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McGrath le pidió a Brogan que le acompañase y se encontraron con Milosevic en el aeropuerto Meigs Field de Chicago. El agente al mando había cogido las cuatro fotografías obtenidas por ordenador y la fotografía de Holly Johnson usada para la prueba. Llegó esperando que el personal del aeropuerto cooperara. Y así fue. A tres agentes del FBI que llegaban anunciándose a bombo y platillo y preocupadísimos por una colega no se les podía ofrecer otra cosa que cooperación total.

Meigs Field era un pequeño aeropuerto comercial, junto al lago, rodeado de agua excepto por una zona —por la playa de la calle Doce—, que intentaba ganarse la vida a la sombra del gigantesco O’Hare. Sus registros de entradas y salidas eran inmaculados y su eficacia era de primera. No tanto como para estar preparados para contestar interrogatorios del FBI a bote pronto, pero sí como para ser capaces de seguir operando y que les siguieran pagando a pesar de que estaban al lado del competidor más duro del mundo. A McGrath, sus registros y eficacia, le fueron de gran ayuda. Y lo fueron porque, después de unos treinta segundos, le dejaron claro que iban por un callejón sin salida.

Los empleados de Meigs Field estaban seguros de que jamás habían visto ni a Holly Johnson, ni a ninguno de los cuatro secuestradores. Y mucho menos el lunes, y muchísimo menos alrededor de la una. Lo tenían clarísimo. No es que no se estuvieran esforzando y lo negaran para quitárselos de encima. Sencillamente, estaban seguros, con esa certeza relajada de las personas que se pasan los días estando seguras de lo que hacen, como poner aviones pequeños en las pistas aéreas más transitadas del planeta.

En Meigs Field no había despegues sospechosos, al menos entre el mediodía y, digamos, las tres de la tarde. Eso estaba claro. La documentación era explícita al respecto. Los tres agentes se fueron de allí tan rápidamente como habían llegado. El personal de la torre se despidió de ellos con un asentimiento de cabeza y los olvidó antes de que llegaran a los coches del pequeño aparcamiento.

—Bien, volvemos a estar en la casilla de salida —comentó McGrath—. Vosotros id a ver cómo está lo del dentista de Wilmette. Tengo cosas que hacer. Como llamar a Webster. En Washington D. C. tienen que estar subiéndose por las paredes.

A dos mil setecientos cuarenta kilómetros de Meigs Field, el joven que estaba en el bosque quería instrucciones. Era un buen agente, bien entrenado, pero en lo que se refería al trabajo de incógnito, era novato y bastante inexperto. La demanda de agentes encubiertos siempre era alta. Al FBI le costaba rellenar todos los huecos, así que asignaba a agentes como él. Inexpertos. Suponía que, mientras recordase que no tenía todas las respuestas, no pasaría nada. No tenía problemas de ego. No le causaba ningún problema pedir consejo. Era cuidadoso. Y realista. Lo suficiente como para saber que aquello le superaba. Los acontecimientos estaban tomando un cariz feo y estaba claro que, dentro de poco, iban a explotar y convertirse en algo mucho peor. ¿Cómo? No lo sabía. Era una sensación. Pero confiaba en sus sensaciones. Confiaba lo suficiente como para detenerse y girarse antes de llegar al árbol en concreto. Respiró con fuerza, cambió de idea y volvió paseando por donde había venido.

Webster había estado esperando la llamada de McGrath. Eso estaba claro, porque le pasaron con él de inmediato, como si hubiera estado en su despacho, esperando a que sonase el teléfono.

—¿Algún progreso, Mack?

—Alguno. Sabemos qué sucedió exactamente. Lo tenemos en una cámara de seguridad de una tintorería. Llegó allí a las doce y diez, salió a las doce y cuarto. Eran cuatro. Tres en la calle y uno en el coche. La secuestraron.

—¿Y después?

—Se marcharon en un sedán robado. Por lo visto, secuestraron al dueño para robárselo. A ella se la llevaron a siete kilómetros de la tintorería y quemaron el coche. Con el dueño en el maletero. Vivo. Era un dentista apellidado Rubin. Todavía no sabemos qué han hecho con Holly.

En Washington, Harland Webster se quedó largo rato en silencio.

—¿Merece la pena buscar por la zona? —preguntó al fin.

McGrath se quedó callado un segundo. No tenía claro a qué se refería, si a buscar un escondite u otro cadáver.

—Mi instinto me dice que no. Seguro que sabían que la peinaríamos. Yo creo que se la han llevado a otro lado. Puede que muy lejos.

Silencio de nuevo. McGrath oía pensar a Webster.

—Estoy de acuerdo. Se la han llevado a otra parte, pero ¿cómo exactamente? ¿Por carretera? ¿En avión?

—En avión no. Los vuelos comerciales los comprobamos ayer y acabamos de llegar de un aeropuerto privado. Nada.

—¿Y en helicóptero? Ir y volver. En secreto.

—En Chicago no, jefe. Desde luego, no al lado de O’Hare. Aquí hay más radares de los que tienen las Fuerzas Aéreas. Si un helicóptero hubiera intentado realizar un vuelo no autorizado, por corto que fuera, nos habríamos enterado.

—De acuerdo. Pero tenemos que mantener la situación bajo control. Secuestro y homicidio. No me da buena espina, Mack. ¿Podría haber un segundo vehículo robado? ¿Para cambiarlo por el sedán?

—Probablemente. Estamos investigándolo.

—¿Alguna idea de quiénes pueden ser?

—No. Hemos conseguido fotografías muy buenas de la cámara de seguridad. Con mejoras por ordenador. Te las enviaré de inmediato. Cuatro tipos, blancos, de entre treinta y cuarenta años, tres de ellos muy parecidos entre sí, normales, aseados, pelo corto. El cuarto es muy alto, en torno al metro noventa y cinco, según el ordenador. Yo diría que es el líder. Es el que llegó primero.

—¿Alguna idea del motivo?

—Ninguna en absoluto —reconoció McGrath.

Silencio de nuevo en la línea.

—Vale —dijo Webster—. ¿Lo estás manteniendo controlado?

—Tanto como es posible. Solo somos tres.

—¿A quiénes has elegido?

—A Brogan y a Milosevic.

—¿Son buenos?

McGrath gruñó. ¿Por qué iba a elegirlos si no?

—Conocen a Holly bastante bien. Son buenos.

—¿Son de los que se quejan o son duros, como solíamos ser nosotros?

—Nunca he oído que se quejasen. De nada. Hacen su trabajo. Meten horas. Ni siquiera se quejan del sueldo.

Webster se rio.

—Deberíamos clonarlos.

Con aquello, la frivolidad alcanzó su cota máxima, y luego se terminó en un par de segundos. No obstante, McGrath apreció el intento de levantarle la moral.

—¿Y qué tal va por ahí?

—¿A qué te refieres, Mack? —Webster volvía a estar serio.

—Al viejo. ¿Está dándote problemas?

—¿Cuál de los dos, Mack?

—El general —especificó McGrath.

—Todavía no. Me ha llamado esta mañana, pero ha sido educado. Así son las cosas. Los padres suelen estar bastante tranquilos el primer y el segundo días. Se preocupan más tarde. Con el general Johnson pasará lo mismo. Puede que sea un jefazo, pero, por dentro, todos somos iguales, ¿no?

—Pues sí. Dile que me llame si quiere información de primera mano. Podría servirle de ayuda.

—De acuerdo, Mack, gracias. En cuanto a lo del dentista, creo que, de momento, sería mejor que nadie lo supiera. Hace que el asunto tenga mucha peor pinta. Mándame lo que tengas. Pondré a los míos con ello. Y no te preocupes, la encontraremos. Al fin y al cabo, el FBI cuida de los suyos, ¿no? Nunca fallamos.

Tanto el director como el jefe al mando dejaron que aquella mentira se la llevara el silencio y colgaron el teléfono al mismo tiempo.

El joven salió paseando del bosque y se topó cara a cara con el comandante. Era lo bastante inteligente como para saludarle con efusividad y mostrar nerviosismo, pero tampoco más del que puede provocarle a un machaca estar en presencia del comandante. Lo justo para no resultar sospechoso. Permaneció quieto y esperó a que le hablase.

—Tengo un trabajo para ti —dijo el comandante—. Eres joven y seguro que se te dan bien todas estas mierdas tecnológicas.

El joven asintió con cautela.

—Sí, suelo ser capaz de resolver algunos problemas, señor.

El comandante asintió también.

—Tenemos un nuevo juguete. Un escáner de frecuencias de radio. Quiero que hagas una vigilancia.

El joven se quedó helado.

—¿Por qué, señor? ¿Cree que alguien está usando un radiotransmisor?

—Es posible. No confío en nadie y sospecho de todo el mundo. Toda precaución es poca. Y más ahora. Hay que estar muy pendientes de los detalles. Ya sabes lo que se dice: el genio está en los detalles.

El joven tragó saliva y asintió.

—Venga, encárgate de prepararlo. Haz un listado de rotaciones. Dos turnos de dieciséis horas al día, ¿de acuerdo? Ahora mismo, necesitamos vigilancia constante.

El comandante dio media vuelta. El joven asintió y resopló. Miró hacia el sitio en que estaba su árbol y dio las gracias por sus sensaciones.

Milosevic llevó a Brogan hacia el norte en su coche nuevo. Pararon en la estafeta de Wilmette para que Brogan enviara los dos cheques de pensión alimenticia. Luego fueron en busca del edificio en el que trabajaba el dentista muerto. Había un policía de uniforme esperándoles en el aparcamiento trasero. No mostró remordimientos por no haber hecho nada respecto a la llamada de la esposa y Milosevic insistió en lo mal que habían actuado, como si hiciera responsable a aquel policía del secuestro de Holly Johnson.

—Desaparecen cientos de maridos —se defendió el policía—. Sucede casi a diario. Esto es Wilmette, ¿saben? Aquí los hombres son como en todos lados, solo que tienen el dinero necesario para hacer lo que les plazca. ¿Qué quieren que hagamos nosotros?

Milosevic se mostró antipático. El policía había cometido otros dos errores. El primero, dar por sentado que era el asesinato del dentista lo que había sacado de su jurisdicción al FBI. Y el segundo, que estaba más preocupado por salvar su culo que porque cuatro asesinos hubieran secuestrado a Holly Johnson en mitad de la calle. Milosevic no mostró ninguna paciencia con el agente. Pero, de pronto, se redimió:

—¿Qué le pasa a la gente con lo de quemar automóviles? Ayer, un gilipollas quemó un coche junto al lago. Tuvimos que moverlo. Los vecinos no paran de llamarnos para quejarse.

—¿Dónde fue eso? —preguntó Milosevic.

El policía frunció el ceño. Quería ser muy preciso para quedar bien.

—En el giro que hace la carretera de Sheridan junto a la orilla, a este lado de Washington Park. Nunca había visto nada así. Al menos, en Wilmette.

Milosevic y Brogan fueron a comprobarlo. Siguieron al policía, que iba en un coche patrulla resplandeciente. Los llevó hasta el sitio exacto. No era un coche. Era una camioneta. Una Dodge de unos diez años. Sin placas de matrícula. Rociada con gasolina y quemada por completo.

—Ya les digo, sucedió ayer. Nos informaron por primera vez a eso de las siete de la mañana. La gente que iba camino del trabajo no dejaba de llamar. Una y otra vez.

Rodeó la camioneta mirándola con atención.

—No es de la zona. Vamos, supongo.

—¿Por qué no? —preguntó Milosevic.

—¿Qué tendrá, unos diez años? Por aquí hay pocas camionetas, y las que hay son de esas que son como juguetes gigantes. Enormes vehículos con motor V8 y cromados por todas partes. Nadie aparcaría un cacharro viejo como este en la entrada de su casa.

—¿Y los jardineros? —preguntó Brogan—. O los limpiadores de piscinas o trabajadores así.

—Ya, pero ¿por qué iban a quemarla? Tendrían que comprar otra nueva. La darían para abaratar la compra, ¿no? Nadie quema algo con lo que negociar.

Milosevic pensó en ello y asintió.

—Muy bien, pues nosotros nos encargamos. Investigación federal. Enviaremos una grúa de plataforma a por ella en cuanto podamos. Mientras tanto, vigílela, ¿entendido? Y hágalo como es debido, por el amor de Dios. Que no se acerque nadie.

—¿Por qué?

Milosevic lo miró como si fuera gilipollas.

—Es su camioneta. La dejaron aquí y robaron el Lexus para el delito que están cometiendo ahora.

El policía de Wilmette miró a Milosevic con nerviosismo, y a continuación observó la camioneta calcinada. Durante unos instantes, se preguntó cómo iban a caber cuatro tipos en el asiento de aquella Dodge, pero no dijo nada. No quería arriesgarse a quedar peor todavía. Se limitó a asentir.

Morir en el intento

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