas más nucleares y, con frecuencia no suficientemente explicitadas, de la realidad a que se alude desde el texto legal de referencia; y de otro lado, hará ver cómo un abordaje universitario que pretenda ser riguroso cuando busca aproximarse con solvencia intelectual a la comprensión de algún tipo de realidad compleja, como es el caso de la que nos ocupa, necesariamente habrá de requerir de la colaboración multi y transdisciplinar que, con buen criterio, quienes dirigieron y coordinaron el trabajo, lograron articular.

El rótulo desde el que queda identificada esta Directiva se refiere expresamente al hecho de que, como no podía haber sido de otra manera, lo que allí se denomina “las realidades del mercado” –o sea, entre otras cosas, la dinámica social, los avances tecnológicos y los modelos de negocio, los usos y las costumbres, la forma de comunicarnos entre nosotros y la manera de transmitir información y contenidos de todo tipo y objeto: desde la propaganda política a la consigna ideológica, pasando por la venta de productos más o menos nocivos o munificentes–; digo que la Directiva parte de la constatación de que las cosas al respecto de lo que se indica habían venido evolucionando a lo largo de los últimos ocho años: exactamente los que median entre la promulgación de la versión anterior de la Directiva de servicios de comunicación audiovisual y la que ahora se daba a la luz. Y aquellas “realidades del mercado” había evolucionado en términos tales que, como decimos, la normativa vigente se había quedado no sólo antigua, sino incluso desfasada. Esa es, sin duda, la razón que explica el hecho de que el legislador comunitario, atento a la emergencia de nuevos signos en el discurrir de los tiempos, haya estimado oportuno modificar algunos de los términos con que estaba redactada la ley hasta entonces en vigor.

Mediante la incorporación de nuevos considerandos, la redacción de artículos de nueva factura, la modificación en la literalidad de algunos otros; o, tal vez, con la eliminación de los que, acaso, hubieran perdido sentido –ya en parte, ya en su totalidad–, busca la nueva versión de la Directiva incidir en el modo como los distintos Estados miembros coordinan determinadas disposiciones legales, reglamentarias y administrativas referidas al ámbito de la prestación de servicios de comunicación audiovisual.

En definitiva: lo obvio son los dos ámbitos que se explicitan. A saber: de una parte, la dimensión jurídica –declinada de acuerdo con el recorrido del corpus habitual, mediante leyes, reglamentos y otras disposiciones administrativas complementarias– de la prestación de un servicio determinado, cual es el de la comunicación audiovisual. Y, de otra, la dimensión económica de la realidad que se busca regular; esto es, la de unas empresas que, operando en un mercado –regulado pero libre–, compiten y, a las veces, también cooperan entre sí, con las administraciones públicas e incluso con otros stakeholders y distintos agentes de la sociedad, mientras prestan el concreto servicio relacionado con la comunicación audiovisual.

Hay, sin duda, abundante materia y muy intrincada temática sobre la que trabajar de cara a que se embriden y regulen en aras del bien común las fuerzas del mercado en un ámbito tan dinámico, que evoluciona con tanta velocidad y que, además, está, de una parte, circunscrito al marco que configura la Unión Europea, pero que, al propio tiempo, opera a escala mundial, habida cuenta de la realidad de la globalización, por un lado; y de los espectaculares avances tecnológicos en materia de Inteligencia Artificial –IA– y en las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones –TIC, 5G, etc.–, por otro.

No es tarea sencilla, como digo, la de conseguir poner un cierto orden que preserve la integridad del mercado, que evite abusos de poder, y que si no es el caso de que se pueda impedir la aparición de asimetrías, cuando menos que se dificulte en buena medida la conformación de monopolios u oligopolios de facto que, en definitiva, redundan normalmente en contra de los usuarios y los consumidores, así como en la generación de ineficiencias y malas prácticas que, a fin de cuentas, no garantizan ni la calidad de los servicios ni la justicia de los precios… ni siquiera contribuyen a generar el clima adecuado para que la evolución técnica se traduzca en un progreso real que a todos acabe beneficiando.

Con todo, más allá de la dificultad técnica –jurídica, económica, tecnológica– que supone tratar de encauzar la praxis empresarial por la senda de la legalidad en aras del bien común en este concreto mercado de la comunicación audiovisual, hay, cuando menos otros dos aspectos de no menor complejidad, que necesitan ser, siquiera, explicitados. A saber: de una parte, el relacionado con la dimensión cultural y política del asunto. Y de otro, el que apunta a la dimensión ética del mismo.

Y esto que va dicho, necesita, por demás, ser convenientemente subrayado, sobre todo, cuando, además, constatamos cómo el segmento que representan los niños y adolescentes constituye un apetecible target al que dirigirse y con el que es previsible llegar a realizar en el futuro crecientes y sustanciosos negocios que habrán de arrojar, sin duda, pingües beneficios para las empresas que consigan posicionar sus marcas entre este público objetivo.

Este es, en último término, el marco al que aludíamos más arriba. Y, para leer entre líneas o utilizar como pistas desde las que salirse de él y mirar el modus operandi con ojos críticos, tenemos que contar –por modo de axiomas, cuando menos– con principios éticos y criterios morales que busquen orientar con criterio razonablemente bien fundamentado la práctica empresarial. Porque en este punto –como, por otra parte, ocurre en casi todos los demás– la pura legalidad que se aferra al llano y simple cumplimiento de la letra de la ley, a fin de evitar sanciones penales o administrativas, se nos habría de quedar siempre corta. Es, por ello, preciso tratar de ir un poco más allá del Compliance y decidirse a entrar y avanzar, siquiera sea unos metros, en los dominios conectados con las apelaciones de la Responsabilidad Social de la Empresa; y, sobre todo, en los de la Ética Empresarial.

Si no se quisiera pasar tan adelante como para apelar al casi trascendente sentido del propósito organizativo, y a la búsqueda de la prestación de un servicio excelente, equitativo y llevado a efecto con transparencia y las cartas boca arriba –máxime cuando la empresa en cuestión se dirige a un público que aún no ha llegado a la adultez y que, en consecuencia adolece de la madurez requerida para discernir con lucidez acerca de lo que se les ofrece o de lo que tienen frente a sí en el mercado–; digo que, si no se quisiera entrar en ese relato ni manejar un discurso tan supererogatorio, como el que apunta hacia la misión y a la entraña misma del modelo de negocio, cuando menos, habría que exigir una atención exquisita, básica, mínima, no negociable ni sujeta a componendas de ningún tipo. Es decir, la necesidad de asumir como base y punto de partida la obligación de atenerse de manera escrupulosa en la prestación de los servicios de comunicación audiovisual –sobre todo, los dirigidos a la infancia y la adolescencia– al principio de no-maleficencia.

Hacer el bien –bene facere, de ahí, beneficio; que, en clave moral apunta al principio de beneficencia– es tarea ardua, por más que constituya un indiscutible y digno de ser alabado deseo. Naturalmente, más difícil todavía es llegar a hacer lo que se podría calificar como el mayor bien posible, cualquiera que sea el ámbito en el que nos estemos desenvolviendo. Porque, de hecho, resulta muy dificultoso determinar a priori; y no resulta nada sencillo llenar de contenido lo que hubiera de significar en concreto una tan excelsa pretensión.

Sin embargo, a la mano se tiene siempre una tarea moral mucho más acotada y perfectamente asumible, si hay voluntad de ello: la que pide no dañar, no hacer positivamente y a conciencia el mal evitable –el primum non nocere del maestro Hipócrates–… Y, en este caso, el contexto pide y exige abstenerse de obrar mal éticamente, incluso aunque ello pareciera que pudiera estar interfiriendo con la consecución del bien de la empresa, concretado en unos objetivos económicos.

Este asunto es clave, toda vez que impacta de manera inmediata en un doble frente: de un lado sobre el sujeto que actúa en el marco organizativo, sobre todo cuando es el responsable de dirigir los procesos y de tomar las decisiones que los ponen en funcionamiento. Y, de otra parte, incide sobre la propia organización, reforzando los aspectos culturales que, en definitiva, harán que la sostenibilidad sea viable o simple quimera.

Porque, en el ámbito organizativo ocurren procesos que guardan una cierta analogía de proporcionalidad con lo que vemos que sucede en el plano estrictamente personal con la creación de esa especie de segunda naturaleza adquirida que vamos generando al paso que actuamos y vivimos. De hecho, en el plano personal, primero los individuos formamos nuestros hábitos, mediante la repetición de unas conductas que se tornan costumbres –mos-ris, en latín… moral–; y luego los hábitos, tanto los buenos cuanto los malos, y las rutinas adquiridas acaban conformándonos como personas a nosotros mismos, sus creadores. Por lo demás, lo mismo que los buenos hábitos –las virtudes– terminan siendo responsables de la mayoría de los éxitos, los vicios lo suelen ser de buena parte de los problemas, de los traumas y de las frustraciones que cada quien experimenta a lo largo de la vida.

El paralelismo al que acabamos de aludir es innegable: lo que decimos de la auto conformación personal, mediante el ejercicio de una actuación libre y consciente, en el plano organizativo, tiene como correlato una realidad simétrica: la cultura. Ésta, por consiguiente, equivale en la empresa a lo que el carácter representa en la persona. Y tanto lo uno –el carácter– como lo otro –la cultura– nos están haciendo tomar en consideración y reflexionar acerca de la dimensión moral de la vida, cuando nos referimos a la persona; y de los negocios, cuando la hacemos con referencia a la empresa. Con ello, estamos ipso facto saltando de la moral vivida –la vida moral o la ethica utens, como se la suele denominar en los tratados de Filosofía Moral– a la moral pensada. Esto es, a la ethica docens, a la reflexión filosófica sobre la acción humana, en clave de bien o mal, de lo correcto o de lo indebido.

Es evidente que cuando se consiguen los objetivos económicos tras los que se mueven, al menos de manera subjetiva, quienes dirigen empresas y organizaciones, la consecución de aquellos objetivos suele reportar a quienes los obtienen riquezas, honores, prestigio, poder… Ahora bien, dependiendo del modo como se lleve a efecto el proceso para conseguirlos, estará el agente en cuestión –o no lo estará–, de una parte, en condiciones de obtener, de paso, su triunfo como persona, la construcción de un carácter bien orientado hacia el logro o el fracaso en la consecución de la auténtica meta de la vida moral, esto es, la de conseguir vivir una vida plena y feliz. De otra parte, en función de la estrategia empresarial diseñada y puesta en funcionamiento para llevar adelante el negocio en cuestión que, al menos a corto plazo resulta ser tan exitoso –a tenor de los resultados económicos conseguidos–, se verá si la empresa tiene visos de mantenerse en el mercado a plazo más que medio y si va a resultar, en consecuencia, sostenible.

Naturalmente, para ello, junto a la voluntad de cumplir bien con la razón profunda de ser de la empresa de que se trate en concreto –en este caso, suponemos una que opera en el sector de la comunicación audiovisual y que tiene entre su público objetivo a niños y adolescentes–, habría que tener una visión amplia y, al propio tiempo, haber establecidos lazos bien sólidos con la sociedad en general y con sus grupos de interés más en concreto; y ello, en las circunstancias actuales, complementado con una especie de opción político-cultural que lleve a que la empresa, en el diseño de su modelo de negocio y en la implementación de su estrategia, se preocupe no sólo por la rentabilidad económica a corto plazo, sino por aquella otra, más ambiciosa y compleja, triple cuenta de resultados –Tripple Bottom Line (TBL): económica, social y medioambiental–, que constituye el cimiento firme sobre el que construir un proyecto con perspectivas de perdurabilidad de cara al futuro.

Quienes nos dedicamos desde hace años a la Filosofía Moral aplicada al ámbito de la gestión de empresas y organizaciones, estamos al cabo de la calle y somos plenamente conscientes de la alta dosis de mala praxis, de los escándalos –financieros y de otros tipos– y de los desastres económicos y societarios a los que, con frecuencia, unos administradores sin escrúpulos o unos directivos incompetentes o, cuando no, desleales, pueden arrastrar a una empresa. Incluso, a resultas de la modificación en el año 2010 del Código Penal y al reconocimiento de la propia sociedad mercantil como sujeto de imputación penal, cabe pensar en que ésta, si no consiguiere hacerse comprender y perdonar por el juez que entienda de un caso grave en su contra, podría verse eliminada del mercado –y no, precisamente, por mor de la confluencia de las fuerzas de la oferta y la demanda, sino, de una manera lisa y llana– por sentencia judicial firme.

Eso que va dicho es muy cierto. Y, como digo, una mínima dosis de realismo exige tenerlo descontado de antemano. Pero inmediatamente hay que complementar la afirmación, diciendo que también se es plenamente consciente de que, por suerte, abunda la buena praxis; de que, de hecho, es la condición que posibilita que, pese a todo el rosario de escándalos y crisis –derivadas, con frecuencia, entre otras cosas de incentivos perversos, de una codicia desmedida, de opacidad provocada y de falta de controles eficaces–, la confianza no haya desaparecido completamente de nuestras sociedades.

La mayoría de las empresas y organizaciones operan –eso sí, con una holgura mayor o menor– dentro de la legalidad. La ley es requisito incuestionable y constituye el suelo firme del que partir, pero que nunca debiera ser visto como el techo, el tope máximo al que aspirar. De hecho, utilizando una terminología propia de la Lógica, cabría dejar sentado que la legalidad –el cumplimiento de la ley por parte de las empresas que operan en un mercado concreto– es condición necesaria, pero no suficiente, para hacer las cosas bien; para conducirse a la manera como un espectador desapasionado y razonablemente objetivo consideraría que se habría actuado como es debido…

Esto que va dicho es lo que, en buena medida, explica, justifica y hace deseable el hecho de una autorregulación que complemente lo previsto por el legislador en aquellos supuestos donde, por ejemplo, o no hay leyes que resulten de aplicación –pensemos en una empresa que, sometida a una normativa exigente en su país de origen, sin embargo, operando en un mundo globalizado, lleva a cabo negocios y transacciones en contextos donde no hay leyes a qué atenerse–; o si las hay, resultan inapropiadas, ineficientes o escasas.

De hecho, no son pocas las empresas que, yendo, incluso, más allá de la letra de la ley, apuntan al espíritu que animara su promulgación; y que tratan de conectar con las expectativas que con respecto a ellas tiene una sociedad cada día más exigente e informada. Porque obtener la legitimidad social, sin la que el éxito a largo plazo resulta imposible y la sostenibilidad de las empresas una pretensión vana, exige mucho más que la tramitación de las licencias requeridas para obtener la preceptiva constitución que se otorga en el Registro Mercantil. Una legitimación sólida –la famosa license to operate business del ámbito anglosajón– requiere, a buen seguro, transitar de manera franca y creíble por la senda más intangible de la Ética Empresarial y diseñar una estrategia organizativa lúcida y retadora a la vez, que aspire a orientarse, desde un liderazgo eficaz, hacia las cotas más elevadas posible de excelencia empresarial al servicio siempre del bien común…

Esto, pese a que algunos, poco avisados, pudieran llegar a entenderlo como una rémora en la búsqueda de la ansiada rentabilidad; y como un lastre frente al motivo –legitimo, en principio– que supone el ánimo de lucro –otra cosa sería la sacra auri fames–, no tiene necesariamente por qué ser conceptuado de una manera tan derrotista y negativa. Es, más bien –permítaseme la metáfora– parecido a lo que en un automóvil vienen a representar los frenos… No sería prudente lanzarse ladera abajo con el cable del freno cortado. Y, de hecho, una frenada a tiempo puede evitar problemas y catástrofes, a menudo irreparables… Pues bien, la Ética Empresarial, si se quiere leer el asunto desde la clave negativa, vendría a ser como el mecanismo que quienes pilotan el negocio y administran la empresa, tienen en sus manos para adaptarse con buen criterio a la sinuosidad del terreno y a las características de la vía… buscando como meta, llegar al destino previamente identificado, por el camino escogido…

Ahora bien, si quisiéramos prolongar la metáfora en términos más positivos, cabría decir que la Ética Empresarial constituye un de las más innegociables condiciones de posibilidad para el éxito a largo plazo, para la buena reputación y, en definitiva, para la sostenibilidad de los procesos. Y sabido es que, sin las tres notas anteriores, la empresa desaparecería.

Por consiguiente, con vistas al éxito de la empresa, de lo que se trata es de empeñarse en la consecución de su propósito –de la misión, del telos–; y de hacerlo, además, no sólo cumpliendo con la ley, sino ateniéndose a los estándares de ética y moralidad más elevados posible y cuando menos, adhiriéndose de manera exquisita al principio de no-maleficencia.

Ello supuesto –si además, el modelo de negocio resulta ser el adecuado a las circunstancias, si la gestión es solvente, la coyuntura propicia y la capacidad de innovación estuviere bien institucionalizada y formase parte de la cultura organizativa–, ello acabaría redundando, con toda probabilidad, en un retorno de la inversión óptimo y sostenible; en una reputación envidiable ad extra; y en un expreso orgullo de pertenencia, ad intra, de parte de quienes conforman la organización. Con dichos intangibles bien consolidados, el éxito podría tener muchos más visos de ser obtenido que si se estuviera contemplando un escenario oppositum per diametrum.

Pues bien, este libro propone unos mínimos innegociables, una guía ética que, más allá de lo requerido por la Directiva que dio lugar a estas reflexiones, enlaza con el principio de no-maleficencia y lo enmarca en un horizonte axiológico mucho más propositivo y retador. A saber: el que nos impulsa y estimula a luchar por la garantía de la dignidad inalienable de las personas. De todas las personas –ya sean viejos, ya jóvenes, ya adolescentes, ya niños, como es el caso que nos ocupa a la sazón; e incluso el de quienes aún no han sido dados a luz y se gestan en el claustro materno–. A este respecto no puedo dejar de compartir la tesis de Karl Kristian Friedrich Krause en Das Urbild der Mensheit, cuando afirmaba que la Humanidad se configura de todas aquellas maneras; lo mismo que con las expresiones de lo sexual –lo femenino, en igualdad de valía que lo masculino–; o por referencia a los distintos contextos, culturas y tradiciones en los que lo humano se ha venido desenvolviendo en la dinámica social a lo largo de la historia. Que lo humano es un misterio en proceso y merece ser considerado con el respeto debido, en todas sus manifestaciones de edades, sexos, culturas e idiosincrasias. Ahora bien, precisamente porque algunas de las concreciones fácticas de lo humano resultan ser más vulnerables y estar más necesitadas de atención y cuidado, la ética y el buen sentido demandan una suerte de redoble de la atención, una especie de “pre-ocupación”; y un explícito extremado de las cautelas y providencias que se estimaren en cada circunstancia necesarias o deseables para garantizar las condiciones que posibiliten el óptimo desarrollo de toda la persona y de todas las personas.

Para abordar la temática, como empecé diciendo, quienes diseñaron e impulsaron el proyecto, se preocuparon de acopiar voces y perspectivas complementarias desde las que acometer la tarea. El caleidoscopio está servido. Deseo que aporte a quien lea la ocasión de abundar en una temática que nos concierne a todos y que no puede resultarle ajena a ninguno.

Te doy las gracias, lector amable, por la paciencia y la gentileza de haber llegado hasta el final de este prólogo. Y agradezco muy sinceramente a todos los que han contribuido con su saber y generosidad, en tiempo y esfuerzo, a que el proyecto, finalmente, haya dado lugar a la obra que, tangible y bien editada, tienes en tus manos.

Los Molinos, 14 de febrero de 2021

Guía de mínimos necesarios para la regulación de la comunicación audiovisual en la infancia y la adolescencia

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