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El material con el que había que rellenar el hueco de treinta centímetros que había entre las paredes del viejo cascarón y las del nuevo lo trajeron en una camioneta abierta desde el almacén en el que lo guardaban. Había una tonelada y tuvieron que hacer cuatro viajes. Cada vez lo descargaron con cuidado un escuadrón de ocho voluntarios. Trabajaban en cadena, como hacían las antiguas brigadas de bomberos con los cubos de agua. Se pasaban las cajas de una en una, a las manos, e iban metiéndolas en el edificio y llevándolas escaleras arriba hasta el segundo piso. Iban amontonando las cajas en el pasillo, junto a la puerta de la estancia esquinera modificada. Los tres carpinteros iban abriendo las cajas y metiendo el material en la habitación. Luego, lo introducían con cuidado en el amplio espacio que quedaba entre ambos cascarones. Los hombres que lo descargaban iban haciendo pausas y, agradecidos por tener un momento de descanso, observaban cómo trabajaban los carpinteros.

Se tiraron con aquella labor la mayor parte de la tarde debido a la gran cantidad de material y al cuidado que había que tener al moverlo de un lado a otro. Cuando la última de las cuatro remesas estuvo apilada arriba, los ocho voluntarios se marcharon. Siete de ellos se fueron a la cantina. El octavo se estiró bajo los últimos rayos de sol de la tarde y decidió dar un paseo. Solía hacerlo. Acostumbraba a dar un paseo largo cuatro o cinco veces a la semana, solo y, sobre todo, después de haber trabajado duro. Se suponía que era la manera que tenía de relajarse.

Se internó por el bosque. Había un sendero silencioso de tierra batida que iba en dirección oeste. Lo siguió durante algo menos de un kilómetro. Luego, hizo una pausa y volvió a estirarse. Se valió del movimiento circular típico que hace un hombre cansado que intenta mitigar un dolor de espalda para mirar a su alrededor. Acto seguido, salió del sendero. Dejó de pasear. Empezó a caminar a toda prisa. Sorteaba los árboles y seguía un arco que empezaba hacia el oeste y seguía hacia el norte. Iba en busca de un árbol en concreto. A los pies de este había una laja cubierta de agujas de pino. Se quedó quieto y esperó. Escuchó con gran atención a su alrededor. Luego, se agachó y apartó la piedra. Debajo había algo de forma rectangular envuelto en tela de hule. Retiró la tela y sacó una pequeña radio de mano. Estiró la antena, corta y gruesa, pulsó un botón y esperó. Después, nervioso, comunicó entre susurros un mensaje largo.

Cuando el viejo edificio volvió a estar en silencio, el empleador llegó con instrucciones nuevas y extrañas. Los carpinteros no le hicieron preguntas. Se limitaron a escuchar con atención. El hombre tenía muy claro lo que quería. Las nuevas instrucciones implicaban que parte del trabajo volviera a hacerse. Dadas las circunstancias, no suponía problema alguno. Y menos aún cuando les ofreció una bonificación en metálico, además del alto presupuesto que ya había aceptado.

Los tres carpinteros trabajaron duro y les llevó menos tiempo del que habían supuesto. Ahora bien, para cuando acabaron ya había anochecido. El más joven se quedó recogiendo las herramientas y enrollando los cables. Los otros dos condujeron en dirección norte, a oscuras, hasta donde les había pedido su empleador. Bajaron de la camioneta y esperaron en silencio.

—Aquí —les indicó una voz. Era él—. Al fondo.

Se acercaron, como les pedía. El sitio estaba oscuro. El tipo estaba esperándolos, entre las sombras.

—¿Estos tablones os sirven de algo?

Al fondo había una pila de tablones de pino.

—Es buena madera. Puede que os sirva para hacer algo. Para alguno de vuestros trabajos, ¿no?

En el suelo, junto a la pila de tablones había algo más. Algo fuera de lo normal. Los dos carpinteros se quedaron mirando. Dos bultos extraños. Los dos carpinteros se quedaron observándolos con atención, luego, se miraron el uno al otro. Acto seguido, dieron media vuelta. El empleador les sonrió y levantó una automática negra y mate.

El agente del FBI de la sucursal era un tipo lo bastante inteligente como para saber que aquello iba a ser gordo. No sabía ni cómo ni por qué iba a serlo, pero un confidente de incógnito no se arriesga a enviar un mensaje de radio desde una ubicación encubierta sin razón aparente. Así que introdujo los detalles en el sistema informático de la organización. Su informe corrió como un fogonazo por la red informática hasta llegar al descomunal ordenador central que había en el primer piso del edificio Hoover, la central del FBI, en Washington D. C. La base de datos del ordenador central del edificio Hoover recibe a diario más informes que segundos tiene el día, así que el programa tardó un rato en escanearlo y elegir las palabras clave. Una vez lo hubo hecho, almacenó el boletín en su memoria y esperó.

Justo en ese instante, el sistema estaba recibiendo un mensaje de la oficina de campo del FBI en Chicago. El jefe de allí, el agente al mando McGrath, informaba de que había perdido a uno de los suyos. La agente especial Holly Johnson había desaparecido. La última vez que la habían visto fue a las doce en punto del huso horario de Chicago. En aquel momento, su paradero era desconocido y, aunque habían intentado ponerse en contacto con ella, no lo habían conseguido. Y como el de Holly Johnson era un caso especial, el mensaje llevaba un código para que no pudiera verlo ninguna terminal del edificio, excepto la que estaba en el último piso, en el despacho del director.

El director del FBI salió de una reunión de presupuestos poco antes de las siete y media de la tarde. Volvió a su despacho y consultó sus mensajes. Se llamaba Harland Webster y llevaba treinta y seis años en el FBI. Le quedaba un año más como director y, después, se jubilaría, así que no buscaba problemas. No obstante, los encontró brillando en el monitor del ordenador. Pinchó el informe y lo leyó entero dos veces. Suspiró mirando la pantalla.

—Mierda —dijo—. Mierda, mierda, mierda.

El informe que le había enviado McGrath desde Chicago no eran las peores noticias que había recibido en treinta y seis años, pero casi. Pulsó el botón del intercomunicador que tenía en el escritorio y le dijo a su secretaria:

—Póngame con McGrath, en Chicago.

—Está en la línea uno —respondió su secretaria—. Ha estado esperando.

Webster gruñó y pulsó el botón de la línea uno y el manos libres, y se recostó en la silla.

—¿Mack? ¿Qué ha pasado?

La voz de McGrath sonaba clara desde Chicago.

—Hola, jefe. No lo sabemos. Todavía no sabemos qué ha pasado. Puede que nos estemos preocupando de antemano, pero me da muy mala espina que no haya aparecido. Ya sabes cómo es ella.

—Claro, Mack —dijo Webster—. ¿Quieres confundirme con algunos datos?

—No tenemos datos. No ha aparecido para una conferencia que tenía que darnos a las cinco de la tarde acerca de un caso. Me ha parecido de lo más inusual. No ha dejado mensajes. A nadie. Su busca y su móvil personal están apagados o fuera de cobertura. He estado preguntando por aquí y el último que la ha visto ha sido a eso de las doce del mediodía.

—¿Ha ido a la oficina esta mañana?

—Ha estado en la oficina toda la mañana.

—¿Tenía alguna reunión antes de la conferencia de las cinco?

—Nada anotado en su diario. No sé lo que estaba haciendo ni dónde lo estaba haciendo.

—Por Dios, Mack, se suponía que tenías que cuidar de ella. Se suponía que tenías que mantenerla alejada de las malditas calles, ¿no?

—Era su hora de la comida —repuso McGrath—. ¿Qué coño iba a hacer?

El director se quedó callado. Lo único que se oía en el despacho era el ligero zumbido que hacía el manos libres. Webster tamborileó con los dedos sobre el escritorio.

—¿En qué estaba trabajando?

—No, no vayas por ahí. Podemos dar por hecho que no es una interferencia de alguno de nuestros sospechosos, ¿no crees? Siendo quien es ella, no tendría ningún sentido.

Webster asintió.

—Sí, supongo que, siendo quien es ella, no lo tendría. ¿Qué más debemos tener en cuenta?

—Estaba lesionada. Se había hecho daño en la rodilla jugando al fútbol. Pensamos que quizá se haya caído y que la lesión haya empeorado. Puede que haya tenido que ir a urgencias. Estamos llamando a los hospitales.

Webster gruñó.

—O tiene un novio del que no teníamos noticia —añadió McGrath—. Puede que estén en algún motel, pasándoselo en grande.

—¿Seis horas? ¡Menuda suerte!

Silencio de nuevo. Webster se inclinó hacia delante.

—Vale, Mack, ya sabes qué hay que hacer. Y lo que no hay que hacer en un caso como el suyo, ¿eh? Mantenme informado. Voy a tener que ir al Pentágono. Estaré de vuelta dentro de una hora. Llámame si me necesitas.

Colgó y le pidió a su secretaria por el intercomunicador que avisara a su chófer. Luego, fue a su ascensor privado y bajó hasta el aparcamiento subterráneo. El chófer lo esperaba justo a la salida del ascensor y lo acompañó hasta la limusina blindada.

—Al Pentágono —indicó al chófer.

No había mucho tráfico. Eran las siete y media de la tarde de un lunes de junio. Tardaron unos once minutos en recorrer los cuatro kilómetros. Webster pasó todo el tiempo haciendo llamadas urgentes por el móvil. Llamadas a sitios que estaban tan cerca que bien podría haberse puesto en contacto con ellos a gritos. La enorme limusina llegó a la entrada del río del Pentágono y el marine centinela se acercó. Webster colgó y bajó la ventanilla para el ritual de identificación.

—Soy el director del FBI. Vengo a ver al jefe del Estado Mayor.

El centinela le hizo un saludo inmediato y les dio paso. Webster subió la ventanilla y esperó a que el chófer parara. Luego, salió del coche, se agachó un poco para pasar por la puerta de personal y fue caminando hasta el despacho del jefe del Estado Mayor. Entró en la antesala del despacho. La secretaria le estaba esperando.

—Puede pasar, señor. El general llegará dentro de un momento.

Webster entró en el despacho del jefe del Estado Mayor y esperó de pie. Miró por la ventana. La vista era magnífica, pero tenía un extraño tinte metálico. El cristal estaba hecho de Mylar, un material a prueba de balas. Era una vista maravillosa, pero la ventana estaba en la parte exterior del edificio, de cara a la entrada del río, por lo que tenía que estar protegida. Webster veía su limusina desde allí, con el chófer esperando fuera. Más allá del vehículo se veía el Capitolio, al otro lado del Potomac. Se veían barcos de vela en la Cuenca Tidal del Potomac y los últimos rayos del sol se reflejaban en el agua. «No es un mal despacho —pensó—. Mejor que el mío».

Para el director del FBI, reunirse con el jefe del Estado Mayor era un problema. Era como tomar una de esas curiosas carreteras de circunvalación. Una reunión en la que no se tenían en cuenta los rangos. ¿Quién era superior? Ambos estaban designados por el presidente. Ambos informaban al presidente con un único intermediario de por medio, el secretario de Defensa o el fiscal general. El de jefe del Estado Mayor era el cargo militar más alto que ofrecía la nación. El de director del FBI, el más alto que ofrecía la ley. Ambos estaban en lo más alto de su propia cucaña. Pero ¿cuál de ellas era más alta? A Webster, aquello le suponía un problema. Y lo era, a decir verdad, porque sabía que su cucaña era más baja. Controlaba un presupuesto de dos mil millones de dólares y tenía veinticinco mil personas a su cargo. El jefe del Estado Mayor supervisaba un presupuesto de doscientos mil millones de dólares y tenía a su cargo casi a un millón de personas. Dos millones, si se incluía a la Guardia Nacional y los reservistas. El jefe del Estado Mayor acudía al Despacho Oval más o menos una vez a la semana. Webster iba un par de veces al año, con suerte. Era normal que aquel despacho fuera mejor.

El propio jefe del Estado Mayor también era impresionante. Era un general de cuatro estrellas cuyo ascenso había sido espectacular. Había empezado desde abajo y había subido rangos como la espuma. Ascendía más rápido de lo que el sastre era capaz de coserle galones en el uniforme. Iba encorvado a causa de las muchas medallas que le habían concedido. Luego, Washington lo secuestró para el Pentágono y el hombre se había adueñado del lugar, como si fuera un objetivo militar. Webster oyó cómo llegaba a la antesala y se dio la vuelta para saludarle cuando entrara.

—Hola, general —dijo.

El jefe del Estado Mayor esbozó un saludo con la mano como si estuviera muy atareado y sonrió.

—¿Viene a comprar misiles?

A Webster le sorprendió la pregunta.

—¿Acaso los venden? ¿Qué misiles?

El jefe del Estado Mayor negó con la cabeza y sonrió.

—Era una broma. Limitación de armas. Los rusos se han deshecho de una base de bombarderos que tenían en Siberia, así que ahora tenemos que deshacernos de los misiles que teníamos asignados contra ella. Hay que cumplir el tratado, ¿no? Hay que jugar limpio. Los más gordos se los vamos a vender a Israel, pero nos quedan unos doscientos de los pequeños. Ya sabes, Stingers, de esos tierra-aire que se disparan desde el hombro. Excedentes. A veces se me pasa por la cabeza vendérselos a los traficantes de drogas. Sabe Dios que, de lo demás, tienen lo que quieren. Muchos de ellos tienen mejores armas que nosotros.

El jefe del Estado Mayor había rodeado su escritorio mientras hablaba y se sentó. Webster asintió. Había visto a otros jefes hacer lo mismo, contar un chiste, una historia desenfadada, de tú a tú, romper el hielo y conseguir que la reunión empezara bien. El jefe del Estado Mayor se inclinó hacia delante y sonrió.

—Bueno, director, ¿qué puedo hacer por usted?

—Hemos recibido un informe de Chicago. Su hija ha desaparecido.

Morir en el intento

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