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—Tenemos que hablar —le dijo Holly.

—Pues habla.

Estaban estirados sobre los colchones, a oscuras, en la furgoneta, balanceándose y dando botes, pero ya no tanto. Estaba claro que iban por una autopista. Después de seguir quince minutos despacio por una carretera recta, habían reducido la velocidad, se habían detenido unos instantes y habían girado a la izquierda, y después habían ido cogiendo velocidad como si tomaran la entrada a una autopista. Luego, una ligera oscilación hacia la izquierda para incorporarse a la calzada. Después, el zumbido de una velocidad regular, puede que unos noventa y cinco kilómetros por hora, que había seguido así desde entonces y que daba la impresión de que no fuera a terminar nunca.

En el interior del vehículo en penumbra, la temperatura iba subiendo poco a poco. Ya hacía bastante calor. Reacher se había quitado la camisa. Al principio, y dado que había pasado la noche en el establo, la furgoneta estaba fría y a Reacher le parecía que mientras el vehículo siguiera moviéndose, el calor sería tolerable. El problema sería que se pasaran un buen rato detenidos. La furgoneta iría calentándose como un horno para pizzas y acabaría haciendo tantísimo calor como el día anterior.

Habían puesto el colchón individual de pie sobre su lado largo, contra la mampara de la cabina, mientras que el grande iba en el suelo. Al principio, resultaba un sofá rudimentario, pero el ángulo de noventa grados entre el asiento y el respaldo había acabado resultando muy incómodo. Así que Reacher había tirado del colchón de matrimonio hacia atrás —con Holly encima, como si la llevara en un trineo— y había puesto al lado el pequeño. Ahora tenían un área acolchada de unos dos metros y medio por dos. Iban tumbados boca arriba, con las cabezas juntas para poder hablar y los cuerpos separados en una decorosa V, balanceándose suavemente con el movimiento del vehículo.

—Deberías haber hecho lo que te dije —se quejó Holly—. Deberías haber huido.

Reacher no dijo nada.

—Para mí, eres una carga. ¿No te das cuenta? Bastante tengo ya con lo mío como para tener que preocuparme por ti.

Reacher no dijo nada. Siguieron balanceándose en silencio. Olía el champú de la mañana anterior en el pelo de ella.

—Así que, a partir de ahora, vas a hacer lo que yo te diga. ¿Me estás oyendo? No puedo permitirme tener que preocuparme por ti.

Giró la cabeza para mirarla —estaban muy cerca—. Se estaba preocupando por él. Le resultó de lo más sorprendente. Chocante. Como estar sentado en un tren, en una estación transitada, detenido junto a otro tren. El tuyo empieza a moverse. Va cogiendo velocidad. Y, entonces, de repente, resulta que no es el tuyo el que se mueve. Es el otro. El tuyo ha estado parado todo el tiempo. Tu marco de referencia estaba equivocado. Él había pensado que era su tren el que se movía. Ella, que era el suyo.

—No necesito tu ayuda. Tengo toda la ayuda que necesito. ¿Sabes cómo trabaja el FBI? ¿Sabes qué delito consideran el peor de todos? Ni las bombas, ni el terrorismo, ni el crimen organizado. El mayor delito de todos es meterse con el personal de la organización. El FBI cuida de los suyos.

Reacher permaneció callado un instante más. Luego, sonrió y dijo:

—Así que no nos va a pasar nada, ¿eh? Nos quedamos aquí tumbados y dentro de un rato aparecerán un montón de agentes al rescate.

—Confío en mi gente.

Volvieron a quedarse en silencio. Durante un par de minutos no se oyó sino el zumbido de la furgoneta. Reacher iba calculando la distancia mentalmente. Diría que estaban a unos setecientos veinte de Chicago. Al este, al oeste, al norte o al sur. Holly resopló y usó ambas manos para cambiar la pierna de posición.

—¿Te duele?

—Cuando la doblo. Cuando está recta ni la noto.

—¿En qué dirección vamos?

—¿Vas a hacer lo que te he dicho?

—¿Hace cada vez más calor o empieza a hacer más frío? ¿O no ha variado?

La agente puso cara de no saber qué responder.

—Pues no lo sé. ¿Por qué?

—Dependiendo de si hace más frío o más calor, iríamos al norte o al sur. Al este o al oeste, la temperatura debería mantenerse más o menos igual.

—Pues a mí me parece que está igual. Pero aquí dentro es difícil saberlo.

—No parece que haya mucho tráfico por la autopista —dijo Reacher—. No adelantamos a nadie. Y no parece que nadie nos ralentice. Vamos todo el rato a la misma velocidad.

—¿Y?

—Podría significar que no vamos al este. Allí hay una especie de barrera, ¿no? Entre Cleveland, Pittsburgh y Baltimore. Como una frontera. Hay mucho más tráfico. Nos encontraríamos con muchos más coches. ¿Qué día es hoy, martes? ¿Qué serán, en torno a las once de la mañana? Muy vacía está la carretera para que estemos circulando por el este.

Holly asintió.

—Así que vamos hacia el norte, hacia el oeste o hacia el sur —dijo ella.

—En una furgoneta robada. Vulnerable.

—¿Robada? ¿Cómo lo sabes?

—Porque el coche también era robado.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque lo han quemado.

Holly giró la cabeza y le miró a los ojos.

—Piénsalo —insistió él—. Piensa en su plan. Llegaron a Chicago en un vehículo propio. Puede que hace algún tiempo. Puede que les haya llevado un par de semanas determinar tus rutinas. Quizá tres.

—¿Tres semanas? ¿Crees que han estado tres semanas vigilándome?

—Es lo más probable. Vas a la tintorería una vez a la semana, cada lunes, ¿no? Han tenido que tardar un tiempo en confirmar ese patrón. Pero no podían secuestrarte en su propio vehículo. Sería sencillo rastrearlo y, además, lo más probable es que tuviera ventanillas, por lo que no sería adecuado para transportar a una rehén durante tantos kilómetros. Así que supongo que habrán robado la furgoneta en Chicago, puede que ayer por la mañana. Pintaron los rótulos de los costados. ¿Te has fijado en la mancha de pintura blanca? Estaba fresca, lo que no encaja con el resto. Han camuflado la furgoneta, puede que hasta hayan cambiado las matrículas. Pero seguía siendo un vehículo que llama la atención, ¿no? Y el de huida. Así que no querían arriesgarse a que hubiera testigos que lo hubieran visto por la calle. Además, resulta extraño que alguien meta gente en la parte trasera de una furgoneta. Mejor un coche. Así que robaron el sedán negro. Luego cambiaron de vehículo en el descampado, quemaron el automóvil y a otra cosa.

Holly hizo una mueca y comentó:

—Eso no demuestra que hayan robado nada.

—Claro que sí. ¿Quién compra un coche nuevo con asientos de cuero a sabiendas de que va a quemarlo? Habrían comprado una chatarra.

Holly asintió, reticente.

—¿Quiénes son? —preguntó en alto, aunque más para sí que para Reacher.

—Aficionados. Están cometiendo un error tras otro.

—¿Cómo cuáles?

—Quemar los vehículos es una estupidez. Llama la atención. Creen que han sido muy listos, pero no es así. Lo más probable es que también quemaran tu coche. Te apuesto lo que quieras a que lo quemaron cerca de donde robaron el sedán negro.

—A mí me parece bastante inteligente.

—A la poli le llaman la atención los vehículos quemados. Encontrarán el sedán negro, descubrirán de dónde lo robaron, peinarán la zona y encontrarán tu primer vehículo, puede que echando humo todavía. Están dejando un rastro, Holly. Deberían haber dejado ambos coches en el aparcamiento de larga duración de O’Hare. Podrían haber estado allí un año antes de que alguien se diera cuenta. O podrían haberlos abandonado en algún punto de la Zona Sur con las puertas abiertas y las llaves puestas. Dos minutos después, dos vecinos del barrio tendrían coche nuevo. Jamás habrían vuelto a ver esos vehículos. Así se oculta un rastro. Quemar parece que esté bien, como si fuera el final, pero es una enorme estupidez.

Holly miró el ardiente techo de la furgoneta. «Pero ¿quién coño es este tío?», se preguntó.

Morir en el intento

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