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En esa ocasión, McGrath no le pidió al jefe de la sección técnica que bajara al tercer piso. Fue él quien subió a la carga hasta su laboratorio, en la sexta planta, con la cinta de vídeo en la mano. Entró de golpe e hizo espacio en la mesa que tenía más cerca. Luego puso la cinta encima como si fuera un lingote de oro puro. El técnico se acercó y la miró.

—Necesito hacer unas fotografías.

El técnico cogió la cinta y fue hacia un grupo de vídeos que había en una esquina. Pulsó un par de interruptores, que encendieron tres pantallas, todas ellas con nieve.

—No puedes contarle a nadie lo que estás a punto de ver, ¿entendido?

—Entendido. ¿Qué es lo que tengo que buscar?

—Los cinco últimos fotogramas —dijo McGrath—. Con eso debería ser suficiente.

El técnico no usó ningún mando a distancia. Utilizó unos botones que había en el propio panel de controles de la máquina. La cinta retrocedió y la historia del secuestro de Holly Johnson se vio al revés.

—Joder.

Se detuvo en el fotograma en que Holly aparecía alejándose del mostrador. Después avanzó la cinta poco a poco. Hizo que Holly saltara hasta la puerta, que se topara cara a cara con el secuestrador alto, con las pistolas de los otros dos y que fuera al coche. Rebobinó la cinta y pasó la secuencia una segunda vez. Y una tercera.

—Joder.

—No gastes la puta cinta, que quiero que se hagan fotografías grandes de esos cinco fotogramas. Muchas copias.

El jefe de sección asintió despacio.

—Puedo hacerte copias de calidad láser ahora mismo.

Pulsó un par de botones y levantó un par de interruptores. Luego se agachó y encendió un ordenador que había en una mesa al otro lado de la sala. En el monitor del mismo apareció Holly alejándose del mostrador de la tintorería. Hizo clic en un par de menús desplegables.

—Vale, lo estoy copiando a un disco duro. Para tener un archivo gráfico.

Volvió a toda prisa a la zona de vídeos y adelantó la cinta un fotograma. Volvió a la mesa y el ordenador capturó la imagen de Holly abriendo la puerta de salida. Repitió el proceso tres veces más. Luego, imprimió los cinco archivos en la impresora láser más rápida que tenía. McGrath se levantó y fue recogiendo cada una de las copias a medida que iban apareciendo en la bandeja.

—No está mal —reconoció McGrath—. El papel me gusta más que el vídeo. Es como si existiera de verdad.

El técnico miró primero a McGrath y, después, por encima del hombro de este.

—La definición es buena.

—Quiero ampliaciones.

—No hay problema, ahora que lo tenemos en el ordenador. Por eso el ordenador es mejor que el papel.

El técnico se sentó y abrió el cuarto archivo. En la pantalla apareció la imagen de la agente y de los tres secuestradores en la acera, muy cerca los unos de los otros. Hizo clic con el ratón y dibujó un cuadrado alrededor de las cabezas. Volvió a hacer clic. La imagen del monitor volvió a dibujarse, ampliada. El tipo alto estaba mirando a la cámara. Los otros dos estaban ladeados, mirando a Holly.

El técnico pulsó el botón de imprimir y abrió el quinto archivo. Aumentó el tamaño de la foto con el ratón y dibujó un rectángulo alrededor del conductor, que estaba dentro del coche. Esa imagen también la imprimió. McGrath cogió las nuevas hojas de papel.

—Bien. No vamos a conseguir nada mejor. Qué putada que tu ordenador de mierda no pueda hacer que miren todos a la cámara.

—Claro que puede —dijo el técnico.

—¿Que puede? ¿Cómo?

—En cierta manera, puede. —Tocó la ampliación de la cara de Holly con el dedo—. Supongamos que queremos una imagen de frente de ella, ¿no? Le pediríamos que se girara hacia la cámara y que la mirara de frente. Pero supongamos que, por alguna razón, no se puede mover. ¿Qué hacemos? Podríamos mover la cámara, ¿no? Supongamos que subimos al mostrador, cogemos la cámara y la soltamos, la bajamos y la giramos hasta que enfoca directamente a Holly. Tendríamos una imagen de frente, ¿verdad?

—Así es.

—Pues lo que tenemos que hacer es calcular. Calculamos cuánto tendríamos que mover la cámara para que estuviera justo frente a ella. ¿Digamos que metro ochenta hacia abajo y tres hacia la izquierda? Además de girarla unos cuarenta grados, con lo que quedaría justo frente a Holly. Así que cogemos esos números y los introducimos en el programa, que hará una especie de simulación y un dibujo, igual que si moviéramos la cámara hasta situarla frente a ella y le hiciéramos una foto.

—¿Puedes hacer eso? ¿Funciona?

—Tiene sus limitaciones. —Tocó la imagen del pistolero que más cerca estaba—. Este tipo, por ejemplo, está muy de lado. El ordenador nos dará una imagen completa de su rostro, pero solo va a poder hacerlo suponiendo cómo es el resto de la cara, ¿de acuerdo? Está programado para dar por hecho que el otro lado de la cara se parece mucho al que ve, aunque con cierta asimetría. Pero si al tipo le falta una oreja o algo en el otro lado, o tiene una gran cicatriz, eso no nos lo va a decir.

—Vale —dijo McGrath—. ¿Y qué necesitas?

El técnico escogió la imagen grande del grupo y señaló aquí y allí con su pequeño y regordete dedo índice.

—Medidas. Necesito que sean tan exactas como sea posible. Necesito saber cuál es la posición de la cámara en relación con la puerta y la altura a la que está de la acera. Necesito saber la longitud focal de la lente de la cámara. Necesito la fotografía del expediente de Holly para calibrar. Sabemos exactamente cómo es ella. Puedo usarla para hacer una prueba. Lo prepararé para que ella salga tal y como es, con lo que los demás también saldrán tal y como son; siempre que tengan ambas orejas y demás, como ya he comentado. Y necesito una baldosa del suelo de la tintorería y uno de los blusones que lleva la dependienta.

—¿Para qué?

—Para decodificar la escala de grises del vídeo. Así podré darte las fotografías en color.

El comandante eligió a seis mujeres del destacamento de castigo de aquella mañana. A las seis con más deméritos, porque la tarea iba a ser dura y desagradable. Les pidió atención y se puso delante de ellas cuan alto era. Se fijó en quiénes eran las primeras en apartar la mirada. Cuando se sintió satisfecho porque ninguna de ellas se atrevió a mantenérsela, les explicó cuál iba a ser su tarea. La sangre había salpicado toda la habitación debido a la salvaje fuerza centrífuga de la sierra. Había trocitos de hueso por todas partes. Les ordenó que calentaran agua en la cocina y la trajeran en cubos. Les ordenó que cogieran cepillos de frotar, trapos y desinfectante del almacén. Les dijo que tenían dos horas para que la habitación volviera a quedar como los chorros del oro. Si tardaban más, se les añadirían deméritos.

Tardaron dos horas en conseguir los datos. Milosevic y Brogan habían ido a la tintorería. Habían clausurado la tienda y habían ido de un lado para el otro, como aparejadores. Trazaron un dibujo con medidas exactas, al milímetro. Descolgaron la cámara y la confiscaron. Rompieron el suelo para llevarse una baldosa. Cogieron un par de batas de la dependienta y también un par de pósteres de la pared, porque les pareció que podía facilitar el proceso de dar color a la imagen. Una vez en el sexto piso del edificio federal, el jefe de la sección técnica tardó otras dos horas en introducir todos los datos en el programa. Luego, para calibrar el test, hizo la prueba ayudándose de la imagen de Holly Johnson.

—¿Qué le parece? —preguntó a McGrath.

Este observó la imagen de la agente. Luego, se la pasó a los otros dos agentes. Milosevic fue el último que la analizó y quien lo hizo con mayor detenimiento. Tapó ciertas partes con la mano y frunció el ceño.

—Parece que esté demasiado delgada. Y creo que el cuarto inferior derecho está mal. No sé por qué, pero es como si le faltara anchura.

—Estoy de acuerdo —dijo McGrath—. Su mandíbula tiene una pinta rara.

El técnico abrió la pantalla de un menú y ajustó un par de valores. Volvió a hacer la prueba. La impresora láser zumbó. Salió la copia.

—Mejor —dijo McGrath—. La nariz es muy parecida.

—¿El color está bien? —preguntó el técnico.

—El tono melocotón es más oscuro —comentó Milosevic—. Al color de la ropa, me refiero. Conozco bien ese traje. Es italiano, o no sé qué.

El técnico hizo que apareciera una paleta de color en la pantalla del ordenador.

—Señálalo.

Milosevic escogió un tono concreto.

—Se parece más a ese.

El técnico volvió a hacer la prueba. El disco duro murmuró y la impresora láser zumbó.

—Mejor —dijo Milosevic—. El vestido está mejor. Y el pelo también.

—Estupendo. —El técnico guardó los parámetros en el disco—. ¡Pues vamos a trabajar con ello!

El FBI nunca usa equipos de última generación. Creen que es mejor usar equipos que han demostrado que son fiables. Por tanto, el ordenador del jefe de la sección técnica era un poco más lento que los ordenadores que tenían en el dormitorio los niños ricos de la zona de North Shore. Pero no mucho más. Proporcionó a McGrath cinco impresiones en cuarenta y cinco minutos. Cuatro imágenes policiales de los cuatro secuestradores y una ampliación del lateral delantero de su coche. Todo ello en colores brillantes, con el grano suavizado para que no parecieran pixeladas. A McGrath le parecieron las mejores fotografías que había visto en su puta vida.

—Gracias, jefe —le dijo al técnico—. Son estupendas. El mejor trabajo que ha hecho nadie en esta oficina en mucho tiempo. Pero no se lo cuentes a nadie. Es alto secreto, ¿entendido?

Le dio unas palmaditas en la espalda y se marchó. El jefe de sección se sentía como si fuera el tipo más importante del edificio.

Las seis mujeres trabajaron duro y acabaron antes de las dos horas. Que las rendijas fueran tan estrechas era lo que más problemas les había dado. Porque eran muy estrechas, pero no lo suficiente como para que la sangre no se colara en ellas. En cambio, eran demasiado estrechas como para que cupieran las cerdas de los cepillos. Habían tenido que enjuagarlas con agua y pasarles trapos secos. La madera estaba adquiriendo un color marrón más oscuro. Las mujeres rezaban para que no se alabease cuando se secara del todo. Dos de ellas habían vomitado. Eso había supuesto más trabajo. A pesar de todo, acabaron a tiempo para la inspección del comandante. Se pusieron firmes sobre el suelo húmedo y aguardaron. El hombre lo comprobó todo. Las tablas crujían bajo su gran peso. Pero quedó satisfecho con el trabajo que habían hecho y les concedió otras dos horas para limpiar las manchas del pasillo y de la escalera, por donde había arrastrado el cadáver.

Lo del coche fue fácil. Enseguida lo identificaron como un Lexus. Cuatro puertas. Un modelo nuevo. El patrón de la llanta de aleación lo fechaba con exactitud. El color era o negro o gris oscuro; era imposible saberlo con seguridad. El programa informático era bueno, pero no tanto como para determinar con exactitud el color de una pintura oscura bajo la brillante luz del sol.

—¿Robado? —preguntó Milosevic.

McGrath asintió.

—Casi seguro. Encárgate de comprobarlo, ¿vale?

Las fluctuaciones del valor del yen habían hecho que, con el salario anual de Milosevic, comprar un Lexus de cuatro puertas se hubiera convertido en una posibilidad remota, así que sabía en qué barrios merecía la pena investigar y en cuáles no. Ni se molestó en ir al sur del Loop. Empezó llamando a la policía de Chicago y, después, a los departamentos de North Shore cercanos a Lake Forest.

Obtuvo un hilo del que tirar justo antes de mediodía. Aunque no era exactamente lo que estaba buscando. No era un Lexus robado, sino uno desaparecido. El Departamento de Policía de Wilmette le devolvió la llamada y le informó de que un dentista de allí había llegado al trabajo con su Lexus nuevo, el lunes, antes de las siete de la mañana, y que lo había dejado en el aparcamiento que hay detrás del edificio en el que trabajaba. Un quiropráctico de la consulta de al lado le había visto aparcar. No obstante, el dentista no había llegado a entrar en el edificio. Su enfermera había llamado a su casa y su esposa había llamado a la comisaría de policía de Wilmette. Luego, la policía había redactado un informe al que no le había prestado la menor atención. No era el primer caso que tenían de un marido desaparecido. Le explicaron a Milosevic que el dentista se apellidaba Rubin y que el coche era negro, con motas de mica en la pintura para que centelleara, y que la matrícula era de esas personalizadas en la que ponía ORTHO 1.

Milosevic colgó el teléfono, que sonó de inmediato. Era el Departamento de Bomberos de Chicago, que tenía un informe. Una de sus unidades había atendido el incendio de un automóvil que estaba provocando una nube de humo oleaginoso en la zona de tierra de la trayectoria de vuelo del aeropuerto Meigs Field. Poco antes de la una del mediodía del lunes, el camión de bomberos había ido hasta una zona industrial abandonada y había encontrado un fuego intenso consumiendo un Lexus negro. Los bomberos habían considerado que ya estaba quemado hasta el metal, por lo que no saldría mucho más humo, así que habían decidido ahorrarse la espuma y dejar que acabara de consumirse. Milosevic apuntó dónde estaba y colgó. Fue al despacho de McGrath en busca de instrucciones.

—Ve a comprobarlo —ordenó McGrath.

Milosevic asintió. Le gustaba el trabajo de calle. Le daba la oportunidad de conducir su nuevo Ford Explorer, que prefería a esos sedanes macizos que proporcionaba la organización. Y al FBI no le parecía mal que así fuera, porque el agente nunca reclamaba gastos por el combustible. Así que condujo su coche nuevecito y reluciente algo más de siete kilómetros y encontró sin problemas lo que quedaba del Lexus. Estaba aparcado en semibatería en una zona de cemento llena de baches, detrás de un edificio industrial abandonado. Las ruedas se habían quemado, así que estaba sobre las llantas. Todavía se podían leer las matrículas: ORTHO 1. Toqueteó las cenizas con el dedo —aún guardaban algo de calor—, sacó la llave quemada del bombín de arranque y abrió el maletero. Inmediatamente, se apartó cuatro pasos y vomitó en el pavimento. Sufrió alguna que otra arcada más, escupió y empezó a sudar. Sacó el móvil del bolsillo y llamó a McGrath, en el edificio federal.

—He encontrado al dentista.

—¿Dónde?

—En el puto maletero. Asado a fuego lento. Parece que estaba vivo cuando incendiaron el coche.

—Dios mío. ¿Está relacionado con el caso?

—No cabe duda.

—¿Estás seguro?

—No cabe duda —repitió Milosevic—. He encontrado más pistas. Están quemadas, pero la cosa está bastante clara. Hay una 38 en mitad de lo que parecen las asas metálicas de un bolso de mujer. Monedas y una barra de labios, y las partes metálicas de un móvil y un busca. Y hay nueve perchas de alambre en el suelo. Como las que te dan en las tintorerías.

—Dios mío. ¿Conclusiones?

—Robaron el Lexus en Wilmette. Puede que el dentista los pillara in fraganti, así que fue a por ellos, pero lo redujeron y lo metieron en el maletero. Lo quemaron junto con el resto de las pruebas.

—Mierda —exclamó McGrath—. Pero ¿dónde está Holly? ¿A qué conclusiones has llegado?

—Se la llevaron a Meigs Field —conjeturó Milosevic—. Está a menos de un kilómetro de aquí. La subieron a un avión privado y dejaron aquí este coche. Eso es lo que ha pasado, Mack. Se la han llevado volando a alguna parte. Cuatro tipos capaces de quemar viva a una persona y que, a estas alturas, la tienen quién sabe dónde. A miles de kilómetros de aquí.

Morir en el intento

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