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Reacher estaba tumbado en la paja sucia, tranquilo, en su compartimento del establo para vacas. No estaba dormido, pero su cuerpo estaba tan inmóvil como le era posible. Tenía todos los músculos relajados y su respiración era lenta y regular. Tenía los ojos cerrados porque el establo estaba a oscuras y no había nada que ver. Pero su cerebro estaba muy despierto. No iba desbocado, sino que avanzaba a buen ritmo gracias a esa intensidad especial que, dada la ausencia de distracciones, se consigue de noche.

Estaba haciendo dos cosas a la vez. La primera, llevar la cuenta del tiempo. Habían pasado casi dos horas desde la última vez que había mirado el reloj, pero sabía qué hora era con un desfase de unos veinte segundos. Era una antigua habilidad, nacida de todas las noches en vela que había tenido que pasar durante su servicio en activo. Cuando uno está esperando a que suceda algo, cierra su cuerpo como una caseta de playa en invierno y deja que su cerebro se concentre en el paso constante de los segundos. Es como estar en animación suspendida. Se ahorra energía, se le quita al cerebro inconsciente la responsabilidad de hacer latir el corazón y se la pasa a una especie de reloj oculto. Eso deja todo un hueco oscuro al que se puede ir a pensar. Al mismo tiempo, mantiene a la persona despierta y preparada para lo que se suponga que tenga que estar preparada. Además, siempre se sabe qué hora es.

La segunda cosa que hacía Reacher era practicar mentalmente juegos aritméticos. Estaba multiplicando números altos. Tenía exactamente treinta y siete años y ocho meses. Treinta y siete multiplicado por trescientos sesenta y cinco daba trece mil quinientos cinco. Más doce días por doce años bisiestos, trece mil quinientos diecisiete. Ocho meses, contando desde su cumpleaños en octubre hasta ese día de junio daba doscientos cuarenta y tres días. En total, trece mil setecientos sesenta días desde que había nacido. Trece mil setecientos sesenta días y trece mil setecientas sesenta noches. Intentaba situar aquella noche en el punto que le correspondiera de aquella escala interminable. Teniendo en cuenta como parámetro lo mala que estaba siendo.

A decir verdad, no era la mejor noche que había pasado, pero estaba muy lejos de ser la peor. Muy muy lejos. No era capaz de recordar nada de los cuatro primeros años de su vida, más o menos, lo que le dejaba con unas doce mil trescientas noches que tener en cuenta. Por probabilidad, aquella noche bien podía estar entre las tres mejores. Sin esforzarse, podría recordar miles de noches peores que aquella. Al fin y al cabo, estaba caliente, cómodo, no estaba herido, no había ninguna amenaza inmediata y le habían dado de cenar. No había sido una buena cena, pero tenía la sensación de que se debía más a falta de pericia culinaria que a maldad. Así que, en lo físico, no podía quejarse.

En lo mental era diferente. Lo tenían suspendido en un vacío tan impenetrable como la oscuridad del establo. El problema era la ausencia total de información. No es que fuera una persona a la que le afectaba vivir con cierta falta de datos. Era hijo de un oficial de Marines y literalmente había llevado una vida militar casi desde que nació. Por tanto, estaba acostumbrado a la confusión y a la imprevisibilidad. Pero aquella noche faltaban demasiados datos.

No sabía dónde estaba. Los tres secuestradores, no sabía si por accidente o a propósito, no le habían dado ni una sola pista de adónde iban. Aquello hacía que tuviera la sensación de ir a la deriva. La cuestión es que de esa vida militar que había llevado desde su nacimiento, de esos trece mil setecientos sesenta días, debía de haber pasado menos de una quinta parte de ellos en Estados Unidos. Era tan estadounidense como el presidente, pero había pasado la mayor parte de su vida sirviendo por todo el mundo. Fuera de Estados Unidos. Por tanto, tenía los mismos conocimientos de su país que podría tener un niño de siete años. Es decir, era incapaz de decodificar los sutiles ritmos, sentimientos y olores de su país tan bien como le gustaría. Era probable que otra persona fuera capaz de interpretar los contornos de aquel paisaje, a pesar de que fuera prácticamente invisible, o de saber a qué olía el aire o con qué zona se correspondía aquella temperatura nocturna y decir: «Ahora estoy en este estado, ahora estoy en este otro». Era probable que hubiera personas capaces de hacerlo. Pero no era el caso de Reacher. Lo que le suponía un problema.

A eso había que sumarle que no tenía ni idea de quiénes eran los secuestradores. O qué es lo que querían. O cuáles eran sus intenciones. Los había estudiado con atención en cada oportunidad que había tenido. Era difícil extraer conclusiones. Las pistas eran contradictorias. Tres hombres, jóvenes, puede que entre los treinta y los treinta y cinco, en forma, entrenados para actuar en equipo con cierta eficacia. Parecían militares, pero no lo eran. Eran organizados, pero no funcionarios. Su apariencia decía a gritos: aficionados.

Porque eran muy pulcros. Llevaban ropa nueva. Algodón y popelina de una de esas cadenas de ropa barata, pelo recién cortado. Las armas eran nuevas, tanto que parecía que acabaran de sacarlas de la caja. Las Glocks eran totalmente nuevas. La escopeta también; todavía tenía la grasa de fábrica. Eso dejaba claro que no eran profesionales. Porque los profesionales se dedican a esto a diario. Ya pertenezcan a las Fuerzas Especiales, a la CIA, al FBI o sean detectives, ese es su trabajo. Llevan ropa de faena. Llevan armas conseguidas el año pasado, o el anterior, que ya han probado y en las que confían, armas que están desportilladas, arañadas, herramientas de trabajo. Si alguien reúne a tres profesionales un día cualquiera, podrá comprobar que uno de ellos lleva una mancha de pizza del día anterior, que otro no se habrá afeitado y que el tercero lleva esos pantalones viejos y horribles de los que sus colegas se ríen a sus espaldas. Cabe la posibilidad de que, de vez en cuando, lleven alguna chaqueta nueva, un arma nueva o unos zapatos nuevos, pero la probabilidad de que todo sea nuevo en tres profesionales el mismo día es tan ínfima que resulta absurda.

Además, su actitud los traicionaba. Competentes pero nerviosos, tensos, hostiles, rudos. Entrenados hasta cierto punto, pero sin práctica. No tenían experiencia. Se sabían bien la teoría y eran lo bastante inteligentes como para evitar errores de bulto, pero no estaban habituados a todo eso, como los profesionales. Por tanto, esos tres tipos eran aficionados. Y habían secuestrado a una agente del FBI que no llevaba mucho tiempo en el cargo. ¿Por qué? ¿Qué coño había podido hacerle a alguien una agente del FBI que no llevaba mucho tiempo en el cargo? No tenía ni idea. Y la agente del FBI que no llevaba mucho tiempo en el cargo no había querido decírselo. Aquel era otro punto que no alcanzaba a comprender. Pero no era el peor de todos. El peor de todos era que no alcanzaba a comprender por qué él seguía estando allí.

Entendía a la perfección por qué se lo habían llevado la primera vez. La más pura de las casualidades lo había situado al lado de Holly Johnson justo en el instante en el que se iba a producir el secuestro. Eso era comprensible. Sabía que las casualidades existen. De hecho, y por mucho que la gente pretendiese lo contrario, la vida era un cúmulo de casualidades. Y nunca perdía el tiempo suponiendo lo diferente que podría haber sido la situación; que si esto o que si aquello. Era evidente que si hubiera estado paseando por aquella calle de Chicago un minuto antes o un minuto después, habría pasado por delante de la tintorería sin llegar a enterarse jamás de que aquel secuestro había tenido lugar. Pero no había estado paseando por aquella calle de Chicago ni un minuto antes ni uno después y la casualidad se había dado, así que no iba a perder el tiempo pensando en dónde estaría ahora de no haber sido así.

Lo que de verdad debía determinar era por qué seguía allí, catorce horas después —según su reloj interno—. Había tenido dos oportunidades mínimas y otra magnífica de escapar. En la calle podría haberlo conseguido. Podría. No lo había intentado por la posibilidad de que se produjeran daños colaterales. Luego, en el aparcamiento abandonado, al subir a la furgoneta blanca, podría haberlo conseguido. Tres contra uno en ambas ocasiones, pero eran tres aficionados contra Jack Reacher, que se sentía muy cómodo contra un número así.

La oportunidad magnífica había sido la de escapar del establo, más o menos, una hora después de que los tres secuestradores hubieran vuelto de la gasolinera. Podría haber vuelto a soltarse las esposas, a trepar por una de las paredes y, después, haberse deslizado hacia fuera, haberse descolgado y haber salido corriendo hasta la carretera, donde habría desaparecido con facilidad. ¿Por qué no lo había hecho?

Seguía allí, tumbado en la más completa oscuridad, relajado. Y, entonces, se dio cuenta de que era por Holly. No se había ido porque no podía correr el riesgo. Los secuestradores podrían perder los nervios, matarla y darse a la fuga. Y él no quería que eso pasara. Holly era una mujer inteligente y vivaz. Aguda, impaciente, segura de sí misma y la hostia de dura. Con un atractivo tímido y natural. Morena, esbelta, inteligentísima y enérgica. Con unos ojos maravillosos. Eran sus ojos los que le llamaban la atención. Le perdían sus preciosos ojos.

Pero no eran aquellos ojos los que hacían que se quedara. Ni su aspecto. Ni su inteligencia o personalidad. Sino su rodilla. Eso era lo que hacía que se quedara. Su coraje y su dignidad. Para él, que una mujer atractiva y vivaz se enfrentara con una sonrisa a una discapacidad a la que no estaba acostumbrada era algo muy noble y valiente. La convertía en una de esas personas que le gustaban. Estaba arreglándoselas. Estaba arreglándoselas bien. No se quejaba. No le pedía ayuda. Y como no se la estaba pidiendo, él se la iba a dar.

Morir en el intento

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