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A medianoche, la sala de reuniones del tercer piso del edificio del FBI en Chicago se había habilitado como centro de operaciones. Los técnicos del FBI llevaban entrando y saliendo desde última hora de la tarde, preparando líneas de teléfono e instalando ordenadores en uno de los lados de la mesa. Pero a medianoche, la habitación estaba a oscuras, fría y en silencio. Al otro lado de la pared de ventanales había una oscuridad resplandeciente. Ya no había que determinar en qué parte de la mesa era mejor sentarse.

Nadie se había ido a casa. En las sillas de cuero había despatarrados diecisiete agentes. El abogado del FBI también seguía allí. No es que fuera necesario, pero el hombre sentía la misma necesidad de hacer todo lo que estuviera en su mano y un poco más. La gente de la organización cuida de los suyos. Eso lo primero. La oficina de campo de Chicago iba a cuidar de Holly Johnson. Eso lo segundo. Y no por sus contactos. Eso no tenía nada que ver. Holly era Holly. Y lo tercero, porque lo que McGrath quería, McGrath lo conseguía. Si McGrath estaba preocupado por Holly, todos lo estaban. Y lo estarían hasta que la encontraran, sana y salva. Así que allí seguían todos. Callados y preocupados. Hasta que McGrath entró en la sala animado, fumando como si la vida le fuera en ello.

—¡Buenas noticias, chicos! ¡Escuchad! ¡Escuchad!

Se abrió paso hasta la cabecera de la mesa. Los que murmuraban se callaron y el silencio fue total. Dieciocho pares de ojos le seguían.

—La hemos encontrado —exclamó—. La hemos encontrado, ¿vale? Está bien. Se acabó el pánico. Ya podemos relajarnos.

Dieciocho voces empezaron a hablar al unísono. Todos hacían las mismas preguntas apremiantes. El agente al mando levantó las manos para pedirles silencio, como un candidato en un mitin.

—Está en el hospital. Resulta que su cirujano tenía un hueco esta tarde, un hueco que no tenía previsto. La ha llamado y Holly ha ido directa hacia allá y ha entrado en el quirófano. Está bien, está convaleciente. Y está avergonzada por la que ha liado.

Las dieciocho voces de la sala empezaron a hablar de nuevo y McGrath dejó que se desfogaran. Al rato, volvió a levantar las manos.

—Así que se acabó el pánico, ¿vale? —insistió sonriente.

Empezaron a hablar un poco más bajo a medida que se sentían aliviados.

—Así que, venga, a casa a dormir, que mañana hay que trabajar, ¿eh? Pero gracias por haberos quedado. De mi parte y de la de Holly. Significa mucho para ella. Brogan y Milosevic, vosotros os quedáis un momento más. Vais a repartiros su carga de trabajo de la semana. A los demás, buenas noches. Dormid bien y gracias de nuevo, muchachos.

Quince agentes y el abogado sonrieron, bostezaron y se pusieron de pie. Salieron de la sala en tropel, animados y bromeando. McGrath, Brogan y Milosevic permanecieron en la habitación. Estaban sentados lejos el uno del otro. McGrath se acercó a la puerta aprisa y en silencio. La cerró con cuidado. Dio media vuelta y miró a los otros dos.

—Es mentira. Supongo que os lo habéis imaginado.

Los agentes le miraron fijamente, sin decir nada.

—Me ha llamado Webster. Supongo que ambos imagináis por qué. Washington D. C. está pendiente de esto. No podría estarlo más. Allí se han vuelto locos. Han secuestrado a una persona muy pero que muy importante, ¿de acuerdo? Le han asignado el caso a Webster en persona. Quiere que lo mantengamos en secreto y que haya la menor cantidad de agentes implicados. Quiere que todos los de esta oficina dejen el caso excepto yo y un equipo de dos agentes más. A mi elección. Y os he elegido a vosotros porque sois quienes mejor la conocéis. Así que es cosa de nosotros tres. Dependemos directamente de Webster y no vamos a hablar de esto con nadie, ¿entendido?

Brogan asintió. Milosevic también asintió. Ambos sabían que eran la elección más obvia, pero que McGrath eligiera a alguien en concreto, fuera por la razón que fuera, era un honor. Lo sabían, y sabían que el agente al mando era consciente de que lo sabían. Así que volvieron a asentir. Con firmeza. Luego, se quedaron callados un buen rato. El humo del cigarrillo de McGrath se mezclaba con el silencio al llegar al techo. Las manecillas del reloj de la pared marcaban algo más de las doce y media.

—Bueno —dijo Brogan por fin—, ¿por dónde empezamos?

—Por trabajar toda la noche, por ahí vamos a empezar —respondió McGrath—. Y todo el día. Y toda la noche. Y todo el día otra vez. Así, hasta que la encontremos.

Miró a los otros dos. Analizó la decisión que había tomado al elegirlos. Era un equipo adecuado. Una buena mezcla. Brogan era mayor, más seco, pesimista. Una persona compacta con una manera pulcra y organizada de afrontar el trabajo, pero tan imaginativo como para resultar útil. Una vida privada desorganizada, con una novia y un par de exesposas que le costaban un dineral y le daban muchos problemas, aunque nunca interferían con su trabajo. Milosevic era más joven, menos intuitivo, más rápido, con una forma férrea de trabajar. Un permanente colaborador secundario, lo que no tenía por qué ser negativo. Tenía debilidad por los 4×4 caros, pero todo el mundo necesita una afición. Ambos eran veteranos intermedios del FBI, con horas de vuelo a sus espaldas y cabelleras arrancadas en sus cinturones. Ambos trabajaban concentrados y ninguno de los dos se quejaba ni del trabajo ni de las horas que había que dedicar. Ni del sueldo, lo que los hacía únicos. Un equipo adecuado. Eran nuevos en Chicago, pero aquella investigación no se iba a quedar en la ciudad. McGrath lo tenía claro.

—Milo, tú vas a encargarte de investigar sus movimientos. Cada paso que haya dado desde las doce del mediodía.

Milosevic asintió con aire distante, como si ya estuviera inmerso en ello.

—Brogan, tú dedícate a la revisión de antecedentes. Tenemos que encontrar un porqué.

El agente asintió con aire taciturno, como si supiera que el porqué iba a ser el principio y el final del asunto.

—¿Empiezo por su viejo?

—Es evidente —respondió McGrath—. Es lo que haría yo.

—Vale, ¿cuál de ellos?

—El que quieras. Tú eliges.

A dos mil setecientos cuarenta kilómetros de Chicago se había tomado otra decisión ejecutiva. Una decisión que concernía al tercer carpintero. El empleador condujo de vuelta al edificio blanco en la camioneta del jefe de los carpinteros. El tercer carpintero había terminado de apilar las herramientas y dio un paso adelante cuando vio que se acercaba el vehículo, pero se detuvo contrariado al comprobar que era el gordo quien iba al volante. Se detuvo, indeciso, mientras el empleador aparcaba junto a la acera y bajaba de la camioneta.

—¿Todo bien? —preguntó el empleador.

—¿Dónde están mis compañeros?

—Ha pasado algo. Ha pasado algo.

—¿Algún problema?

Luego, se quedó callado porque empezó a pensar en su parte de lo pactado. Era desde luego la parte más pequeña, porque era el más joven, pero, aunque fuera la más pequeña, sería mucho más dinero del que veía en una buena temporada.

—¿Tienes alguna sierra? —preguntó el empleador.

El carpintero se quedó mirándole.

—Qué pregunta tan tonta, ¿verdad? Eres carpintero y te estoy preguntando si tienes una sierra. A ver, enséñame la mejor sierra que tengas.

El carpintero se quedó quieto unos instantes, luego se agachó y escogió una sierra mecánica del montón de herramientas. Era grande, metálica, con una formidable hoja circular y estaba llena de serrín.

—¿Hace cortes transversales? ¿Es buena para cortar cosas realmente duras?

El carpintero asintió.

—Es muy buena, sí —respondió con cautela.

—Vale. La cuestión es que necesitamos una demostración.

—¿De la sierra?

—De la habitación.

—¿De la habitación? —repitió el carpintero.

—Se supone que está hecha para que nadie pueda salir de ella. Al menos, esa es la idea, ¿vale?

—Usted la ha diseñado.

—Pero ¿la habéis construido bien? —preguntó el empleador—. A eso es a lo que me refiero. Necesitamos una prueba. Para demostrar que sirve para lo que la queremos.

—Vale. ¿Cómo lo hacemos?

—Métete en ella y a ver si puedes salir antes de mañana. La habéis construido vosotros, ¿no? Así que conoces todos sus puntos débiles. Si se puede escapar de ella, seguro que no hay nadie más indicado que tú para hacerlo.

El carpintero se quedó callado un buen rato. Intentaba entender qué estaba pasando.

—¿Y si lo consigo?

El empleador se encogió de hombros.

—Pues no te pago, porque no la habéis construido como os he pedido.

El carpintero volvió a quedarse callado. Se preguntaba si le estaría tomando el pelo.

—¿Has pillado ya el fallo de mi propuesta? —preguntó el empleador—. Ahora mismo estás pensando que lo que más te conviene es meterte ahí y pasarte la noche sentado; así, mañana me dices que no se puede salir, que es imposible, y ya está.

El carpintero soltó una risita nerviosa.

—Sí, es lo que estaba pensando —reconoció el carpintero.

—Así que lo que necesitas es un incentivo. ¿Entiendes? Para asegurarme de que intentas escapar a toda costa.

El carpintero miró la habitación aislada en el segundo piso. Cuando bajó la mirada, el empleador le apuntaba con una automática negra y mate.

—En la camioneta hay un saco. Ve a buscarlo.

El carpintero miró a su alrededor estupefacto. El empleador le apuntó a la cabeza.

—Ve a por el saco —repitió con calma.

En la caja de la camioneta no había nada. En el asiento del pasajero había un saco de arpillera. Estaba atado por arriba y tendría unos cuarenta y cinco centímetros de largo. Pesaba. Parecía uno de esos lomos de cerdo que hay en las neveras de los puestos del mercado.

—Ábrelo —ordenó el empleador—. Echa un vistazo.

El carpintero abrió la boca de arpillera. Lo primero que vio fue un dedo. Estaba blanco como el hielo porque había perdido toda la sangre. Los callos amarillentos saltaban a la vista, grandes, evidentes.

—Ahora voy a meterte en la habitación —explicó el empleador—. Como no hayas conseguido salir por la mañana, pienso hacerte eso mismo, ¿entendido? Y con tu puta sierra, porque la mía ha acabado mellada.

Morir en el intento

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