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Holly Johnson estaba un poco decepcionada por el cálculo que había hecho Jack Reacher de lo que valía su guardarropa. Había supuesto que tenía entre quince y veinte mudas y que, a unos cuatrocientos dólares cada una, su vestuario debía de costar unos ocho mil dólares. Lo cierto es que tenía treinta y cuatro trajes formales en el armario. Había trabajado tres años en Wall Street. Se había gastado ocho mil dólares solo en zapatos. Cuatrocientos dólares se los gastaba en una blusa, y eso cuando se apoderaba de ella el sentido común y le pedía que no gastara tanto.

Le gustaba Armani. Tenía trece de sus trajes de primavera. La ropa primaveral de Milán era de lo más adecuada para casi todo el verano de Chicago. Puede que en los días más calurosos de agosto cambiase a Moschino, pero en junio y julio —y septiembre también, con un poco de suerte—, vestía de Armani. Sus modelos favoritos eran los de tonalidades melocotón que había comprado el último año que había pasado en la correduría. Una misteriosa mezcla italiana de sedas. Cortados y cosidos por una gente cuyos antepasados llevaban siglos tratando con paños magníficos. Miraban la tela, la examinaban, pensaban en ella, la cortaban y conseguían formas suaves y maravillosas que acababan convirtiendo en un traje. Luego, lo vendían y una corredora de bolsa de Wall Street lo compraba, lo adoraba y seguía llevándolo dos años después, cuando ya era agente del FBI y la habían secuestrado en mitad de una calle de Chicago. Y aún seguía con él, dieciocho horas más tarde, después de una noche sin dormir, tumbada sobre paja sucia en un establo para vacas. A aquellas alturas, el modelo no lo reconocería ni el propio Armani.

Los secuestradores habían vuelto con la furgoneta y la habían aparcado una vez más en el pasillo central del establo. Luego se habían ido y habían cerrado la gran puerta del establo. Holly supuso que habían pasado la noche en la granja. Reacher había dormido en silencio en su compartimento, encadenado a los barrotes, mientras ella no paraba de dar vueltas sobre la paja, incapaz de dormir, incapaz de dejar de pensar en él.

La seguridad de aquel hombre era su responsabilidad. Era un transeúnte inocente que se había visto implicado en algo que solo era asunto suyo. Daba igual lo que le esperase a ella, tenía que encargarse de él. Era su deber. Él era su carga. Y le estaba mintiendo. Estaba segurísima de que no era portero de ningún club. Y también estaba bastante segura de lo que era. Los Johnson eran una familia de militares. Debido a la profesión de su padre, había vivido en bases militares toda su vida, hasta que había ingresado en Yale. Conocía el ejército. Conocía a los soldados. Sabía los tipos que había y sabía que Reacher encajaba en uno de ellos. Para su ojo experto, Reacher tenía pinta de soldado. Actuaba como uno de ellos. Reaccionaba como uno de ellos. Era posible que el portero de un club supiera abrir cerraduras y trepar por paredes como un mono, pero, en ese caso, lo haría como si no estuviera acostumbrado a ello, como si fuera muy arriesgado, le faltaría el aliento. No lo haría con la naturalidad con la que se parpadea. Reacher era un hombre callado y contenido, relajado, estaba en forma y, además, era evidente que lo habían entrenado para ser capaz de mantener una calma sobrehumana. Debía de tener unos diez años más que ella, pero no llegaba a los cuarenta, mediría un metro noventa y cinco o algo más, era grande, sobre los cien kilos, ojos azules y el pelo rubio y fino. Era lo bastante grande como para ser portero, qué duda cabe, pero era soldado. Un soldado que decía que era portero. ¿Por qué?

No tenía ni idea. Siguió tumbada, incómoda, escuchando la respiración tranquila de él, a unos seis metros de distancia. Portero o soldado, diez años mayor que ella o no, ella tenía la responsabilidad de ponerlo a salvo. No podía dormir. Estaba muy ocupada pensando y, además, le dolía mucho la rodilla. A las ocho y media, según su reloj, oyó que su compañero se despertaba. Un sutil cambio en el ritmo de su respiración.

—Buenos días, Reacher.

—Buenos días, Holly. Ya vuelven.

A ella le pareció que todo estaba en silencio, hasta que, unos instantes después, oyó pasos. «Trepa como un mono y oye como un murciélago. ¡Joder, menudo portero!», pensó.

—¿Estás bien? —preguntó Reacher.

Ella no respondió. La responsable de ponerlos a salvo era ella, no al revés. Oyó el repiqueteo del candado mientras los secuestradores lo abrían. Luego, abrieron la gran puerta y la luz del día inundó el establo. Vio, por un instante, un campo verde y vacío. Pensó que bien podría tratarse de Pennsylvania. Los tres secuestradores entraron y cerraron la puerta.

—Levántate, puta —le dijo el cabecilla.

No se movió. La atenazaba un poderoso deseo de no volver a entrar en la furgoneta. Demasiado oscura, demasiado incómoda, demasiado tediosa. No sabía si aguantaría otro día allí, con el balanceo, las sacudidas y la incertidumbre de no saber adónde coño la estaban llevando, ni por qué, ni quiénes. Como por instinto, se agarró con fuerza a los barrotes, como si pretendiera oponer resistencia. El cabecilla se limitó a sacar la Glock. La observó.

—Hay dos maneras de hacerlo. La fácil y la difícil.

Ella no respondió. Se quedó sentada en la paja, agarrada con fuerza a los barrotes. El feo conductor se acercó tres pasos y empezó a sonreír en cuanto volvió a concentrarse en sus pechos. Holly se sentía desnuda y aquella mirada le revolvía las tripas.

—Tú eliges, puta —dijo el cabecilla.

Oyó cómo Reacher se movía en su compartimento.

—No, el que elige eres tú —contestó Reacher—. Esto tiene que ser una especie de toma y daca. Cooperación, ¿no? Quieres que volvamos a entrar en la furgoneta, pues vas a tener que ofrecernos algo.

Hablaba con calma y voz grave. Holly lo miró. Seguía sentado, encadenado, desarmado y enfrentándose a un arma automática cargada, completamente indefenso —de acuerdo con cualquier definición razonable de la palabra— y con tres tipos hostiles delante.

—Queremos desayunar —continuó—. Tostada con mermelada de uva. Y café, pero que sea bastante más fuerte que la mierda de anoche, ¿vale? Para mí es muy importante el buen café. Tienes que comprenderlo. Luego, poned un par de colchones en la furgoneta; uno doble y uno de cama individual. Montadnos un sofá. Solo así entraremos.

Se hizo un silencio absoluto. Holly observó a los dos hombres. Reacher, calmado, desde el suelo, le mantenía la mirada al cabecilla. No pestañeaba. El cabecilla lo miraba desde arriba. Había mucha tensión en el ambiente. El conductor había dejado de mirarla y estaba concentrado ahora en su compañero. Lo miraba enfadado. Entonces, el cabecilla se dio la vuelta y les hizo un gesto con la cabeza a los otros dos para que lo acompañaran fuera del establo. Holly oyó cómo le ponían el candado a la puerta.

—¿Te gustan las tostadas? —preguntó Reacher.

No podía ni responder.

—Cuando te las traigan, diles que se las lleven. Diles que vuelvan a hacerlas. Diles que están poco hechas o muy quemadas, o lo que quieras.

—¿Qué coño crees que estás haciendo?

—Psicología. Tenemos que empezar a dominar la situación. Es muy importante en circunstancias así.

Siguió mirando a Reacher.

—Tú hazlo, ¿vale? —insistió con calma Reacher.

Y así lo hizo. El tipo nervioso fue quien le llevó la tostada. Estaba casi perfecta, pero ella la rechazó. La miró con el desdén con el que miraría una hoja de balance chapucera y le soltó que la habían hecho demasiado bien. Estaba de pie, con todo su peso apoyado en la pierna buena, con un aspecto horrible, con estiércol por todo el traje melocotón de Armani pero, aun así, fue capaz de mostrar suficiente altanería como para intimidar al secuestrador, que fue a la cocina de la granja a hacer otras.

Volvió con una jarra de café cargado y ambos comieron su desayuno acompañados del repiqueteo de las cadenas, a seis metros de distancia, mientras los otros dos secuestradores cargaban con unos colchones hasta el establo. Uno doble y otro individual. Los subieron a la furgoneta. El grande lo pusieron en el suelo y el otro lo acomodaron como respaldo contra la parte trasera de la cabina. Holly se quedó mirando cómo lo hacían y empezó a sentirse mejor. De pronto, se dio cuenta de lo que había querido decir Reacher con lo de la psicología. No era solo para los secuestradores, sino también para ella. No quería que ella se metiera en una pelea. Porque perdería. Él se había arriesgado a hacer lo que había hecho para evitar que ella se metiera en una confrontación que no iba a poder ganar. Estaba fascinada. Fascinadísima. «Por el amor de Dios, este tipo le ha dado la vuelta a la situación. ¡Es él quien está intentando cuidar de mí!», pensó perpleja.

—¿Por qué no nos decís cómo os llamáis? —comentó Reacher relajado—. Vamos a pasar un tiempo juntos, así que podríamos comportarnos como gente civilizada, ¿no?

Holly se fijó en que el cabecilla le miraba atentamente. No respondió nada.

—Ya os hemos visto la cara —continuó Reacher—. ¿Qué daño va a haceros que nos digáis cómo os llamáis? Así, podríamos intentar llevarnos bien.

El cabecilla lo pensó y asintió.

—Loder.

El tipo nervioso cambió el peso de pie y dijo:

—Stevie.

Reacher asintió. Entonces, el conductor feo se dio cuenta de que los cuatro le estaban mirando. Agachó la cabeza.

—No pienso deciros cómo me llamo. Joder, ¿por qué iba a hacerlo?

—Y que quede claro, ¿vale? —apuntó el tal Loder—. Civilizado no es lo mismo que amistoso.

Luego, apuntó con la Glock a la cabeza de Reacher y se quedó así un momento. Su cara no mostraba emoción alguna. No era lo mismo que amistoso. Reacher asintió. Un pequeño y cuidadoso movimiento. Dejaron los platos del desayuno y las tazas de café en la paja y el tal Loder les soltó la cadena. Se encontraron en el pasillo central. Les apuntaban con dos Glocks y una escopeta. El conductor miraba a Holly de forma lasciva. Reacher lo miró a él a los ojos, se agachó y cogió a su compañera como si fuera una pluma. La llevó en brazos los diez pasos que había hasta la furgoneta. La dejó dentro con delicadeza. Gatearon por el interior hasta el sofá improvisado. Se pusieron cómodos.

Los secuestradores cerraron de golpe las puertas de atrás y cerraron con llave. Luego, abrieron la gran puerta del establo. Encendieron el motor. Salieron del establo y, dando botes, recorrieron los ciento cincuenta metros de la vereda. Giraron a la derecha primero y siguieron rectos después, durante quince minutos y no a mucha velocidad.

—No estamos en Pennsylvania —le dijo Holly—. Las carreteras son demasiado rectas. Demasiado planas.

Reacher le respondió encogiéndose de hombros en la penumbra.

—Ya no nos llevan con las esposas —añadió él—. Psicología.

Morir en el intento

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