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A las seis y media en el reloj de Reacher, el movimiento dentro de la furgoneta cambió. Durante seis horas y cuatro minutos habían avanzado a ritmo continuo, puede que a unos noventa o noventa y cinco kilómetros por hora, mientras el calor había ido subiendo hasta su cota máxima y luego había empezado a bajar. Seguía sentado, pasando calor, balanceándose y dando botes en la penumbra con la caja de la rueda entre la mujer y él, calculando la distancia en un mapa mental. Según sus cálculos, habían recorrido unos seiscientos veinticinco kilómetros, pero no sabía en qué dirección. En caso de estar yendo hacia el este, ya deberían haber cruzado Indiana y estar en Ohio, puede que entrando en Pennsylvania o en Virginia Occidental. Si iban al sur, ya habrían salido de Illinois y estarían en Missouri o Kentucky, puede que incluso en Tennessee, si su estimación de la velocidad había sido a la baja. En caso de estar yendo al oeste, estarían cruzando Iowa. Puede que hubieran bordeado la parte inferior del lago Michigan y que estuvieran dirigiéndose al norte del estado. O podrían haber ido directos hacia el noroeste, en cuyo caso ya estarían cerca de Minneapolis.

Sin embargo, a algún lado estaban llegando, porque la furgoneta estaba decelerando. Notaron un bandazo a la derecha, como si estuvieran saliendo de una autopista. Se oía ruido de marchas y parecía que estaban recorriendo un asfalto con baches. La fuerza centrífuga hizo que se pegaran a la pared de la furgoneta. La muleta de Holly resbaló y repiqueteó de lado a lado del suelo de metal ondulado. La furgoneta gimió por pendientes y desniveles, se detuvo en cruces invisibles, aceleró, frenó con fuerza, hizo un giro cerrado a la izquierda y, luego, durante un cuarto de hora, fue despacio y recto por una carretera plagada de baches.

—Una granja en algún lugar —comentó Reacher.

—Es evidente, pero ¿dónde? —dijo Holly Johnson.

Reacher se encogió de hombros en la penumbra. La furgoneta se detuvo casi del todo e hizo un giro cerrado a la derecha. La carretera fue a peor. El vehículo recorrió unos ciento cincuenta metros dando saltos y se detuvo. Oyeron cómo se abría la puerta del copiloto. El motor seguía en marcha. Oyeron cómo cerraban de golpe la puerta del copiloto. Reacher pudo escuchar cómo se abría una puerta muy grande y luego la furgoneta avanzó poco a poco. El ruido del motor resonó contra paredes de metal. Volvió a oír el ruido de la puerta grande y el eco del motor se hizo más fuerte. Luego, apagaron el motor y el estrépito se convirtió en silencio.

—Estamos en una especie de granero —supuso Reacher—. Con la puerta cerrada.

Holly Johnson asintió de manera impaciente.

—Eso ya lo sé. Un establo para vacas. Se huele.

Reacher pudo oír una conversación apagada fuera de la furgoneta. Pasos que se acercaban a las puertas de atrás. Una llave en la cerradura. La manija girando. Una luz cegadora al abrirse la puerta. Parpadeó para protegerse del repentino resplandor eléctrico y vio, más allá de Holly, a tres hombres, dos Glocks y una escopeta.

—Fuera —dijo el cabecilla.

Salieron como pudieron, todavía esposados. No fue fácil. Estaban entumecidos, doloridos y tenían calambres por haber estado seis horas sin moverse, apoyados en la caja de la rueda. La mujer tenía la rodilla agarrotada. Reacher se inclinó para coger la muleta.

—Déjala ahí, gilipollas —le soltó el cabecilla.

Por su tono de voz, parecía que estuviera cansado e irritable. Reacher le miró a los ojos y se encogió de hombros. La mujer se puso tensa y probó a cargar peso en la pierna. Soltó un gemido de dolor y desistió. Miró a Reacher de forma impersonal, como si fuera un árbol, y le pasó el brazo izquierdo, el que tenía libre, alrededor del cuello. Era la única manera en la que iba a poder permanecer de pie.

—Por favor, perdone —le musitó.

El cabecilla hizo un gesto hacia la izquierda con la Glock. Estaban en un establo de vacas muy grande. No había ninguna, pero, a juzgar por el olor, habían estado allí hasta hacía poco. La furgoneta estaba aparcada en el ancho pasillo central. A ambos lados había compartimentos para los animales, espaciosos, hechos con barras de acero galvanizado soldadas entre sí de forma eficiente. Reacher se giró un poco y sujetó a la mujer por la cintura, y así avanzaron despacio y a saltitos hacia el compartimento que les señalaba con la Glock el cabecilla. La mujer se agarró a uno de los barrotes y se apoyó en él, avergonzada.

—Perdone —musitó una vez más.

Reacher asintió y esperó. El conductor, que llevaba la escopeta, los apuntó y el cabecilla se alejó. Abrió la gran puerta y salió. Reacher se fijó en que estaba anocheciendo. Un cielo nublado. No había manera de saber dónde estaban.

El cabecilla se ausentó durante cinco minutos. El establo estaba en silencio. Los otros dos permanecían en silencio, armas en ristre. El tipo nervioso de la Glock miraba a Reacher a los ojos. El de la escopeta, los pechos de ella. Con media sonrisa. Nadie decía nada. Entonces volvió el cabecilla. Llevaba un segundo par de esposas y dos cadenas gruesas.

—Está cometiendo un grave error —le dijo Holly—. Soy agente del FBI.

—¿Te crees que no lo sé, puta? Venga, cállate.

—Están cometiendo un delito muy grave —insistió Holly.

—Eso también lo sé, puta. Y te he dicho que te calles. Como digas algo más, le pego un tiro en el tarro a este tío. Así, pasarás la noche esposada a un cadáver, ¿qué te parece?

El cabecilla se quedó esperando una respuesta, hasta que ella asintió. Luego, el de la escopeta se puso detrás de ellos y el cabecilla abrió las esposas y se las quitó. Pasó una de las cadenas por uno de los barrotes y pasó por los eslabones de ambos cabos la mitad vacía de la esposa que colgaba de la muñeca izquierda de Reacher. La apretó y comprobó que estaba bien cerrada. Luego, se llevó a la mujer dos compartimentos más allá y la ató a los barrotes, como había hecho con Reacher, a unos seis metros de este, con las esposas nuevas y la otra cadena. A Holly se le dobló la rodilla y se desplomó sobre el suelo de paja sucia al tiempo que lanzaba un grito de dolor. El cabecilla no le hizo ni caso. Volvió a donde estaba encadenado Reacher. Se paró justo delante de él.

—¿Quién coño eres, gilipollas?

Reacher no respondió. Sabía que el tipo llevaba las llaves de ambos pares de esposas en el bolsillo. Sabía que, con aquella cadena gruesa que colgaba de su muñeca, necesitaría segundo y medio para romperle el cuello, pero los otros dos estaban fuera de su alcance. Una Glock, una escopeta... demasiado lejos como para arrebatárselas antes de haberse liberado, demasiado cerca como para tener siquiera la oportunidad de hacerlo. Estaba tratando con un grupo de oponentes bastante eficiente. Así que se encogió de hombros y se quedó mirando la paja que había a sus pies. Estaba manchada de estiércol.

—Te he hecho una puta pregunta.

Reacher lo miró. Por el rabillo del ojo vio que el tipo nervioso levantaba el cañón de la Glock uno o dos grados.

—Te he hecho una pregunta, gilipollas —repitió el cabecilla en voz baja.

La Glock del tipo nervioso siguió subiendo hasta que la tuvo recta, a la altura del hombro. Apuntaba a Reacher a la cabeza. La boca temblaba un poco, describiendo un círculo errático, pero no lo suficiente como para que fallara. Al menos, no a tan corta distancia. Reacher los miró a uno y a otro. El de la escopeta dejó de concentrar su atención en los pechos de la mujer y se llevó el arma a la cadera. También apuntó a Reacher. Era una Ithaca 37. Del calibre doce. La versión de cinco disparos con empuñadura, sin culata. Cargó un cartucho en la recámara. El crec-crec del mecanismo sonó con fuerza por todo el establo y rebotó contra las paredes de metal. Volvió a hacerse el silencio. Reacher se fijó en que tiraba del gatillo un octavo de su corto recorrido.

—¿Cómo te llamas? —insistió el jefe.

El de la escopeta tiró del gatillo un octavo más. Si disparaba con esa trayectoria, Reacher perdería ambas piernas y la mayor parte del estómago.

—Que cómo te llamas —repitió el cabecilla.

El disparo de un calibre doce no lo mataría, pero se desangraría hasta la muerte sobre aquella paja sucia. Sin femoral, tardaría un minuto, puede que minuto y medio. En esas circunstancias, no había razón para liarla por un simple nombre.

—Jack Reacher.

El cabecilla asintió satisfecho, como si hubiera ganado.

—¿Conoces a esta puta?

Reacher miró a la mujer.

—Mejor que a otras personas. Acabo de pasar seis horas esposado a ella.

—¿Te quieres pasar de listo, gilipollas?

Reacher negó con la cabeza.

—Solo soy uno que pasaba por allí. Sin más. No la conocía.

—¿Eres del FBI?

Volvió a negar con la cabeza.

—Soy portero de un club de Chicago.

—¿Estás seguro, gilipollas?

Asintió.

—Lo estoy. Soy lo suficientemente listo como para recordar de un día para el otro cómo me gano la vida.

Se hizo un silencio largo. Tensión. Luego, el tipo nervioso, el de la Glock, dejó de apuntarle. El tipo de la escopeta bajó el cañón hasta apuntar a la paja del suelo. Y él prefirió volver a mirarle los pechos a la mujer. El cabecilla asintió sin dejar de observar a Reacher.

—Vale, gilipollas. Pórtate bien y, al menos, de momento, vivirás. Y lo mismo te digo a ti, puta. A ninguno va a pasaros nada. Al menos, de momento.

Los tres hombres se reagruparon en el pasillo central y salieron del establo. Antes de que cerraran la puerta, Reacher volvió a fijarse en el cielo. Estaba más oscuro. Seguía nublado. No vio estrellas. No había pistas. Comprobó la cadena. Estaba bien sujeta a las esposas por un lado y al barrote por el otro. Unos dos metros. Oyó que la mujer estaba haciendo la misma comprobación: estiraba de la cadena y determinaba el radio que tenía para caminar.

—¿Le importa mirar hacia otro lado? —pidió ella.

—¿Por qué?

Un breve silencio. Un suspiro. Parte por vergüenza, parte por exasperación.

—¿De verdad es necesario que se lo explique? Hemos estado seis horas en una furgoneta que no tenía servicio, ¿verdad?

—¿Va a ir al compartimento de al lado?

—Es evidente.

—De acuerdo —dijo Reacher—. Usted vaya al de la derecha, que yo iré al de la izquierda. No miraré si usted tampoco lo hace.

Los tres hombres volvieron con comida cosa de una hora después. Era una especie de guiso de ternera que les sirvieron en cacerolas de campaña, una para cada uno. En su mayoría, pedazos de carne casi crudos y un montón de zanahoria dura. Fueran quienes fueran aquellos tres hombres, desde luego la cocina no era su fuerte, eso estaba claro. Les dieron una taza esmaltada de café flojo, una para cada uno. Luego, subieron a la furgoneta. Arrancaron y salieron del establo. Apagaron las resplandecientes luces eléctricas. Reacher alcanzó a ver el tenue vacío del exterior. Luego, cerraron la gran puerta y echaron la llave. Dejaron a los prisioneros a oscuras y en silencio.

—A la gasolinera —comentó la mujer a seis metros de distancia—. Van a rellenar el depósito para el resto del viaje. No pueden hacerlo con nosotros dentro. Supondrán que nos pondríamos a gritar pidiendo ayuda y a dar golpes en las paredes de la furgoneta.

Reacher asintió y se acabó el café. Chupó el tenedor hasta dejarlo limpio. Dobló uno de los dientes hacia fuera y lo retorció, presionándolo con el pulgar. Hizo un pequeño gancho y lo usó para hurgar en la cerradura de sus esposas. Tardó dieciocho segundos en abrirlas —desde que había empezado a dar forma a la herramienta—. Las tiró sobre la paja junto con la cadena y fue a donde estaba la mujer. Se agachó y le abrió las esposas. Doce segundos. Le ayudó a ponerse de pie.

—Así que portero, ¿eh?

—Eso es. Vamos a echar una ojeada.

—No puedo caminar. La muleta está en la puta furgoneta.

Reacher asintió. Ella permaneció en su compartimento, agarrada a los barrotes. Fue él quien exploró el granero, enorme y vacío. Era una construcción recia, de metal, hecha con el mismo acero galvanizado y punteado que el de las barras de los compartimentos. La puerta estaba cerrada por fuera. Lo más probable es que hubieran puesto una barra en los tiradores junto con un candado. Si pudiera agarrar el candado no le supondría ningún problema, pero es que él estaba dentro y el candado, fuera.

Las paredes estaban aseguradas al suelo de cemento con eles de metal atornilladas con firmeza. Estaban hechas con planchas de, aproximadamente, unos nueve metros de largo por metro veinte de alto, unidas unas a otras por más eles de metal atornilladas entre sí. Cada ele sobresalía unos quince centímetros. Como una escalera de mano gigante con peldaños cada metro veinte.

Trepó por una pared, aupándose rápidamente hacia arriba, de ele en ele, de metro veinte en metro veinte. La manera de salir del granero estaba allí mismo, en lo alto de la pared, a siete planchas del suelo, a unos ocho metros y medio de altura. Había una rendija de ventilación entre la parte más alta de la pared y el techo. De unos cuarenta y cinco centímetros. Una persona podría pasar en horizontal por el hueco, como un saltador de altura, quedarse colgando por fuera y dejarse caer ocho metros y medio.

Él podría hacerlo, pero Holly Johnson no. De hecho, ni siquiera podría caminar hasta la pared. Tampoco trepar por ella, y mucho menos descolgarse y dejarse caer ocho metros y medio, y soportar la caída con el ligamento cruzado roto.

—¡Huya! ¡Huya de aquí ahora mismo!

No le hizo caso. Miró por la ranura. El alero del tejado impedía que tuviera una vista amplia. Por lo que podía ver, solo había campo alrededor. Bajó por la pared y, una a una, se subió a lo alto de las otras tres. La segunda daba a una zona de campo tan vacía como la primera. Desde la tercera se veía una granja. Tejas blancas. Luz en dos de las ventanas. Desde la cuarta se veía la vereda que daba a la granja y que, después de unos ciento cincuenta metros, daba a una carretera sin rasgos distintivos. Más allá, nada. Muy a lo lejos, unos faros delanteros. Parpadeando y dando saltos. Muy espaciados entre sí. Cada vez más grandes. Acercándose. Era la furgoneta, que volvía.

—¿Puede ver dónde estamos?

—Ni idea. En una granja. Podríamos estar en cualquier parte. ¿Dónde hay tantas vacas? ¿Y campos y todo eso?

—¿Estamos en una zona montañosa o en llano?

—No alcanzo a verlo, está demasiado oscuro. Puede que haya colinas.

—Podríamos estar en Pennsylvania. Allí tienen colinas y vacas.

Reacher bajó y volvió al compartimento de la mujer.

—¡Váyase de aquí, por el amor de Dios! ¡Dé la alarma!

Él negó con la cabeza. Oyó cómo el vehículo diésel iba reduciendo la velocidad para tomar la vereda.

—Puede que esa no sea la mejor opción.

Ella se quedó mirándolo.

—¿Quién coño habla de opciones? ¡Es una orden! ¡Es usted civil y yo soy agente del FBI y le ordeno que se ponga a salvo ahora mismo!

Reacher se quedó allí.

—¡Le digo que es una orden! ¿¡Va a obedecerme!?

Reacher negó con la cabeza.

—No.

La mujer lo fulminó con la mirada. La furgoneta ya estaba de vuelta. Oyeron el rugido del diésel y el gruñido de la suspensión por la dura vereda. Reacher cerró las esposas de la mujer y corrió a su propio compartimento. Oyeron la puerta de la furgoneta y pasos en el asfalto. Reacher cerró las esposas sobre los barrotes y volvió a poner bien el tenedor. Cuando los secuestradores abrieron la puerta del establo y encendieron la luz, estaba sentado en la paja como si nada.

Morir en el intento

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